América Latina y el Caribe es hoy sin duda la región con mayor incidencia de violencia letal en el mundo. Muchos de los países y de las ciudades con mayor tasa de homicidios se localizan en nuestra región. Otro dato aún más alarmante es que, mientras la tendencia global ha sido de reducción de los homicidios en las últimas décadas, América Latina ha seguido el camino inverso. Este escenario es fruto de muchos factores. Uno de ellos es que ni la sociedad ni las políticas públicas le han concedido al tema una importancia a la altura de su gravedad.
En un estudio recién divulgado, el Laboratorio de Análisis de la Violencia de la Universidad del Estado de Río de Janeiro analizó los programas de reducción de homicidios existentes en la región y encontró un total de 93. Dos tercios de ellos fueron creados en los últimos diez años. La mayoría son iniciativas de gobiernos nacionales, algunos proceden del poder regional o local y unos pocos provienen de la sociedad civil. Aproximadamente un tercio contó con apoyo de alguna institución internacional. Como sería esperable, estas iniciativas son más frecuentes en sub-regiones de alta incidencia, como América Central, Colombia o Brasil, y más escasas en áreas con baja tasa de homicidios, como los países andinos y los del Cono Sur. Algunos de los grupos preferenciales a los que los programas están dirigidos son los jóvenes, las mujeres y las víctimas o testigos de procesos penales.
La mayoría de los programas de prevención de la violencia existentes no se focaliza específicamente en los homicidios sino que son abordajes más generales que tienen, a lo sumo, apenas un componente de reducción de violencia letal. De esa forma, el homicidio suele ser contemplado de forma transversal e interpretado de una de las tres formas siguientes: a) como producto de causas que son comunes a otros comportamientos violentos; b) como fruto de otros actos criminales, cual sería el robo seguido de homicidio; c) como un resultado extremo de un continuo de violencia, por ejemplo en el caso de los femicidios. Los propios órganos internacionales con protagonismo en el área de prevención de la violencia tienden a apoyar esta visión más general. Por su parte, la tasa de homicidios es a menudo usada en los programas como una métrica de la violencia en general, como un criterio de selección de áreas beneficiadas o como una meta final, pero son escasas las intervenciones que describen con precisión el modo cómo sus acciones deberían provocar una disminución de las muertes.
A pesar de su limitado número, los programas de prevención de homicidios destacan por su variedad y contemplan desde el control de factores de riesgo, como alcohol y armas de fuego, la realización de campañas para promover una cultura de paz o la protección a grupos de riesgo, hasta intervenciones policiales en áreas críticas, la mejora de las investigaciones criminales, la reducción de la letalidad policial o la reinserción de los protagonistas de la violencia. En algunos casos, se intenta mediar o negociar con grupos armados para reducir el daño. Estos últimos ejemplos en los que hay un involucramiento directo con los perpetradores de la violencia son, por un lado, los que mostraron mayor capacidad de reducir significativamente la violencia en períodos cortos, pero, por otro, son también los más controvertidos y los que presentan mayores riesgos sociales y políticos.
La mayoría de los programas de reducción de homicidios son clasificados como de prevención terciaria, esto es, dirigidos a personas que ya sufrieron o cometieron actos de violencia para evitar la reincidencia y la revictimización. La prevención secundaria, destinada a grupos de riesgo, viene en segundo lugar y la prevención primaria o universal, en tercero. Esto constituye otra evidencia adicional en favor de la necesidad de focalizar las políticas para obtener mejores resultados.
Desgraciadamente, sólo un quinto de los programas fueron sometidos a evaluaciones de impacto rigurosas, lo que significa que aún desconocemos la eficacia o la eficiencia exactas de muchas de ellos. Eso se debe a diversos factores, como la debilidad de los datos, la ausencia de una cultura de evaluación en este campo y la propia dificultad técnica para evaluar impactos en este área. Entre los elementos que limitan la evaluabilidad de este tipo de intervenciones podemos mencionar: la existencia de efectos diferenciados a corto, medio y largo plazo; la presencia de cambios legislativos o programas universales ante los que es imposible generar grupos de control; la relativa infrecuencia del fenómeno del homicidio, lo cual dificulta la aplicación de testes de significancia estadística; la existencia de programas que reúnen un elevado número de acciones simultáneamente sobre un territorio, con lo que es casi imposible evaluar el impacto de cada una de ellas; el desplazamiento criminal de la violencia en los territorios intervenidos a otros territorios; y el hecho de que la fuente principal para evaluar proyectos desarrollados por instituciones son los datos producidos por esas mismas instituciones, lo que puede comprometer la validez de estos últimos. Así, es común que las evidencias utilizadas en la formulación y evaluación de las iniciativas de reducción de la violencia en América Latina procedan de estudios realizados en Estados Unidos o en Europa, o sea, de realidades muy distantes de aquellas en que los programas son aplicados.
De cualquier forma, somos conscientes de que no hay recetas universales que puedan ser aplicadas uniformemente en todos los lugares o contextos, por lo que un diagnóstico y una reflexión sobre cada contexto local son indispensables. Sin embargo, el estudio no deja lugar a dudas de que los gestores públicos y las sociedades que deseen enfrentar el problema disponen de un amplio abanico de opciones para elegir. La inacción o la omisión no debería ser, ciertamente, una de ellas.
Categoría: | Publicaciones |
País: | Brasil |
Idioma: | Español |
Año: | 2016 |
Institución: | n/a |
Autor: | Dr. Ignacio Cano |