Discursos

CÉSAR GAVIRIA TRUJILLO, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
EN LA INSTALACIÓN DEL SEMINARIO ANIF-FEDESARROLLO SOBRE EL FUTURO DE COLOMBIA

8 de febrero de 2001 - Bogotá, Colombia


Cuando Armando Montenegro me invitó a participar en este foro sentí las naturales reticencias que a lo largo de estos años he tenido para referirme a los temas de Colombia. Sin embargo, la magnitud que ha adquirido la crisis nacional me impulsa a hablar de ciertos aspectos de la vida colombiana sobre los que de otra manera hubiera callado, dada mi actual condición de funcionario internacional. Trataré entonces de despojar mis opiniones de cualquier sentido partidista, y de antemano les pido excusas porque voy a hacer uso del amplio espacio de tiempo que se me ha dado para introducirlos al tema que hoy nos congrega y que no tiene una respuesta simplista: el futuro de nuestra Colombia.

Tengo que confesar que, como a tantos colombianos, la evolución del país con posterioridad a mi Gobierno me ha dejado perplejo. Nunca imaginé que Colombia pasaría por momentos tan difíciles en el orden público y en la economía, ni que pudiéramos caer en estados de agobio y pesimismo como los que vivimos actualmente a pasar de cierto repunte de la economía y del buen suceso de la política exterior del gobierno. En pocos años Colombia, que hace menos de una década parecía un país en camino de la modernidad, se ha colocado a la zaga de sus pares en América. Muchos, en otras latitudes, dudan de su viabilidad misma como Nación.

Una de las muchas consecuencias indeseables de esta circunstancia histórica es la ausencia de debates con visión de futuro como éste, cuya realización es fruto entre otros del empecinamiento de Juan José Echavarría, Director de Fedesarrollo, por llevar a término la Misión Alesina, cuyos documentos enriquecen la discusión de este encuentro. El Profesor Alesina y su equipo han sido generosos con su tiempo y le han dedicado muchas horas de trabajo a entender la incomprensible realidad colombiana. Comparto muchas de las apreciaciones de los documentos de la Misión Alesina; estoy de acuerdo con muchas de sus terapias; estoy en desacuerdo con otra buena cantidad; me gusta el debate que suscitan, su contenido concreto y su viabilidad en una buena cantidad de casos.

Para comenzar quisiera señalar que, tal vez por instinto de supervivencia, no me encuentro entre quienes quieren atribuirle al gobernante de turno todos los males nacionales. Ése es un ejercicio que tranquiliza algunas conciencias y posiblemente genere autocompasión, pero no sirve para hacer un buen diagnóstico de Colombia y menos para encontrar respuestas a nuestros problemas.

Aquellos que esta mañana esperan de este colombiano una versión simplificada de los problemas políticos, económicos, sociales y de seguridad, así como de las terapias para resolverlos, van a sufrir una enorme decepción. Una de las principales lecciones de la última década en Latinoamérica es que no hay milagros, ni atajos, ni caminos cortos, ni recetas fáciles o sencillas. Esas sobre simplificaciones a veces suenan a música celestial para la galería, sirven para hacer lemas de campañas políticas, producen mejor oratoria y suenan más agudas e incisivas, pero no son útiles a la tarea de gobernar, ni acortan el largo camino que debemos recorrer.

Y de una vez quiero decirles que me rehuso a jugar el juego tonto de aquellos que piensan que todo tiempo pasado fue mejor; de aquellos que culpan al proceso de transformación económica de la última década de nuestros problemas ancestrales de pobreza, mala distribución del ingreso, incremento de la violencia y de la reciente baja en las tasas de crecimiento. Esas son falencias centenarias desarrolladas al amparo del anterior modelo económico, para no mencionar un sistema educativo que aún hoy acentúa las diferencias sociales en vez de corregirlas.

Tampoco puedo estar de acuerdo con quienes piensan que la Constitución de 1886, autoritaria y centralista, era una mejor respuesta a los problemas actuales de nuestra maltrecha República. El hecho de que, como lo señala el profesor Alesina, "casi todas las instituciones políticas del presente tienen su origen en la Constitución de 1991" nos obliga a volver a ésta para ver sus logros, asumir sus limitaciones e impulsar sus modificaciones. La Constitución de 1991 tiene fallas, pero fue el resultado de un proceso electoral universal como no había gozado ninguna constitución colombiana. Su carácter democrático no la hace inmodificable. Por el contrario, la propia Constitución prevé mecanismos que hacen mas fácil su transformación.

Por otra parte no podemos considerar fuera de peligro a nuestras instituciones democráticas. Es preocupante el escepticismo y desencanto que genera en amplios sectores de la población la incapacidad del estado democrático para resolver los problemas sociales, económicos y políticos. Como también es preocupante la pasividad de tantos ciudadanos ante las actividades de delincuencia de la guerrilla, la barbarie del paramilitarismo, los actos de terrorismo demencial de unos y otros, el narcotráfico, la impunidad, la miseria y la corrupción. Todos estos problemas se conjugan para crear un marco descomunal de desafíos tanto para la democracia colombiana como para el propósito de alcanzar la paz. Y si de algo podemos estar ciertos es que sin democracia no habrá paz y sin paz será muy difícil defender las instituciones democráticas.

