Discursos

JOSÉ MIGUEL INSULZA, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
SEGUNDO ENCUENTRO DE PORTAVOCES DE GOBIERNO DE LOS ESTADOS MIEMBROS DE LA OEA

14 de junio de 2007 - Montevideo, Uruguay


Entre el conjunto de elementos que componen la democracia, el acceso a la información pública resalta como un derecho fundamental y característico. Ninguna sociedad puede reputarse de pluralista, tolerante y basada en la justicia y el respeto mutuo sino garantiza a sus ciudadanos el derecho de informarse acerca de la labor de las instituciones públicas, de modo de contribuir a su mejoramiento y, por ese medio, a la gobernabilidad democrática. Se trata de un principio que los Estados del hemisferio no sólo deben compartir sino que están obligados a cumplir. Así se los exige el compromiso que contrajeron el 11 de septiembre de 2001 al suscribir la Carta Democrática Interamericana que, en su Artículo 4, expresa: “son componentes fundamentales del ejercicio de la democracia la transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa.”

Para nosotros, en la Organización de los Estados Americanos, el acceso a la información pública es un tema que mantiene estrecha relación con diversos aspectos de la agenda política regional, incluyendo en primer lugar la democracia y las condiciones de gobernabilidad democrática pero, junto con ellas, también cuestiones como la transparencia pública, la lucha contra la corrupción, el progreso de la justicia social y la mejora de la calidad de vida de los ciudadanos.

El derecho de toda persona a buscar, recibir y difundir información, está establecido en las convenciones universales e interamericanas sobre Derechos Humanos. Encierra una responsabilidad que alcanza dimensiones éticas, es intrínseco al compromiso entre gobernantes y gobernados y ha sido acogido de manera progresiva por las legislaciones de varios países del Hemisferio como una obligación hacia la ciudadanía.

En nuestra región hoy ya casi todos aceptan que garantizar y facilitar el acceso a la información pública es una condición para la transparencia de las acciones del Estado y un medio por el que se promueve y se facilita la participación ciudadana, la rendición de cuentas y la eficiencia en el manejo de los recursos públicos. De igual manera se acepta que decisiones informadas y conscientes son el supuesto necesario para el apropiado funcionamiento de la democracia y para el mejoramiento de las condiciones de gobernabilidad.

Sin embargo y no obstante la aceptación general de estos principios, en varios de nuestros países aún queda mucho por hacer para llevarlos a la práctica. Aún no existen políticas concretas y todavía no se han materializado las transformaciones institucionales necesarias para convertir en realidad el acceso a la información pública por parte de la ciudadanía.

Por ello es fundamental avanzar en acciones específicas, encaminadas a promover y facilitar ese acceso a la información pública. Es necesario, en primer lugar, reforzar los marcos legales que otorguen carácter de obligatoriedad a dicho acceso. En la actualidad sólo catorce países del Hemisferio cuentan con una ley de acceso a la información pública, dos más disponen de Decretos presidenciales relativos al tema y otros once se limitan a mencionar este derecho en la Constitución sin disponer de ningún tipo de normativa para su implementación. Existen también casos de países que cuentan con normas relativas al acceso a la información sobre áreas específicas de la función estatal, pero no con una ley genérica de acceso a la información pública.

Además de las acciones necesarias para un mayor desarrollo de los marcos legales, es preciso también realizar esfuerzos para hacer del acceso a la información estatal un elemento central de las políticas públicas. La mejor manera de robustecer la sociedad civil es brindar información a los ciudadanos acerca de sus derechos y sobre los programas de gobierno y para ello es fundamental la existencia de políticas públicas transparentes y la promulgación de leyes que garanticen el acceso a esa información, así como su cumplimiento.

El fortalecimiento mismo de la institucionalidad democrática depende de mayores niveles de transparencia. Un gobierno democrático, para serlo efectivamente, debe estar permanentemente dispuesto al control y al escrutinio público. Los gobiernos y los poderes públicos tienen la obligación y el mandato legal de ser responsables por sus actos y los ciudadanos tienen el derecho de exigir cuentas detalladas y comprometidas de ellos. Gobernar es asumir la responsabilidad de las decisiones. Para ello esas decisiones deben ser anunciadas previamente y luego debe rendirse debida cuenta de sus efectos asumiendo la responsabilidad correspondiente. Eso es auténtica democracia y auténtico buen gobierno.

