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Discurso del Comisionado Rodrigo Escobar Gil, Relator de la CIDH sobre los Derechos de las Personas Privadas de Libertad
Washington, D.C., 9 de mayo de 2013
Desde hace cinco décadas la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (en adelante “la Comisión” o “la CIDH”) ha venido dando seguimiento a la situación de las personas privadas de libertad en las Américas por medio de sus distintos mecanismos tanto contenciosos, como de monitoreo; sobre todo, a partir del establecimiento en marzo del 2004, de su Relatoría sobre los Derechos de las Personas Privadas de Libertad.
Así, la CIDH ha observado que uno de los principales problemas observados por la CIDH en la región es el uso excesivo de la detención preventiva como medida de asegurar la comparecencia en juicio de las personas procesadas penalmente. Los presos y presas sin condena constituyen un caso de especial gravedad por cuanto son personas privadas de libertad que se encuentran teóricamente amparadas por la presunción de su inocencia. En la práctica, el empleo de esta medida privativa de la libertad se ha convertido en la regla general, llegando a aplicarse casi de forma automática, desnaturalizándose así el sentido que le da el derecho internacional de los derechos humanos e, incluso, en contravención de los ordenamientos constitucionales y legales de los propios Estados.
En este sentido, la Comisión Interamericana a lo largo de los últimos quince años se ha pronunciado con respecto a este problema en sus Informes de País relativos a: Venezuela (2009), que presenta un 65% de personas sin sentencia condenatoria firme; Bolivia (2007), donde el 75% de las personas privadas de libertad está en detención preventiva; Haití (2005), donde esta cifra llega al 85%; Guatemala (2001), en la que se observó que aproximadamente dos terceras partes de los reclusos se encuentran en esta situación; y Paraguay (2001), país en el que se informó que la población de personas privadas de libertad sin condena representaba el 90% del total de la población reclusa. Además, en otros informes previos como el de Perú (2000), en el que según cifras oficiales el porcentaje de presos sin condena era de 52.07%; República Dominicana (1999), donde el 70% de la población carcelaria no había recibido sentencia; Colombia (1999), donde se destacó que el porcentaje de presos sin condena era del 45%; y Ecuador (1997), en el que se registró que el 70% de los encarcelados estaba en espera de juicio. En su Informe Especial de País de México, la CIDH también se refirió al uso excesivo de la detención preventiva como uno de los principales problemas detectados, sin embargo no se refirió a cifras concretas.
Por su parte, la Relatoría sobre los Derechos de las Personas Privadas de Libertad, en sus visitas de trabajo, ha sido constante en observar, entre otros aspectos, la situación de las personas en prisión preventiva. Así por ejemplo, en el curso de su reciente visita a Uruguay (2011), la Relatoría constató que a nivel nacional el 65% de los reclusos aún estaban en calidad de procesados, siendo esta cifra del 71.8% en las áreas rurales. Igualmente, en su visita de trabajo a la Argentina (2010) recibió información según la cual más del 70% de los reclusos de la Provincia de Buenos Aires no tenían sentencia definitiva en sus causas.
El empleo generalizado de esta medida es la consecuencia de una serie de factores interrelacionados, como: la falta de aplicación de medidas sustitutivas (como el depósito de una fianza, la obligación de reportarse regularmente ante el juzgado o la policía, y el arresto domiciliario); las deficiencias y falta de celeridad en los procesos de investigación; las deficiencias en el acceso a asesoría legal; la mora judicial; la inversión de la carga de la prueba de manera, que el acusado debe probar el por qué la prisión preventiva no debía ser ordenada; la falta de independencia de los jueces penales frente a la presión que proviene de otros poderes del Estado y de la opinión pública y, en definitiva, la renuencia de los operadores de justicia a considerar que esta medida sólo debe aplicarse cuando sea estrictamente necesaria, para asegurar que el acusado no impedirá el desarrollo eficiente de las investigaciones ni eludirá la acción de la justicia, lo cual debe ser debidamente fundamentado y acreditado por el propio Estado.
El empleo excesivo de la detención preventiva es, a su vez, una de las principales causas de hacinamiento en los centros de privación de libertad de la región, no sólo en los penitenciarios, sino también en aquellos destinados a la detención transitoria de personas. El hacinamiento de personas privadas de libertad constituye, en sí mismo, una forma de trato, cruel, inhumano y degradante, violatoria del derecho a la integridad personal en los términos de los artículos 5.1 y 5.2 de la Convención Americana. El hacinamiento además incrementa los niveles de violencia y fricciones entre los reclusos; dificulta que éstos dispongan de un mínimo de privacidad; reduce los espacios de acceso a las duchas, baños, el patio; facilita la propagación de enfermedades; constituye un factor de riesgo de incendios y otras situaciones de emergencia; impide el acceso a las ya escasas oportunidades de estudio y trabajo, con las consecuencias que ello acarrea; y, en definitiva, genera serios problemas en la gestión de los establecimientos penitenciarios; afectando, por ejemplo, la prestación de los servicios médicos y el ejercicio de los esquemas de seguridad de la cárcel.