Comparto con muchos colombianos lo expresado por el Presidente Pastrana en su alocución pública de la semana pasada, sobre la necesidad de que el proceso de paz con las FARC tenga reglas claras y produzca resultados tangibles en temas sustantivos, en la reducción de las acciones violentas, en proteger a la población civil y en encontrar prontas respuestas a los problemas del secuestro. Asimismo, veo con optimismo los avances que se han logrado con el ELN, y espero que pronto estos progresos materialicen la posibilidad de concluir un acuerdo de paz y contribuyan a lograr la reconciliación entre los colombianos.



Sin duda el diálogo político es un elemento esencial en la búsqueda de la paz. Pero más allá de lo que pase con esas negociaciones, sólo avanzaremos hacia la paz real y duradera si permanentemente nos estamos asegurando de que avanzamos hacia el efectivo monopolio del uso de la fuerza por parte del Estado; si avanzamos hacia la eliminación de la justicia por propia mano; si desmontamos la política armada basada en la intimidación; si reducimos sustancialmente la base financiera de los grupos criminales armados; si combatimos por igual la violencia guerrillera y paramilitar, el secuestro, las vacunas o extorsion, los atentados terroristas, las tomas que destruyen pueblos indefensos, así como las actividades de las organizaciones criminales del narcotráfico. No debemos olvidar que estas acciones no son menos criminales por ser perpetradas por grupos guerrilleros o paramilitares alegando motivaciones políticas, ni porque esté de por medio un proceso de paz. En este sentido, las medidas adoptadas por el Gobierno durante estos dos últimos años para fortalecer, profesionalizar y modernizar las Fuerzas Armadas están bien orientadas y han empezado a aportar sus frutos. El apoyo en equipos y entrenamiento debe incrementarse para mejorar su capacidad en la lucha contra los carteles de la droga responsables de que Colombia en unos pocos años se haya convertido en el primer productor de hoja y pasta de coca del mundo. Se debe también mantener un inquebrantable compromiso de las Fuerzas Armadas con el respeto y protección de los derechos humanos.

No podemos sentarnos a esperar que los sectores no democráticos, tanto de la derecha como de la izquierda, nos dicten lo que tenemos que hacer, o pretendan determinar por las armas la agenda política, económica y social de la nación. Es contraproducente y equivocado estar públicamente flagelándonos y expresando frente a la guerrilla que los colombianos somos incapaces de transformar nuestras instituciones políticas y económicas democráticamente, y que somos indiferentes frente a la desigualdad, la pobreza o frente a las debilidades de nuestro estado democrático. Eso no es verdad, no somos así y ese tipo de afirmaciones no nos lleva a la paz, como algunos ingenuamente creen. Tampoco sirve a este propósito el hecho de que, bajo la excusa de cumplir un rol sustituto del Estado, se mire con cierto ojo complaciente las actividades de los mal llamados paramilitares.

No es sólo en los campos de batalla ni en la mesa de negociación donde debemos asegurar el predominio de nuestras instituciones y donde hemos de ganar de manera inobjetable la disputa con los violentos. Debemos demostrar que en nuestras fuerzas políticas y sociales existe una voluntad férrea e inalterable para transformar nuestro sistema y consolidar su legitimidad democrática, su tolerancia y su respeto a la diversidad. Es con más participación popular, mejor distribución del ingreso, políticas efectivas contra la miseria y la desigualdad, y mayores oportunidades sociales y económicas como responderemos a las demandas y aspiraciones de los colombianos y como lograremos la paz. Una política de paz no se limita a la negociación ni puede depender totalmente de la voluntad o el humor de los violentos o de sus cuantiosos recursos fruto de la depredación y exacción de nuestra sociedad.

Creo, por lo tanto, que mas allá del dialogo político y la negociación para alcanzar una paz duradera, hoy es urgente retomar con vigor una agenda de reformas, que es sin duda más compleja y costosa que la del pasado reciente. Sin embargo, soy optimista y creo que Colombia puede alzarse sobre este cúmulo de problemas, recuperar los niveles de inversión publica y privada, asegurar la confianza externa, recuperar su capacidad de crecimiento, profundizar sus reformas democráticas, y construir un Estado fuerte y eficiente.

Encontrar ese camino implica hacer un buen diagnóstico, tener una gran apertura mental, tener mucha voluntad política y un claro liderazgo, y cuidar siempre de evitar las polarizaciones. Demanda también movilizar la contribución de todos los colombianos, trabajar en muchos frentes, asumir enormes sacrificios, y tener un altísimo grado de paciencia y de pericia y entender que todos, y no solo el gobierno, tenemos responsabilidades que asumir.

Parte esencial de esas respuestas se encuentra en la modernización del Estado. Las discusiones sobre el tamaño del Estado son poco pertinentes en Colombia donde históricamente ha habido un Estado débil, pobremente financiado. Sólo un Estado fuerte, eficaz y prestigioso nos puede asegurar en Colombia la consolidación de nuestra democracia. Necesitamos un Estado garante de los derechos de todos y protector de los más vulnerables, que fortalezca sus funciones de supervisión, regulación y control; sus funciones educativas y de salud; sus funciones de justicia, policía y seguridad. Necesitamos un Estado que sepa hacerle frente a fenómenos como la corrupción, el narcotráfico, el terrorismo, el secuestro y la extorsión. Además, todos estos retos los debemos enfrentar sin que el crecimiento del tamaño del Estado ahogue la iniciativa privada, algo que en las presentes circunstancias es bien difícil de alcanzar.

