Discursos

ÓSCAR ARIAS SÁNCHEZ, PRESIDENTE DE LA REPÚBLICA DE COSTA RICA
DEJEMOS DE NOMBRAR LA LIBERTAD Y EMPECEMOS A CONSTRUIRLA

5 de diciembre de 2006 - Washington, DC


Señora Presidenta del Consejo Permanente, señor Secretario General Adjunto, señores embajadores y representantes permanentes, señores observadores permanentes, amigas y amigos:

Me acerco a este estrado con agradecimiento y humildad. La Organización de Estados Americanos es una tribuna desde la cual las naciones de este continente pregonamos los más profundos sueños de nuestra gente. Hondas ilusiones y grandes utopías ha albergado este recinto; aquí, más que en ninguna otra organización del mundo, se respira el espíritu de la libertad, el espíritu americano por excelencia.

Sólo las naciones que conformamos esta organización comprendemos el pesado fardo que nuestra América carga sobre sus hombros: el de ser la gran promesa del hombre, el epicentro de los ideales y los sueños no realizados del resto del planeta. Todas las expectativas cifradas sobre las míticas expediciones al Nuevo Mundo siguen persiguiendo hoy a los habitantes de América. La sola noción de que un mundo nuevo era posible, nos hizo correr la suerte de ser el gran experimento humano, en el que miles de teorías podían ser probadas. Fuimos la tabula rasa de la historia, la hipótesis demostrable, por ello no sorprende que aquí hayan tenido cabida, y sigan teniendo, las más insólitas y creativas formas de concebir la vida en sociedad.

Quizá este fenómeno haya tenido mayor profundidad en la realidad de América Latina, que en ocasiones parece estar destinada a ser la loca de la casa. Como dijera García Márquez, en un célebre discurso, el nudo de nuestra soledad radica en la intención del resto del mundo de pretender medirnos con modelos que no eran los nuestros. Y eso es cierto. Pero estoy convencido de que también la soledad de América Latina proviene de su intención de aislarse completamente del cauce histórico, de pretender sistemas tan originales que olvidaran las más elementales lecciones del devenir humano. El camino de la autarquía latinoamericana, pasó no sólo por el proteccionismo comercial, sino también por el proteccionismo intelectual: sólo en ese contexto, se explica que en nuestras naciones existan todavía proyectos de democracias sin oposición, elecciones sin partidos, libertad de expresión con censura oficial, y tantas y tan variadas ocurrencias de caudillos pasados y presentes, que en el resto del mundo probaron ser erradas, pero en Latinoamérica no sólo no se extinguen, sino que en épocas recientes parecen vigorizarse.

La formación de la América de ensueño, de la que Latinoamérica fue víctima fatal, padeció desde un inicio de un mal epistemológico: esta, como ninguna otra región del mundo, sucumbió al error de creer que los nombres entrañaban los objetos, y que las declaraciones de paz, de libertad, de democracia y justicia, no eran menos que conjuros que hacían aparecer, por prodigio inexplicable, las realidades que añorábamos. Fuimos producto del error original, el del descubrimiento de las Indias orientales; pero nuestra identidad se ha configurado, desde entonces, con la ayuda de infinitos errores derivados, el más importante de los cuales fue la convicción de que América sería la tierra de la libertad, sólo porque así se le llamara. Cinco siglos hemos cargado con esa gran paradoja: la de haber sido libres en el nombre, mucho antes de serlo en la realidad.

Esta organización no escapa al fenómeno de la magia verbal. En 1948, la Organización de los Estados Americanos firmó su Carta constitutiva en la que los países miembros afirmaron, con ejemplar vehemencia, estar:

Convencidos de que la misión histórica de América (era) ofrecer al hombre una tierra de libertad (…)
Y que la democracia representativa (era) condición indispensable para la estabilidad, la paz y el desarrollo de nuestra región.

En ese momento, como en tantos otros episodios de la historia americana, fuimos el nombre antes que la realidad.
Durante la vigencia de esta Carta, cruentas represiones e inimaginables violaciones a los derechos humanos se sucedieron impunemente en la región. Durante la vigencia de esta Carta, prácticamente todas las naciones de Latinoamérica soportaron el yugo de la dictadura. En medio de floridas descripciones de la democracia y la libertad, en medio de profusas proclamas de respeto al hombre y al ciudadano, miles de personas fueron asesinadas, torturadas y expatriadas en esta franja del mundo.