Es nuestra obligación contribuir a la generación de una cultura de transparencia y rendición de cuentas en todos los ámbitos del quehacer público, sin excluir ninguno. Incluso más, para legitimar esta esfera de la acción gubernamental es deseable que la transparencia y rendición de cuentas comience por áreas tales como la observancia de los derechos humanos, la igualdad de género, la protección de las minorías, el mantenimiento del orden público, la seguridad individual, la defensa nacional y, por supuesto, el combate a la pobreza.

Las limitaciones que en nuestro continente afectan al derecho de los ciudadanos de estar informados tienen raíces profundas en nuestra cultura. En algunos Estados impera aún el secretismo como forma natural de comportamiento. En muchos casos las instituciones públicas no están organizadas estructuralmente de manera de hacer efectivo el derecho a la información de los ciudadanos, los funcionarios públicos tienden a manejar toda información como confidencial y los ciudadanos en general no son conscientes de su derecho a estar informados de lo que hacen sus gobernantes y representantes.

Una reciente sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos reconoció que el acceso a la información forma parte del derecho a la libertad de expresión. En dicha sentencia, relativa a un caso chileno, la Corte hizo referencia a importantes principios sobre la materia que deben ser incorporados en las legislaciones, entre ellos: máxima divulgación; obligación de los Estados de regirse por los principios de publicidad y transparencia en la gestión pública para que las personas ejerzan control democrático sobre ella; existencia de una obligación positiva de los Estados de suministrar la información que se les solicita; deber de los Estados de no exigir a quien solicita información que acredite un interés directo en ella; y obligación del Estado de dar respuesta fundamentada en aquellos supuestos en que pueda limitar el acceso a la información solicitada.

Por otra parte debemos aceptar que la falta de transparencia en la administración pública es el origen más frecuente de la corrupción. Se trata de un problema que tenemos la obligación de considerar con la mayor atención en todo esfuerzo por elevar la calidad de nuestros gobiernos. Para combatir el flagelo no hay más opción que la existencia de leyes y normas que regulen el lobby; que limiten y hagan transparente el financiamiento de las campañas políticas; que establezcan la obligatoriedad para la declaración de ingresos, propiedades e intereses de los servidores públicos y que hagan transparente los sistemas de adquisición de bienes y servicios por parte de los gobiernos. Sin elementos de ese tipo operando de manera permanente y acompañados de un eficiente sistema de contraloría de las actividades públicas, siempre existirá la posibilidad que funcionarios de gobiernos sean objeto de las presiones y la influencia del dinero.

La libertad de expresión, esto es el complemento inseparable del derecho a la información, también presenta limitaciones en nuestro continente. Y debe preocuparnos, y mucho, porque proclamar la libertad de pensamiento, esto es la capacidad inherente al ser humano de arribar por vía de su propio discernimiento a opiniones y creencias, e impedir al mismo tiempo que esas opiniones o creencias sean expresadas, es equivalente a negar la libertad misma de pensar.

La libertad de expresión es información y conocimiento. Todas las restantes libertades pueden ser otorgadas, pero si no son conocidas por su destinatario, el pueblo, es como si no existiesen. La libertad de expresión es esencial para garantizar una adecuada participación política, para lograr una efectiva inclusión de los distintos sectores de la población y para ejercer un control democrático de las actuaciones de los poderes públicos. La libertad de expresión permite que las personas puedan formarse su propia opinión política, compararla con la de otras personas, evaluar libremente su adhesión a una u otra postura dentro del espectro político y tomar decisiones informadas en los asuntos que les conciernen.

Ni los Estados ni ninguno de nosotros tenemos el derecho de ser mezquinos en la defensa de las libertades de pensamiento y expresión, porque ellas pertenecen a los seres humanos, no al poder. Como seres humanos nuestra obligación es, por ello, impulsarlas en todos los ámbitos del quehacer social: en los medios de comunicación masiva pero también en el trabajo; en la academia y en los partidos políticos; en los sindicatos y en las familias. Y nuestra obligación particular como gobernantes es promoverlas en el ámbito público, traducirlas en leyes y normas que las garanticen.