A pesar del ruido que hacen algunos con el cuento del neoliberalismo como causa de todas las injusticias centenarias y de las deficiencias de nuestro ordenamiento económico; como explicación a todos los temores, amenazas y problemas que ha traído la globalización, ello sólo es un estribillo para descalificar todo intento de reforma y de rigor en el manejo de las finanzas públicas. Por otra parte, hay algunos que por razones ideológicas o para proteger intereses gremiales quisieran oponerse a estas acciones, colocándolas todas en el saco de lo que llaman "apertura" y su propuesta se reduce a que abandonemos toda iniciativa diferente a arbitrar abundantes recursos fiscales para atender todos y cada uno de nuestros problemas.

Conceptualmente, el neoliberalismo es un proceso de reducción de impuestos, bajas en el gasto público y en general reducción del tamaño del Estado y de su intervención en la vida económica. Nada de eso ha ocurrido en Colombia en las últimas décadas, y sin duda sería una terapia inadecuada para la naturaleza y magnitud de los problemas colombianos.

En la práctica, las reformas que impulsamos en la década pasada fortalecieron el Estado, sobre la base de un consenso en torno a esta idea. Como lo señalara Salomón Kalmanovitz "en Colombia se da una ampliación del Estado, la más grande en toda su historia desde la colonia española hasta el presente – el Gobierno central pasó de disponer de 10% del PIB al 18.5% en la decada pasada". Y a muchos les puede parecer esto inconveniente con fundadas razones, pero calificar eso de neoliberalismo es un acto de mala fe o de simple ignorancia.

Por eso me han parecido siempre ridículas las banderillas que por ahí me quieren poner algunos de mis múltiples contradictores sobre el supuesto neoliberalismo de mis políticas. Si lo que les molesta es el enorme esfuerzo reformista y de modernización que se realizó en el cuatrienio Gaviria, las reformas están ahí para que en retrospectiva juzguen si ellas eran o no las que le convenían a Colombia. Si se pretende sugerir que procuré debilitar el Estado, achicarlo y disminuir el gasto público y la inversión social, pues ahí están las pruebas al canto para señalar lo contrario. Pretender sugerir que dejamos a los individuos, especialmente a los más débiles, expuestos a la ley de la selva, sin protección alguna del Estado, sin política ni instituciones sociales, es desconocer totalmente la realidad de lo que pasó en la primera parte de los noventas.

Lo sorprendente es que muchos de quienes no quieren ver estas reformas cuando nos acusan de neoliberales, inmediatamente pasan a criticarlas por sus consecuencias sobre el aumento del gasto público, a pesar de que fuimos muy celosos de solo gastar los recursos disponibles y que entregamos el pais, en 1994, sin déficit fiscal. Mas aún, yo diría que existe una sana competencia entre quienes nos acusan de neoliberalismo y de debilitar el Estado y los que nos acusan exactamente de todo lo contrario, de aumentar el gasto público. Sin duda hay muchos de ellos en este foro. De todas maneras pueden estar seguros mis contradictores, que no son pocos, que me siento obligado a rendir cuentas de mis actos, y por eso no me ofenden las criticas, pero tampoco mi circunstancia actual o la política que he seguido de solo hablar de temas colombianos, muy de tiempo en tiempo, me obligan a callar sobre las políticas públicas que creo mas convienen a Colombia.

Al regresar al tema que nos ocupa, estoy seguro que muchos coinciden conmigo en señalar que son las enormes brechas en el cumplimiento de las obligaciones del Estado las que están debilitando las instituciones democráticas, su credibilidad y legitimidad. La verdadera revolución en Colombia no se logra con las armas sino haciendo que el Estado funcione.

Es entonces la hora de retomar el camino de las reformas del Estado en su conjunto y no sólo del sistema político, como se ha venido discutiendo con variada fortuna en el Congreso desde los inicios de la Administración Pastrana y por su iniciativa. Además de las reformas a nuestro regimen político que deberían concluir su tramite favorable, debe haber reformas que fortalezcan la capacidad del Estado en política social, en su función judicial y en su capacidad regulatoria.

No se puede pues consolidar la democracia ni la paz en un país donde el Estado, a pesar del gran avance que se ha hecho, tiene escasa presencia en vastas zonas de nuestra geografía, y en el cual millones de nuestros compatriotas viven marginados de la economía de mercado, sumidos en la miseria. Se requiere, como ya lo mencionamos, de un significativo fortalecimiento del Estado en el cumplimiento de sus responsabilidades sociales. Es indudable que la sola reforma económica no resuelve los problemas de la pobreza y mucho menos los de la desigualdad. Y así a pesar de que a veces se usan argumentos equivocados para defender aspiraciones legitimas, estamos en obligación de atender estas ultimas. La gente reclama con razón más resultados en esa lucha contra la pobreza, en mejorar la distribución del ingreso, en un mayor crecimiento de los salarios reales de los trabajadores, en menores cifras de desempleo, mejor calidad de sus empleos, y un sistema educativo que permita aprovechar los beneficios de la globalización y la revolución de las telecomunicaciones.