No quiero desvirtuar con esto la importancia de la Organización de Estados Americanos. Todo lo contrario, aquí mismo quiero reafirmar mi profunda convicción de que es en el seno de este recinto en que nuestras grandes diferencias y contrastes como región, pueden encontrar armonía.
Sólo quiero reflexionar sobre el hecho de que la existencia de esta organización, y las declaraciones que de ella emanan, por más que sean necesarias, no son suficientes para asegurar nuestras débiles democracias. Es hora de invertir esa práctica y empezar por conquistar la realidad antes de nombrarla; labrar los requisitos fundamentales de las democracias, antes que proclamarnos ante el mundo como la tierra de la libertad.

Es hora de encarar nuestra región y auscultar si la célebre definición de Lincoln en Gettysburg, la del gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo, es cierta en nuestras naciones. La pregunta más importante que tenemos que responder, si queremos de verdad asegurar la vigencia de la democracia en el continente, es, ¿qué poderes tiene el pueblo en nuestros países?
Antes que nada, debemos señalar que no es real el poder de un pueblo con hambre. Existe una noción básica que a menudo olvidamos y es la de que, si bien es cierto que la prosperidad y el crecimiento económico no son condiciones suficientes para el sostenimiento de los regímenes democráticos, también es cierto que en su ausencia la tarea de mantener nuestras libertades se vuelve titánica. Las tentaciones autoritarias surgen con mayor facilidad ahí donde el hambre, la ignorancia y la frustración abonan el terreno para el mesianismo. Los falsos redentores de los pueblos americanos, sólo pueden surgir en pueblos convencidos de su necesidad de ser redimidos, y en un continente en que cientos de millones de personas viven con menos de dos dólares al día, les aseguro que el Mesías suena mucho más plausible que la democracia.

Para muchos habitantes de América Latina, el tránsito de la dictadura a la democracia no ha sido más que un juego de palabras. América sigue siendo azotada por los mismos infortunios que hicieron aparecer las dictaduras en primera instancia, y muchos de sus habitantes siguen estando convencidos de que el trueque entre la libertad y los beneficios materiales, ese pacto faustiano que durante tantos años se ha celebrado en nuestras naciones, es requisito para alcanzar un progreso largamente deseado. Esto no es una elucubración ni un exceso retórico. En el año 2004, el Informe sobre la Democracia en América Latina, del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo, nos informaba que un 44,9% de los latinoamericanos apoyaría a un gobierno autoritario si éste resolviera los problemas económicos de su país.

En esas circunstancias, es claro que la gran transformación latinoamericana hacia la libertad, alcanzada por todas nuestras naciones con la notable excepción de Cuba, ha dejado de ser una transición irrevocable. Nuestro futuro corre un serio riesgo de convertirse en un viaje de vuelta al pasado. América Latina puede fortalecer sus sistemas democráticos y levantarse, como una sola voz y una sola esperanza, para que el pueblo cubano también disfrute de la libertad que le ha sido negada, o puede sucumbir de nuevo ante sus viejos demonios autoritarios, ante los cantos de sirena del caudillismo y el populismo, de los que nuestros pueblos no han recogido más que una cosecha de hambre y de miseria.

Y es que en poblaciones marcadas por la pobreza, el pueblo pierde poder porque está dispuesto a cederlo a cualquiera que le ofrezca mejores condiciones de vida. América no puede decir que gobierna para el pueblo, ni que es gobernada por él, en tanto una parte considerable de su gente no tenga pan para comer, techo para cobijarse, ni condiciones elementales de acceso a la salud, la educación y la seguridad.
Sería necio decir que conozco, o que alguno de nosotros conoce, la ecuación que nos permite descifrar el inmenso drama humano de la pobreza. Pero más necio aún sería negar que la evidencia proporciona soluciones parciales y graduales, imperfectas y tentativas, pero no por ello menos reales. Aquí les mencionaré tres: el libre comercio, la inversión en educación y la reducción del gasto militar.
Sé que este recinto alberga una amplia gama de opiniones sobre las mejores formas de alcanzar un intercambio global que sea intenso y, a la vez, justo. Personalmente considero que el libre comercio es la vía más adecuada para lograr ese objetivo. Estoy convencido de que constituye un camino que, si se transita correctamente, conducirá a la creación de más bienestar para nuestros ciudadanos.

Mi país, Costa Rica, es un país de cuatro millones y medio de habitantes, uno de los más pequeños del mundo. Para un país como el mío y, de hecho, para todos los países en vías de desarrollo, no existe otra opción que profundizar su integración con la economía mundial. En épocas de globalización, la disyuntiva que enfrentamos los países en vías de desarrollo es tan cruda como simple: si no somos capaces de exportar cada vez más bienes y servicios, terminaremos exportando cada vez más personas.

Sólo si nos abrimos podremos desarrollar sectores productivos dinámicos, capaces de competir a escala internacional. Pero, sobre todo, sólo si nos abrimos podremos crear empleos suficientes y de calidad para nuestra juventud. Porque está ampliamente demostrado en América Latina que los empleos ligados a la inversión extranjera y a las actividades de exportación son, casi siempre, formales y mejor remunerados que el promedio.