No se trata sólo de respetar tales derechos mediante la obligación de abstenerse de coartar la libertad de expresión; se debe hacer mucho más: es menester que los Estados diseñen y ejecuten políticas públicas destinadas a garantizar la vigilancia de ese derecho mediante leyes que eliminen cualquier forma de censura explícita o implícita, así como el castigo al desacato y la distinción entre personas públicas y privadas en el momento de establecer posibles responsabilidades por difusión de información de interés público.

Tales formas de censura y castigo son aún posibles porque muchos Estados miembros de la OEA no han adecuado su legislación penal a los estándares internacionales sobre la materia. La Comisión Interamericana de Derechos Humanos ha señalado que el tipo penal de desacato, que otorga especial protección al honor y reputación de los funcionarios públicos, es incompatible con el derecho a la libertad de expresión pues en una sociedad democrática los funcionarios públicos, en lugar de recibir tal protección especial, deben estar expuestos a un mayor nivel de crítica que posibilite el debate público y el control democrático de sus actuaciones.

Más complejo es el tratamiento de formas de presión indirecta que se sitúan en el marco del ejercicio legítimo de funciones públicas. Ello ocurre, por ejemplo, cuando en igualdad relativa de condiciones se otorga toda o la gran mayoría de la publicidad oficial a medios que apoyan al gobierno o cuando se aplican potestades gubernamentales legales con el fin de silenciar medios de comunicación adversos.

En estos casos, lo que está en cuestión no es la letra de la ley ni el derecho que asiste al Estado a aplicarla. El problema es que en estos casos se envía también una señal clara al resto de los medios provocando la autocensura y el temor.

Sin embargo, en nuestra región el Estado no es la única fuente de restricciones a la libertad de expresión, pues también lo es y de manera muy determinante la concentración de la propiedad de los medios. Cuando se arriba a una circunstancia de ese tipo frecuentemente las personas no reciben todas las perspectivas de los asuntos que les conciernen, lo que por cierto no contribuye a la efectiva vigencia de la libertad de expresión y de la democracia, que implica pluralismo y diversidad. Hoy es casi universalmente aceptado que la concentración y los monopolios en la propiedad y control de los medios, independientemente de que lo sea por Estados, individuos o empresas, afectan el pluralismo, componente fundamental de la libertad de expresión. El Parlamento Europeo, por ejemplo, ha planteado recientemente que “la democracia estaría en peligro si una voz única, con poder para propagar un solo punto de vista, llegase a tener dominio excesivo...”. Ese peligro existe hoy en la propiedad de los medios en varios países de nuestro continente.

Siempre en el terreno de la libertad de expresión no puedo dejar de expresar mi preocupación por la creciente violencia en contra de periodistas en nuestro continente. En los últimos doce meses por lo menos veinte personas fueron asesinadas en las Américas por motivos que podrían estar relacionados con el ejercicio de la actividad periodística y cuatro más han desaparecido. El asesinato o la agresión de periodistas por el ejercicio de su actividad profesional es la forma más brutal de coartar la libertad de expresión. Debo destacar sin embargo que, a diferencia de épocas anteriores, actualmente dicha práctica no es consumada mayoritariamente por agentes del Estado sino que son perpetradas por grupos criminales que ven la libertad de expresión o información como una amenaza a sus actividades.

La responsabilidad principal de los Estados en esta lamentable situación radica principalmente en la inexistencia de investigaciones efectivas que conduzcan a la sanción de los responsables materiales e intelectuales de dichos crímenes. Por ello es que nuestra Organización ha demandado una "rápida y eficaz" investigación en todos esos casos, demanda que reitero hoy con toda mi energía: es una obligación de los gobiernos de nuestro continente, si se reclaman democráticos, investigar acuciosamente los asesinatos, agresiones y amenazas a periodistas y castigar a los responsables.

Debo reiterar, para concluir, que estoy firmemente convencido de que sólo mediante la libre expresión y circulación de ideas será posible construir una sociedad libre. La discusión abierta y la información sin barreras, que incluya el escrutinio franco de la acción estatal y particularmente de la actividad gubernamental, facilita el consenso, permite que el crecimiento beneficie a todos y es un eficaz colaborador de la equidad y la justicia social.
Se trata de una tarea por cumplir y a ustedes, que han asumido la noble tarea de ser portavoces de las acciones de sus gobiernos, les corresponde un papel principal en el esfuerzo por llevarla a cabo. Les pido que no desmayen en esa tarea, para la que les deseo el mayor de los éxitos por el bien de la democracia.

Muchas gracias