El pobre desempeño de las políticas sociales y la persistencia de la pobreza y de la mala distribución del ingreso encuentran su razón principal en las falencias de políticas derivadas de un Estado hipertrofiado, lento, ineficiente y en las deficiencias de nuestro sistema educativo, y no en el egoísmo de los empresarios, como a veces de manera facilista se sostiene.

De lo que podemos estar ciertos es que sólo con la acumulación de capital físico y humano podemos mejorar la distribución del ingreso y derrotar la miseria. En particular la educación y la inversión en la capacidad productiva de los individuos deben ser el pilar de nuestro crecimiento económico. Hay que hacer de nuestro sistema educativo, por una parte, la principal herramienta para la búsqueda de la igualdad y simultáneamente tenemos que hacerlo avanzar hacia estándares internacionales de rendimiento. Así mismo se tienen que impulsar las estrategias de conectividad que buscan dar un mayor acceso a internet a todos, tal como las iniciadas en Bogotá por la administración Peñalosa, una de sus muchas acertadas iniciativas. En este sentido, la descripción que hacen Borjas y Acosta sobre la educación colombiana y los problemas institucionales de los que élla adolece tienen bastante sentido y sus recomendaciones, aunque no todas viables, están bien orientadas.

Pero fortalecer al Estado representa un desafío en un país donde se ha dado una enorme tendencia a la hipertrofia estatal, a la excesiva burocratización, donde los funcionarios públicos muchas veces son escogidos con criterios clientelistas y donde nada es tan difícil como reformar una institución pública. Por lo tanto, y creo que hay consenso alrededor de este punto, este fortalecimiento debe hacerse de tal suerte que los recursos no terminen desperdiciándose en la maraña burocrática, ni terminen en manos de los corruptos. Tenemos que reformar nuestras instituciones y políticas públicas para que los recursos que en éllas comprometamos produzcan los resultados de los que nuestra sociedad está urgida. Hay que remontar los obstáculos que se interponen para conseguir que el cierre o disminución de las plantas de algunas entidades públicas nos permita trasladar recursos de una área pública a otra. En mi administración trasladamos 50.000 empleos de muchas instituciones publicas a nuevas plantas de maestros y al sector judicial, y destinamos numerosos recursos producto de esta reestructuración al pago de soldados profesionales.

Así mismo, tiene que ser posible el diseño de políticas para que los subsidios estatales lleguen a los ciudadanos más pobres y no se queden en las burocracias de las entidades públicas que destinan los recursos a sectores económicamente privilegiados y políticamente poderosos.

No podemos negar que los escándalos de corrupción de los servidores públicos le restan legitimidad y frenan al proceso de consolidación de la democracia. Por ello los desafíos más acuciantes frente al fortalecimiento del Estado son los devastadores efectos de la corrupción. La corrupción desmoraliza a los ciudadanos y destruye la legitimidad de las instituciones políticas. Hay que enfrentar la corrupción con un mejor equilibrio entre los poderes del Estado, con el fortalecimiento de la justicia, reforzando el papel de la prensa libre, promoviendo la transparencia en la contratación pública y eliminando trámites y permisos innecesarios en las entidades oficiales que proveen o contratan bienes o servicios.

Yo comparto con Roland y Zapata y con Kugler y Rosenthal sus preocupaciones sobre la excesiva dispersión de los partidos y la relación en exceso clientelista que mantienen los legisladores con el Ejecutivo. La Constitución de 1991 eliminó muchas de las gabelas y nombramientos que creaban el cordón umbilical entre el Ejecutivo y el Legislativo. El presidente no puede nombrar a los congresistas, ni siquiera para conformar su gabinete, ni aún renunciando aquellos a su curul. Es un régimen de inhabilidades e incompatibilidades estricto que les impide ejercer cualquier otra función pública o privada. Algunos, incluida la administración Pastrana con su proyecto de reforma política, quieren con buenas razones avanzar más, mientras otros piensan que fuimos demasiado lejos. Lo que podría decir es que ésta es una muy legítima controversia.

Sin embargo, no me preocupa tanto la fragmentación de los partidos que los investigadores consideran como un producto de la Constitución de 1991 y que en realidad tiene sus orígenes en viejas prácticas partidistas del Frente Nacional. Es posible que la fragmentación promueva prácticas clientelistas, pero no se puede confundir con la practica política local y regional, que aseguran la presencia del Estado en las provincias, aún a costa de debilitar el Ejecutivo y el poder central. Asimismo, la fragmentación ha evitado la conformación de partidos de clase, dando paso a los partidos multiclasistas que tenemos en Colombia, los cuales han evitado la polarización y han ofrecido la posibilidad de resolver conflictos sociales gracias a un permanente ejercicio de conciliación, el cual sería mucho más difícil con partidos más ideológicos y excluyentes.

Por otra parte, se dice que la fragmentación es el mayor obstáculo para las reformas en Colombia. Como Congresista, Ministro y luego Presidente pude constatar que sucede probablemente lo contrario. Debo agradecer las palabras amables sobre mi administración en ese aspecto que trae el Informe, pero en general creo que los proyectos gubernamentales, en su mayoría, son mejorados en su trámite en el Congreso y que cuando el Gobierno hace bien su tarea, el Congreso hace lo propio. Por eso no me gusta para nada la propuesta de fast track o tramite de vía rápida que propone el Informe.