La liberalización comercial puede ser defendida por sus méritos y por sus efectos beneficiosos para los más pobres. Pero quiero enfatizar que la defensa del libre comercio debe ser honesta y congruente. Debe buscar un intercambio comercial que, en efecto, sea igual de libre para todos los países; es decir, que no sea el libre comercio un ejemplo, otro más, de nuestra ilusa nomenclatura desprovista de realidad.

Los países en vías de desarrollo necesitamos ayuda para el desarrollo y solidaridad de parte de los países industrializados, pero, sobre todo, necesitamos de ellos coherencia. Que si pregonan el libre mercado, entonces que este sea, en efecto, libre. Que si defienden y practican en sus países admirables formas de justicia social a través de sus estados de bienestar, entonces que pongan una pizca de esa filosofía en práctica a escala internacional.

Al corregir estas prácticas anticompetitivas, los países desarrollados apuestan a mucho más que su integridad moral ante el mundo. La verdadera práctica del libre comercio quizá sea la única vía que dichos países tienen ante sí para solventar uno de sus más acuciantes problemas: la migración. En efecto, las migraciones no son un tema de seguridad, sino de desarrollo, y su solución compromete delicados aspectos de la relación entre países ricos y países pobres. A estas alturas, deberíamos estar avisados de sobra que no hay muro ni mar capaz de detener a los hambrientos, que la pobreza no necesita pasaporte y que la historia gira como una noria, y quien hoy se encuentra arriba, en otro momento ha mojado su espalda en el agua para alcanzar la tierra prometida.

La relación entre el libre comercio y las migraciones tal vez nos resulte más evidente, si consideramos que el total de la ayuda oficial al desarrollo que otorgan los países más desarrollados, es una cuarta parte de la suma que dedican en subsidios para proteger a sus agricultores, y una décima parte de la inversión que hacen en sus fuerzas armadas. En otras palabras, los países industrializados están levantando muros para detener a las personas, en lugar de demolerlos para permitir el paso de los bienes; como consecuencia, más y más personas pobres nadarán hasta sus costas y cruzarán sus fronteras, por no encontrar el camino para que sus productos, y no ellos, atraviesen las barreras.

Cuando decimos que la globalización y la apertura comercial ofrecen oportunidades extraordinarias para los países más pobres, debemos entender que tener oportunidades no es lo mismo que tener certezas. Para que la globalización sea una fuerza para el bien de los países en vías de desarrollo, es imprescindible que éstos acometan una serie de tareas impostergables. La más importante de ellas es la de invertir en desarrollo humano y, particularmente, en educación.

En América Latina, uno de cada tres jóvenes no asiste nunca a la escuela secundaria. Eso es no sólo una ofensa a nuestros valores, sino un crudo testimonio de falta de visión económica. Hoy, más que nunca, debemos entender que los fracasos en la educación de hoy, son los fracasos en la economía de mañana.

Solucionar las carencias de los sistemas educativos en los países en vías de desarrollo casi siempre demanda más recursos. Pero sobre todo requiere de voluntad política y claridad en las prioridades de la inversión pública. Tengo muy claro, en especial, que la lucha por mejores empleos a través de una mejor educación está muy ligada a la lucha por la desmilitarización y el desarme. Ciertamente no es un blasón de honor para nuestra especie que el gasto militar mundial haya sobrepasado en el año 2005 un trillón de dólares, la misma cifra que tenía en términos reales al acabar la Guerra Fría, y que represente ocho veces más que la inversión anual requerida para alcanzar en una década todos los Objetivos de Desarrollo del Milenio en todos los países del mundo. La inversión que hacen hoy en sus fuerzas armadas los países más industrializados de la tierra, responsables del 83% del gasto militar mundial, es diez veces superior a los recursos que dedican a la ayuda oficial al desarrollo. ¿Qué es esto, sino una muestra elocuente del extravío de las prioridades y de la más profunda irracionalidad?

El 11 de septiembre de 2001, el mismo día que los trágicos hechos ocurridos en los Estados Unidos sacudieron al mundo, esta organización adoptó la Carta Democrática Interamericana. Al hacerlo, los Estados miembros acordaron que la mejor forma de defender una nación, que la mayor garantía de seguridad para sus habitantes, proviene de la consolidación de las democracias en todo el mundo. Sin embargo, desde ese día, poco más de 200.000 millones de dólares se han añadido al gasto militar mundial. No existe un solo indicio que sugiera que este aumento colosal le está deparando al mundo un nivel superior de seguridad y un mayor disfrute de los derechos humanos. Por el contrario, cada vez nos sentimos más vulnerables y frágiles.