Otra consecuencia del hacinamiento es la imposibilidad de clasificar a los internos por categorías, por ejemplo, entre procesados y condenados, lo que en la práctica, genera una situación generalizada contraria al régimen establecido por el artículo 5.4 de la Convención Americana. Además, es claro que el Estado debe dar a los procesados un trato distinto, acorde con el respeto de los derechos a la libertad personal y a la presunción de inocencia.
De igual forma, el mantener a una persona bajo régimen de detención preventiva por un período prolongado, crea una situación de hecho en la que los jueces son mucho más propensos a dictar sentencias condenatorias para, en cierta forma, avalar su decisión de haber encarcelado ya al acusado durante el juicio. Así, una eventual sentencia absolutoria sería un reconocimiento de que se privó de libertad por mucho tiempo a un inocente. Con lo cual, la prolongada detención sin juicio de una persona constituye, en cierta forma, una presunción de culpabilidad. A este respecto, tanto la Corte Interamericana, como la Comisión han señalado, reiteradamente, que la aplicación de la detención preventiva a una persona no puede constituir una pena anticipada, previa a la determinación de su responsabilidad penal de acuerdo con las normas del debido proceso legal.
Además, las personas sometidas a prisión preventiva sufren un serio impacto económico, ya que corren el riesgo de perder sus trabajos, verse forzados a vender sus pertenencias para sufragar gastos del proceso y de su estancia en prisión (en las que por lo general hay que pagar por comida, espacios, protección…) y, eventualmente, debido a este impacto, pueden incluso verse desalojados de sus viviendas. Todo lo cual afecta directamente a aquellos que dependen económicamente de la persona detenida, agravándose así los efectos socioeconómicos de la aplicación de esta medida.
Para contribuir a cambiar esta situación, la Relatoría estima necesario emitir recomendaciones específicas a los Estados que contengan estándares que sirvan de guía para proteger efectivamente los derechos de las personas privadas de libertad. Las recomendaciones funcionan como guías que permiten a los Estados cumplir con las obligaciones internacionales emanadas de la Convención Americana sobre Derechos Humanos y sus protocolos. Las recomendaciones tienen la finalidad de apoyar a los Estados en el cumplimiento de sus obligaciones bajo el derecho internacional de los derechos humanos y así establecer las medidas que tienen que adoptar para implementar las normas regionales. A través de sus recomendaciones, la Comisión fija acciones prioritarias y consolida el desarrollo de los estándares del sistema interamericano de derechos humanos. De esa manera, una vez elaborada una recomendación por la CIDH, se espera que el o los Estados la implementen como norma, modelo, guía o estándar de conducta. Es de aclarar que los estándares consisten en parámetros mínimos establecidos por instrumentos internacionales, por la jurisprudencia de los órganos de supervisión y/o por las recomendaciones -en este caso de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos- para la promoción y protección de los derechos humanos, en este proyecto, de las personas privadas de libertad.
Asimismo, desde la Relatoría hemos venido reiterando en distintos foros que en una sociedad democrática los Estados deben adoptar políticas públicas integrales orientadas a superar las graves deficiencias estructurales presentes y lograr, que el sistema penitenciario esté realmente orientado al cumplimiento de los fines de las penas privativas de libertad: la rehabilitación de las personas condenadas penalmente. Estas políticas públicas deberán tener las siguientes cuatro características esenciales:
Continuidad: es decir, que sean asumidas como un asunto de Estado y que su ejecución no se vea afectada por los sucesivos cambios de gobierno y de autoridades penitenciarias. / Marco jurídico adecuado: es preciso que exista un marco legal apropiado, que cuente a su vez con una reglamentación que lo instrumentalice. / Presupuesto suficiente: la asignación presupuestaria es el medidor real de la voluntad política de los gobiernos, sin una asignación presupuestaria suficiente, relevante, se limita extremadamente la capacidad de implementación de estas políticas y en gran medida la efectividad de los distintos mecanismos positivos establecidos por la ley. / Integración institucional: la adopción de políticas penitenciarias debe constituir un compromiso que vincule a todas las ramas del poder público, en esta visión integral de las políticas penitenciarias deben considerarse también las consecuencias o el impacto que las reformas penales y la práctica judicial generan en el propio sistema penitenciario.
En este sentido, es importante recordar que el Estado es responsable como un todo del respeto y garantía de los derechos humanos de las personas privadas de libertad, y por lo tanto no puede considerarse que la institución o entidad directamente encargada de la administración penitenciaria es la única autoridad responsable de lo ocurra en este ámbito. Asimismo, los Estados deben adoptar las medidas legislativas, judiciales, administrativas y de otra índole conducentes a estabilizar, e incluso a reducir, el crecimiento de la población penitenciaria, dado que es imposible diseñar e implementar cualquier política pública integral orientada a la gestión penitenciaria y al cumplimiento de los fines de la pena cuando el número de personas que ingresan al sistema penitenciario continúa incrementándose aceleradamente, sobresaturando el sistema.