Discursos

EMBAJADOR BLASCO PEÑAHERRERA
DISCURSO DEL PRESIDENTE DEL CONSEJO PERMANENTE EN LA SESIÓN INAUGURAL DEL 114 PERÍODO ORDINARIO DE SESIONES DE LA COMISIÓN INTERAMERICANA DE DERECHOS HUMANOS

25 de febrero de 2002 - Washington, DC


Señor Presidente, señoras y señores:

“Nos toca hoy participar en un acontecimiento en que habrían deseado estar presentes muchos de nuestros grandes hombres de la historia, una reunión que determinará que derechos y libertades se van a proteger internacionalmente en América y que decidirá sobre el perfeccionamiento de instituciones destinadas a garantizar internacionalmente esa protección y sobre la creación de otras entidades que aseguren jurídicamente aquellos derechos y libertades”.



Estas solemnes y premonitorias expresiones fueron parte del discurso que pronunció el señor Galo Plaza Lasso, ilustre ex -Presidente de mi país en funciones de meritísimo Secretario General de la Organización de los Estados Americanos, en la sesión inaugural de la Conferencia Interamericana Especializada sobre Protección de los Derechos Humanos, que se celebró en San José de Costa Rica el 7 de noviembre de 1969, para aprobar el trascendental compromiso interamericano contenido en la Convención Interamericana sobre Derechos Humanos

Digo que estas palabras del señor Plaza fueron premonitorias porque anticiparon la realidad actual, pese que fueron dichas en un tiempo en que era absolutamente improbable que la larga pesadilla de la llamada Guerra Fría tocara a su fin y, por consiguiente, era imposible suponer que pudiera iniciarse en la América situada al sur del Río Grande, el imperio casi total de la democracia representativa y, por ende, la vigencia de un sistema de protección y promoción de los derechos humanos que, a su vez, es la columna medular para el funcionamiento de las sociedades democráticas.

Lejos están ahora, afortunadamente, los días en que la violación de los derechos humanos era una política de Estado que, se dijo, era justificable como respuesta al acoso y la conspiración incesantes de la insurgencia y el terrorismo, inspirados en una ideología que disfrazaba su naturaleza represiva y totalitaria con la caperuza seductora de aspiraciones y valores de indudable validez. Hoy tenemos, en la casi totalidad de nuestra comunidad hemisférica, sistemas democráticos asentados en preceptos constitucionales y gobiernos emanados de la voluntad popular.

Y del mismo modo, si bien relativamente persisten todavía: la precaria situación del derecho a la justicia y al debido proceso, los abusos y hasta las perversiones policiales y los obstáculos todavía insalvables para la vigencia plena de los derechos económicos, sociales y culturales, estos hechos, no responden a una política de Estado y, por ello, pese a todas sus limitaciones y problemas, la situación general de los seres humanos en esta parte del mundo, es enteramente diferente de lo que fue hace pocos años, e indiscutiblemente mejor de lo que sigue siendo en otros lugares del planeta.

Este avance tan importante ha sido consecuencia, en gran medida, de la actividad perseverante, lúcida y valerosa de los órganos creados en San José de Costa Rica en 1969 y de los que, como el señor Plaza lo anticipara, se han ido añadiendo y perfeccionando para garantizar jurídicamente el goce de los derechos y libertades inmanentes de la persona humana.

Por supuesto, estamos todavía lejos –y en cierto sentido lo estaremos siempre- de haber logrado la perfección. Por eso conviene –y mucho- que, al margen del habitual intercambio de auto elogios y auto complacencias, hagamos propicias, ocasiones como ésta, para analizar objetivamente la realidad y para adoptar, en consecuencia, las medidas de avance o corrección que resulten pertinentes.

Para comenzar con lo esencial: la dotación de recursos a los órganos del sistema, es innegable que no hemos traducido en términos prácticos y lógicos, nuestra convicción sobre la importancia de la tarea que les hemos encomendado. El “incremento sustancial” de las asignaciones presupuestarias, del que venimos hablando en innumerables foros y reuniones, no se ha concretado todavía, no obstante ser evidente que, en el caso de la Comisión, el limitado número de profesionales con que cuenta, imposibilita un manejo adecuado del cada vez más complejo y creciente número de casos que se le plantean; y que, en el de la Corte, la periodicidad de sus reuniones hace imposible, no solo la aspiración de instituir el acceso directo a su amparo jurisdiccional, sino aún la eficacia plena de su actual funcionamiento.