Probablemente una de las reformas más importantes sea mejorar la eficacia del sistema judicial para asegurar que los que están causando la violencia política y los delincuentes comunes sean sancionados. La Constitución de 1991 fortaleció el sistema de justicia. Avanzamos mucho con el paso al sistema acusatorio y la creación de la Fiscalía General; con la creación de la Corte Constitucional y la tutela; y con el significativo incremento de los rubros de gasto del presupuesto destinados a fortalecer financieramente a la justicia, a aumentar los sueldos de nuestros jueces y en general a sentar las bases para una justicia más eficiente. Algunas de estas instituciones han tenido un adecuado desarrollo, en particular se viene realizando una buena labor desde la fiscalía general y en la promoción de derechos ciudadanos por la Corte Constitucional, así ésta cometa errores, a los que me referiré mas adelante.

Me perdonan una disgresión. Muchos olvidan que hasta comienzos de la década los noventas los autos de detención contra los capos del narcotráfico se contaban con los dedos de la mano. Los únicos mecanismos con que teníamos para proteger la vida de un juez que se atreviera a seguirle un proceso a un narcotraficante era nombrarlo en un cargo diplomático. Igual ocurría con la protección de los testigos de alguna masacre. Aun recuerdo como el Presidente Barco y algunos de sus colaboradores teníamos que escuchar personalmente a los testigos o a los jueces en la Casa de Nariño para tal fin. Tampoco era posible conseguir una orden de detención contra los cabecillas de la guerrilla a pesar de sus múltiples acciones criminales. Hoy esas decisiones judiciales o testimonios se cuentan por miles.

No obstante las reformas, es claro que la impunidad y la ineficiencia de la justicia siguen siendo problemas de gran magnitud. El documento preparado por Levitt y Rubio hace muchas recomendaciones atinadas. Me idntifico con los comentarios de la Misión sobre el amplio espacio que aun hay para mejorar el sistema de justicia criminal en Colombia y, en particular, con aumentar las tasas de castigo a los homicidios y secuestros. Comparto igualmente sus sugerencias sobre la necesidad de destinar más recursos y de crear fuerzas especiales para perseguir secuestradores y homicidas. Son también muy acertados los comentarios sobre la situación de nuestras cárceles.

Comparto las afirmaciones en el sentido de que las Sentencias de la Corte deban tener la fuerza de precedente obligatorio para todos con el fin de reafirmar la autoridad de su jurisprudencia en materia constitucional. En un fallo desafortunado del 93 esta Corporación decidió que su jurisprudencia no era punto de referencia obligado para los demás jueces. Así la Corte disminuyó su poder y su estatus como máximo intérprete de la Carta y abrió una gran compuerta para la inseguridad jurídica.

Un ejemplo de las bondades de retomar ese camino lo ofrece precisamente el debate sobre los fallos relativos a aspectos de la política económica. Durante mi Gobierno adoptamos ambiciosas y novedosas reformas económicas y sociales que fueron, en una abrumadora mayoría, declaradas exequibles por la Corte. La jurisprudencia imperante fue la de que la Constitución no imponía un modelo económico ni exigía determinadas políticas económicas, lo cual llevaba al juez constitucional a reconocerle al legislador un amplio margen para formularlas y cambiarlas. Probablemente si la Corte hubiera tomado como precedente esta jurisprudencia predominante hasta el 94, varios de los fallos de los últimos años, con muy negativas implicaciones fiscales y económicas, hubieran sido orientados de manera diferente y no habrían sido ejemplos de injustificado y dañino activismo, sino de prudencia judicial.

Por eso comparto muchas de las críticas en el sentido de que la Corte Constitucional interviene en asuntos económicos propios de la Junta del Banco de la República, del ejecutivo o del poder legislativo. Comparto también con muchos críticos la opinión según la cual la Corte se desentendió de los efectos fiscales y financieros que creó con sus fallos. No resulta razonable que por la vía de interpretación de los derechos ciudadanos se hayan expedido sentencias de severas implicaciones en materia fiscal y de asignación de los escasos recursos de la Nación. Sus fallos en asuntos de definición de tasas de interés y de indexación de salarios, por ejemplo, amenazan con echar atrás los esfuerzos que se han hecho por controlar la inflación y sus negativos efectos en la distribución del ingreso.

Esta actitud pro activa en materia económica, en la que nuestra Corte ha sido tan poco afortunada, ha dado pie a propuestas, como las de Kugler y Rosenthal, de exigir siete votos sobre nueve para invalidar leyes expedidas por el Congreso, o las de crear una Sala o Corte Económica. Pero la primera es la misma formula que adoptó en Perú el Gobierno de Alberto Fujimori y como todos sabemos se prestó para muchos abusos. La Corte pasaría de ser un órgano de control constitucional a uno que legitimaría las decisiones del Ejecutivo y del Legislativo. Creo que el camino de las leyes estatutarias adicionado con algunos cambios constitucionales, cumple mejor el objetivo de fortalecer el estado de derecho, la certidumbre jurídica y la estabilidad económica del país.

Debemos reconocer que la Corte, gracias a una interpretación amplia de una Constitución generosa en materia de derechos, ha consolidado avances significativos para su ejercicio y el de las libertades individuales, y ha corregido arbitrariedades ancestrales. Son las circunstancias de violencia y las demandas de recursos para la seguridad, el deterioro económico y de los ingresos fiscales, y cierto infortunado activismo de la Corte los que pueden interpretarse como negativo en estos asuntos. En modo alguno se puede considerar la consagración de los derechos individuales en la Carta como algo negativo o pernicioso para el país o inconveniente para las instituciones.