Es trágico que los gobiernos de algunos de los países más subdesarrollados continúen apertrechando sus tropas, adquiriendo tanques, municiones y aviones de combate para supuestamente proteger a una población que se consume en el hambre y la ignorancia.

En el año 2005, los países latinoamericanos gastaron casi veinticuatro mil millones de dólares en armas y tropas, un monto que ha aumentado un 25% en términos reales a lo largo de la última década y que ha crecido significativamente en el último año. América Latina ha iniciado una nueva carrera armamentista, pese a que nunca ha sido más democrática y a que prácticamente no ha visto conflictos militares entre países en el último siglo.

En esto, creo que los costarricenses tenemos derecho a sentirnos orgullosos. Desde 1948, por la visión de un hombre sabio, el ex- presidente José Figueres, Costa Rica abolió el ejército, le declaró la paz al mundo y apostó por la vida. Los niños costarricenses no conocen un soldado ni un tanque de guerra; marchan a la escuela con libros bajo el brazo y no con rifles sobre el hombro. Si existe un viejo refrán que señala que “cuando se abre una escuela, se cierra una cárcel”, yo quisiera añadir que “cuando se cierra un cuartel, se abren cien escuelas”.

Ese es un camino que ni mi país ni yo estamos dispuestos a abandonar. No solo eso: es una ruta que queremos que sea la de toda la humanidad. Por eso, hoy les reitero una propuesta que he mencionado ya en varios ámbitos internacionales: les propongo que entre todos demos vida al Consenso de Costa Rica, mediante el cual se creen mecanismos para condonar deudas y apoyar con recursos financieros internacionales a los países en vías de desarrollo que inviertan cada vez más en educación, salud y vivienda para su pueblo, y cada vez menos en armas y soldados. Es hora de que la comunidad financiera internacional premie no solo a quien gasta con orden, como hasta ahora, sino a quien gasta con ética.

He propuesto, también, que aprobemos lo antes posible un tratado sobre el comercio de armas que prohíba a los países la transferencia de armas a estados, grupos o individuos, si existe razón suficiente para creer que esas armas serán utilizadas para violar los Derechos Humanos o el Derecho Internacional. Hace poco, recibimos con beneplácito la noticia de que la Asamblea General de las Naciones Unidas acordó, por una abrumadora mayoría, la formación de un grupo de trabajo que en un plazo de un año hará las recomendaciones pertinentes para iniciar la elaboración del tratado. Esa es apenas una pequeña victoria. El camino que espera a esa iniciativa es largo, y el apoyo de los países miembros de este foro será fundamental para convertirla en realidad.

Tal y como lo señala el artículo 2 de la Carta de la Organización de Estados Americanos, uno de los propósitos esenciales de esta organización es, precisamente, alcanzar una efectiva limitación de armamentos convencionales que permita dedicar el mayor número de recursos al desarrollo económico y social de los Estados miembros. Eso quiere decir que el Tratado que les propongo y que la política que les sugiero no son sólo una invitación, sino una confirmación de los principios elementales a los que se adhirió América al momento de fundar esta organización.

Señor Secretario, señores Embajadores:

Si América está verdaderamente llamada a ser la tierra de la libertad, entonces es hora de que dejemos de nombrar la libertad y empecemos, con paciencia pero con decisión, a construirla. Para ello es preciso enfrentar la pobreza, que donde prolifera trae consigo la semilla de la violencia, del populismo y del autoritarismo. Pero, sobre todo, es preciso enfrentar el error epistemológico que desde hace siglos define la aventura histórica de América Latina, el de creer que las buenas intenciones y las palabras hermosas bastan para conjurar la realidad. A estas alturas deberíamos saber que no bastan. Ya deberíamos saber que es necesario rectificar costosos errores, corregir rumbos equivocados y abandonar destructivas costumbres que nos han condenado, desde hace mucho tiempo, a medrar en la antesala de la modernidad.

Si no vencemos hoy los temores y la hipocresía que impiden un comercio verdaderamente libre en el mundo, si no estimulamos a los países latinoamericanos a invertir sus recursos en la vida y no en la muerte, si no enfrentamos el aumento del gasto militar y el comercio de armas, condenaremos a nuestro continente a ser ya no el de la eterna promesa, sino el de la desilusión definitiva.

América, no invoco tu nombre en vano, nos dijo Neruda. En efecto, al decir América, no digamos sólo buenas intenciones, proclamas vacías o palabras gastadas.
Pronunciemos, más bien, el austero lenguaje de la acción, de los hechos, de las obras, del coraje cotidiano, de la genuina voluntad de cambio. Digamos, nada más, que estamos dispuestos a hacer de esta América no un mundo nuevo y prodigioso, sino un mundo, simplemente, mejor.

Muchas gracias.