De otro lado, aún cuando no se conoce con certeza la variación cuantitativa y la condición cualitativa de los recurrentes (en el orden de su situación personal y en cuanto al tipo de delito del que fueron imputados), es obvio deducir que la posibilidad de acceso al amparo de la Comisión constituye un verdadero privilegio, por los altos costos que implica el patrocinio profesional de las peticiones. Por lo mismo, conviene adoptar medidas apropiadas para facilitarlo. Por cierto, sin menoscabo de la severidad con la que debe ser adoptada la resolución de admisibilidad. Digo esto último porque tampoco cabe que, con el ánimo de facilitar el acceso de los peticionarios, se acentúe y generalice el malentendido de estimar a la Comisión como una especie de “tribunal de alzada” o de “cuarta instancia”, competente para rectificar sentencias ejecutoriadas de los tribunales nacionales en todos los campos del derecho, e inclusive, con potestad para desestimar pronunciamientos plebiscitarios. Esto, además de inadmisible, no cabe –y así lo ha reiterado en más de una oportunidad la propia Comisión- porque, de persistir y tomar cuerpo tal malentendido, el crecimiento aluvial de los casos en trámite haría físicamente imposible el funcionamiento de la Comisión, pese a todos los recursos de que se le pudiera dotar para el efecto. Y del mismo modo, crearía en los Estados Parte –cosa que, por ejemplo, ya sucede en el Ecuador- una incesante y desmesurada acumulación de procesos que deben ser manejados en términos perentorios, por varias instancias administrativas y judiciales, lo que hace imposible una defensa eficaz de los legítimos intereses del Estado.

En otro orden de ideas, es importante defender y apoyar la autonomía técnica de la Comisión en el ejercicio de sus funciones, y poner de relieve su calidad de órgano consultivo de la OEA en la materia de su competencia, así como la condición de la Secretaría Ejecutiva que es, por mandato de la Carta y del Pacto de San José, parte de la Secretaría General de la Organización. En estos términos, uno de los aportes más relevantes de la Comisión ha sido la formulación de recomendaciones a los gobiernos para que adopten medidas progresivas a favor de los derechos humanos en su legislación interna y sus preceptos constitucionales. En tal sentido, como lo señala la jurisprudencia de la Corte, es esencial que los países realicen sus mejores esfuerzos para aplicar las recomendaciones de la Comisión y, concomitantemente, que los órganos políticos de la OEA, asuman y ejerzan el papel de “garantes colectivos” de este acatamiento. Pero no se puede ir más allá. Es decir, llegar a considerar tales “recomendaciones”, como mandatos conminatorios.

Por último, no se puede ignorar que estamos viviendo una época de bullente efervescencia política y de incremento delincuencial sumamente peligrosas. La agudización de la pobreza y la insalubridad, la crisis educativa y el apogeo de la corrupción, están provocando un crecimiento exponencial de la violencia delictiva, virtualmente en todos nuestros países, junto al poderío cada vez mayor del crimen internacional organizado. Del mismo modo, luego de lo acontecido el último 11 de septiembre en este país sede de la Organización, no se puede desconocer la apocalíptica magnitud a la que puede llegar el terrorismo internacional y la necesidad, consecuentemente ineludible, de una acción colectiva, concertada, dinámica, franca y vigorosa.

Tan dramática situación demanda de nuestros gobiernos, al par que la intensificación de sus esfuerzos frente a los problemas sustantivos del conflicto social, una ineludible firmeza para imponer la ley y mantener el orden público; es decir, para garantizar el derecho esencial a vivir sin temor ni incertidumbre. Este es el problema crucial de este tiempo; esta es la demanda que mueve a las mayorías conscientes de todas las comunidades del hemisferio; este es, en consecuencia, el enfoque fundamental que debe tener nuestra política de protección y promoción de los derechos humanos.

Para terminar, y sin pretender referirme a las conclusiones del largo diálogo que se ha venido dando desde tiempo atrás en materia del perfeccionamiento y fortalecimiento del sistema interamericano sobre derechos humanos, quisiera expresar mi convencimiento de que el inaplazable avance de esta tarea, se deberá dar en forma gradual y transparente, como un esfuerzo compartido, con roles que no deben ser trastrocados para no alterar la naturaleza misma del sistema y poner en riesgo los importantes avances logrados hasta el momento.

En estos términos, expreso a nombre y en representación del Consejo Permanente de la Organización de los Estados Americanos, a esta centésima décima cuarta reunión de la CIDH, los más cordiales votos por su acertada y exitosa realización.

Gracias.