Hace falta sí, por ejemplo, una ley estatutaria sobre el derecho a la igualdad, que precise sus alcances en diferentes ámbitos de la vida económica y social, como ocurre con la ley de derechos civiles norteamericana. Está de mas el absurdo alegato que se plantea en el informe contra el derecho a la igualdad.

Kugler y Rosenthal señalan, no sin cierta razón, que en Colombia se gobierna sin balance ni control. Quiero llamar la atención de que esta opinión está en sentido opuesto a una de las críticas más frecuentes que se le ha hecho a la Constitución, según la cual ésta debilitó en exceso el poder presidencial. El aumento del poder legislativo, la creación de la Corte Constitucional y de la Fiscalía General, también son contribuciones de la nueva Constitución para que se gobierne con más balance entre los poderes y más control entre los mismos.

Yo sigo creyendo que la descentralización del gasto social sigue siendo un enfoque apropiado para afianzar en general nuestra descentralización, la más vigorosa de América Latina, sin contar los estados federales como lo señala el propio profesor Alesina. Lo que no se puede es duplicar con la descentralización el gasto en cabeza de la Nación y crear compromisos mas allá de las transferencias, tal como ocurrió en el Gobierno anterior.

No comparto las apreciaciones de quienes creen que la descentralización ha sido excesiva. Parte de las dificultades actuales surgen del hecho de que todos los modelos que se corrieron para medir sus efectos suponían que la economía crecería por lo menos al 3%, como había ocurrido por varias décadas en medio de todo tipo de situaciones adversas, problema que también se dio en las proyecciones de centenares de empresas privadas, o sino que alguien se levante y diga que sus previsiones de crecimiento estuvieron atinadas. Por esta razón, comparto el propósito de la reforma en trámite que le ha puesto un techo a los giros a las provincias, mientras se resuelve el problema fiscal, y la economía y los ingresos públicos recuperan su capacidad de crecimiento.

Hubiera preferido que la Constituyente adoptara un esquema que autorizara a las municipalidades a crear su propia tributación, lo cual fue parte de la propuesta original del Gobierno, en lugar de asignar a las regiones un porcentaje de los ingresos ordinarios. Puede entonces perderse, como acertadamente lo señala Alesina y su grupo, el vínculo entre los ingresos y el cobro del tributo a los ciudadanos. Esto da lugar a cierta irresponsabilidad fiscal, pues el que gasta no es consciente de las dificultades que se tienen para financiar ese gasto. Esto sin duda explica algunos de los desbalances fiscales que están viviendo muchos municipios.

Por el contrario, el dinamismo que han tenido las finanzas de Bogotá se explica en gran medida por sus esfuerzos en generar sus propios recursos a partir del estatuto especial expedido con las facultades que nos dio la Constituyente y que faculta y no dispone la creación de tributos dentro de determinados rangos y con limitaciones. Algo de esta naturaleza debería examinarse de nuevo por lo menos para las ciudades capitales o con mas de cierta población.

Creo que se deben considerar varias de las fórmulas que se han sugerido sobre cómo deducir la deuda y su atención del porcentaje de los ingresos ordinarios. Pero esas decisiones no deben quebrar el proceso de descentralización que inició Colombia en la década de los ochenta. La radical decisión de impedir el endeudamiento local que sugieren los autores del informe me parece excesiva. La ley puede crear mecanismos y procedimientos que impidan la excesiva discreción al endeudamiento de que disponen hoy las autoridades locales. También parece conveniente simplificar los criterios de asignación de recursos y clarificar las responsabilidades en los tres niveles de la administración, gobierno central, departamental y municipal. Por último, creo que es bastante atinado extender el período de los alcaldes a cuatro años, por lo menos para las capitales.

Las propuestas surgidas con fundamento en las críticas a la manera como las transferencias están atadas a los gastos en salud y educación, aunque justificadas en la teoría, de haber sido aplicadas habrían conducido a que las regiones no asumieran las funciones que se les trasladaron y con ello se hubiera generado un problema fiscal mucho más grande que el que hoy tratamos de corregir.

Las críticas que realiza Perotti sobre los problemas que se dan en materia de gasto social y de los criterios desuetos que se usan para supuestamente protegerlo y estimularlo son razonables, así sus recomendaciones para su posible solución se queden cortas, ya que son problemas que se repiten por prácticas muy antiguas en toda Latinoamérica.

También son razonables sus reparos a nuestro sistema pensional y le asiste razón en querer avanzar en algunos de los mecanismos que desarrolló la ley 100, para pasar cada vez más de un sistema de reparto a uno de ahorro. Hay que profundizar las reformas, continuar con el proceso de ampliar la cobertura y aumentar las edades de retiro, lo que nos permitirá tener un sistema sólido, solvente, que no genere déficit fiscal y que aumente significativamente la tasa de ahorro interno. Ésta es una política difícil de desarrollar y a veces costosa, pero es la única que nos conducirá a un Estado capaz, de manera simultánea, de preservar su viabilidad financiera, atender la extensión de la cobertura y mejorar la calidad de los servicios que presta.

El sistema de salud que se derivó de la Ley 100, ha logrado incrementar significativamente la cobertura, la cual aumentó del 13% de la población en 1993 al 58% en el año 2000. Asimismo, La ley 100 enfatizó los aspectos solidarios y redistributivos que debería tener el sistema de salud, y gracias a esto se logró llegar a los sectores más pobres a través de subsidios diseñados especialmente para alcanzar a estos sectores. En efecto, como lo señala un estudio de la Universidad de los Andes, las transferencias al 40% de la población más pobre se multiplicaron por tres entre 1994 y 1999. Ahora bien, todos estos avances, que reconoce la comunidad financiera multilateral, son el fruto de un sistema pluralista de prestación de servicios entre el sector privado y el sector público, el cual permite al usuario tener cierto derecho a la escogencia y ha establecido de manera limitada principios de competencia. La vinculación del sector privado en el cumplimiento de esta función social, debería tomarse como un ejemplo de cómo la eficiencia en la utilización de los recursos de la sociedad, puede lograrse por caminos distintos a canalizar todos los recursos a través del Estado. En todo caso estos elementos deben tenerse en cuenta cuando se adopten medidas sobre el Instituto de Seguros Sociales.

Quisiera pasar ahora a un tema fundamental, esto es, la necesidad que tiene Colombia de acelerar su tasa de crecimiento para reducir el desempleo y la pobreza. La verdad es que el optimismo desbordante que trajeron las reformas adoptadas a comienzos de los noventa, sobre nuestras posibilidades de crecimiento, pronto se vieron frustradas a todo lo ancho de América Latina.

Desde el principio intentamos avanzar en el plano político y económico, pues sabíamos que un enfoque exclusivamente económico habría sido parcial e incompleto. Así mismo, teníamos claro que las reformas que adelantamos a comienzos de la década pasada eran el punto de partida y no el de llegada, como algunos lo sugieren para el logro de sus propósitos politicos.

Pero el principal escollo, además de los problemas fiscales que surgieron hacia mediados de la decada, fue hacerle frente a la más indeseable de las características de la globalización: la volatilidad de capitales, la cual menoscabó de manera muy sustancial el flujo de recursos hacia nuestra economia e hizo mucho mas oneroso el financiamiento de nuestro creciente déficit fiscal. A ello se sumaron los problemas que enfrentó el gobierno anterior por los cuestionamientos que tuvo en la escena internacional, así como los nuevos retos de la guerrilla y el narcotráfico. Infortunadamente, en vez de generar una formidable respuesta de cambio económico, social y político a la altura de los retos enfrentados, lo que hemos hecho es sumirnos en cierta apatía y desconcierto, en un ensimismamiento que no habla bien de nuestra Nación y del que no podemos responsabilizar únicamente a nuestros gobernantes.

Esto nos dejó una lección clara: lo que asegura la prosperidad y el crecimiento económico y en consecuencia la paz social, es la estabilidad y la fortaleza de las instituciones y no tanto el régimen de comercio exterior, cambiario, tributario o el modelo económico, si lo queremos denominar de alguna manera.

La globalización implica tanto oportunidades como riesgos. Dar la espalda o enterrar la cabeza como el avestruz no son estrategias inteligentes para aprovechar las posibilidades y superar los retos de un mundo globalizado. No importa que tan tentador resulte tratar de enmendar los actuales problemas evitando la competencia, es más importante reconocer que los costos de abstraerse y no participar en la economía global son más altos que los transitorios beneficios del excesivo proteccionismo. Tenemos que prepararnos para competir en la economía global que nos ofrece oportunidades comerciales, de inversión, de desarrollo tecnológico, de intercambio cultural y acceso a la información y el conocimiento.

Se deben sí, poner en marcha estrategias inteligentes para la inserción de los países americanos a la economía mundial, reduciendo vulnerabilidades a perturbaciones externas, atenuando y asegurando que las economías más pequeñas y de más bajo ingreso per cápita se beneficien de las negociaciones comerciales, y adoptando las medidas y políticas sociales necesarias para contrarrestar algunos de los efectos adversos de la globalización, a través de un diálogo permanente y abierto con todos los sectores de nuestras sociedades.

En esta dirección es imperativo avanzar en los acuerdos comerciales que expanden los mercados a nuestros productos y nos abren un horizonte dentro de un mundo de creciente competencia global.

Colombia debe continuar expandiendo sus mercados con un acuerdo con el MERCOSUR, con el acceso al régimen de la Cuenca del Caribe, con la extensión de los beneficios del ATPA y sobre todo con la negociación del ALCA, que ojalá cuente con el respaldo fuerte de la nueva administración norteamericana.

No nos podemos distraer con las teorías de quienes, opuestos a los mecanismos de mercado, pretenden decir que todas estas acciones empeoran la distribución del ingreso y aumentan la pobreza. La evidencia en Latinoamérica no conduce a esa conclusión. El BID ha señalado de manera clara la relación altamente positiva que une las mejorías en la distribución del ingreso en los 90, la aceleración en la tasa de crecimiento y los logros en la lucha contra la pobreza, con las reformas estructurales acometidas en el Hemisferio. Aunque de manera transitoria puede haber un deterioro en la distribución del ingreso por la mayor demanda de personal calificado, diferentes estudios también han encontrado que sólo aquellos países que han promovido estas reformas han logrado mejorar sus tasas de crecimiento y sólo los que han perseverado en ellas han podido mantener o acelerar su crecimiento económico.

Además de profundizar algunas de estas reformas, es necesario recuperar condiciones que permitan el fortalecimiento de nuestro sector financiero sensiblemente afectado por las condiciones recesivas de la economía colombiana a lo largo de los últimos años. El reciente impuesto a las transacciones financieras debe ser temporal para no afectar de manera permanente las potencialidades de crecimiento de nuestra banca. Sin duda la banca privada, la única que en el momento está cumpliendo su función en nuestra economía, ha sido discriminada y afectada en el proceso de dramático deterioro de la banca pública. No se que dirán ahora los que lograron detener el proceso de privatización de nuestra banca publica.

Es también necesario continuar mejorando nuestro sistema tributario y su administración para corregir tasas de tributación empresarial demasiado elevadas. En particular se deben reducir los impuestos al empleo, difíciles de justificar en las actuales circunstancias.

Igualmente, debemos proseguir con el proceso de reformar nuestras instituciones de comercio exterior y no sólo eliminar las recientes sobretasas sino en unos pocos años bajar un poco más los impuestos al comercio exterior como lo vienen haciendo los países latinoamericanos que están a la vanguardia en crecimiento económico. Así mismo, sería deseable diseñar un esquema arancelario más uniforme.

Espero que estas opiniones no se interpreten como una crítica a la gestión del ministro Santos, quien con realismo político corrigió, con la aprobación del Congreso, buena parte del déficit fiscal. Los dos asumieron con coraje medidas que resolvieron el problema más grave de estabilidad cambiaria y financiera de la economía colombiana, pero que en buena medida deben ser transitorias.

Hay que dar más espacio a la iniciativa privada en la provisión de servicios de infraestructura, y crear de nuevo las condiciones para un rápido crecimiento del empleo y la inversión privada. Hay que darle un marco jurídico claro que permita aprovechar las fortalezas del sector privado para ayudar a resolver los problemas de los pobres en vivienda, educación y recreación, tal como se ha venido haciendo de manera exitosa en salud.

Hay que resembrar la confianza de que el país puede volver a crecer a tasas del 5 o 6%, a pesar de la persistencia de algunos factores de violencia. El mundo entero ha sido testigo de que eso ha sido posible en Colombia por décadas. Renunciar a esa posibilidad es entregarle las llaves de nuestro crecimiento a los adalides de la violencia.

Frente al desempleo es necesario también avanzar hasta donde sea posible en concertación con los empresarios y trabajadores, tal como se hizo en España, para mejorar la flexibilidad laboral y preparar mejor a productores y trabajadores para su inserción en la economía global. No comparto las opiniones de quienes creen que estas medidas solo se pueden adoptar en tiempos de prosperidad. Por el contrario hay que hacer de la crisis de desempleo una oportunidad para corregir los aspectos institucionales que conspiran contra el empleo.

Bajar la inflación a un dígito constituye un significativo logro tanto de la Junta del Banco de la República como del Gobierno y es algo que no se debe sacrificar en ninguna coyuntura económica. Sé que algunos dicen que eso ha sido posible por la recesión, pero cuántas veces en Latinoamérica se dejaron pasar oportunidades de bajar la inflación en situaciones recesivas. Obviamente la recesión agrava los problemas sociales que debemos enfrentar, haciendo aún más urgente su tratamiento, pero por más compleja que sea nuestra realidad política y social, no podemos olvidar que no hay política pública que sea sustituta de una buena política macroeconómica, que resuelva los desbalances fiscales, cambiarios o monetarios.

Las teorías de gradualismo, que tan útiles han resultado en términos políticos, no nos pueden paralizar en nuestra voluntad reformista ni alejar de la claridad que requerimos sobre el modelo económico que el país necesita para su desarrollo, y cuya vigencia es hoy más imperativa que nunca para defender la viabilidad de los sectores productivos exportadores y para recuperar nuestra capacidad de crecimiento y con esto combatir efectivamente el desempleo.

Éstas son apenas algunas de las muchas tareas que debemos acometer en la búsqueda de una Colombia más pacífica, más democrática y más igualitaria. A lo ancho del globo hay algunos que creen que la globalización está borrando todas las fronteras y que la soberanía se está diluyendo en medio del vertiginoso circular de la información y de los capitales. Estos creen por lo tanto que en un futuro el Estado será menos poderoso y hasta prescindible. Yo no sé si tal cosa va a ocurrir en sociedades desarrolladas de otras latitudes. Pero eso no es lo que está ocurriendo en las Américas y no es lo que ocurrirá en Colombia.

La conclusión a que se llega, después de revisar este acervo de información académica de la Misión Alesina, es bien simple: sólo recuperando el camino y acelerando el ritmo de las reformas económicas, políticas, institucionales y sociales podrá Colombia salir del marasmo. Sólo retomando ese sendero reformista con liderazgo democrático, construyendo un Estado moderno y eficaz, responsable en lo social y promotor de la iniciativa privada, podrá el país encontrar su camino al desarrollo con paz y equidad. Sólo con más reformas y más democracia podremos responder a las renovadas expectativas de nuestros compatriotas.

Quisiera pensar en línea con el historiador mexicano Héctor Aguilar Camín, en el sentido de que estamos andando no sobre las cenizas sino sobre las semillas de la nueva Colombia.