Discursos

JOSÉ MIGUEL INSULZA, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
CEREMONIA SOLEMNE CONMEMORATIVA DEL 40 ANIVERSARIO DE LA ADOPCIÓN Y APERTURA A LA FIRMA DEL TRATADO PARA LA PROSCRIPCIÓN DE LAS ARMAS NUCLEARES EN LA AMÉRICA LATINA Y EL CARIBE

14 de febrero de 2007 - México, D.F.



Hace algo más de cuarenta años, en 1963, luego de que la llamada crisis de los misiles trajera dramáticamente hasta nuestro hemisferio los más apremiantes riesgos de la guerra fría, el presidente de México, licenciado Adolfo López Mateos, tomó la iniciativa de dirigirse a sus colegas de Brasil, Bolivia, Chile y Ecuador, que también habían manifestado una honda preocupación por los alcances de ese hecho, para proponerles que consideraran la posibilidad de un Acuerdo tendiente a alejar de nuestra región los peligros del armamento nuclear.
El resultado de esa feliz iniciativa es lo que celebramos orgullosamente hoy: el Tratado Para la Proscripción de las Armas Nucleares en la América Latina y el Caribe o Tratado de Tlatelolco, adoptado finalmente en 1967, mediante el cual los Estados de nuestra región acordaron no fabricar, hacer pruebas ni adquirir armas nucleares y, muy importante, tampoco aceptar en su territorio la instalación de esas armas por países de fuera de la zona. Fue el primer tratado de este tipo en el ámbito mundial y nos ha permitido, desde entonces, mantener a nuestra región libre de la amenaza de las armas nucleares.
No podemos sino iniciar este recuerdo asociándolo con la memoria del eminente internacionalista mexicano, Alfonso García Robles, embajador Representante Permanente de su país en Naciones Unidas y Canciller de México, cuyo nombre está ligado de manera indisoluble a este logro trascendental por el cual fue justamente galardonado en 1982, para orgullo de su país y de su pueblo, con el Premio Noble de la Paz.
En su afán por hacer efectivo el Tratado, los Estados de América Latina y el Caribe lo complementaron con dos Protocolos. Uno que exige a los países de fuera de la región pero que tuvieran territorios en ella respetar las normas del Tratado, y otro que compromete a las naciones con armamento nuclear a no usar ni amenazar con ellos a los países miembros del acuerdo.

En segundo lugar, nuestro Tratado de Tlatelolco aceptó, además, la plena supervisión de la Agencia Internacional de Energía Atómica y creó el Organismo Para la Proscripción de las Armas Nucleares en América Latina y el Caribe, conocido como OPANAL, encargado de inspeccionar, a solicitud de cualquiera de las partes, toda actividad desarrollada por alguno de los firmantes del Tratado que parezca sospechosa de incumplimiento de sus cláusulas.

Estos acuerdos constituyeron un estímulo para que la Organización de las Naciones Unidas desarrollara, un año más tarde, un espacio de diálogo de las potencias nucleares que culminó en el Tratado de no Proliferación de Armas Nucleares bajo el cual los cinco Estados reconocidos como poseedores de estas armas, Estados Unidos, la Unión Soviética, Gran Bretaña, Francia y China, se comprometieron a no transferir armas nucleares o su tecnología a cualquier otro estado que no las poseyera.

No es de extrañar, tampoco, que Tlatelolco se haya constituido en modelo para establecer otras zonas libres de armas nucleares en el mundo. Así ha ocurrido con la suscripción del tratado del Pacífico sur o Tratado de Rarotonga, adoptado en 1985; con el del sudeste asiático o Tratado de Bangkok, suscrito en 1995; y con el de África o Tratado de Pelindaba, suscrito en 1996. Más recientemente, en Septiembre de 2006, los cinco presidentes de Asia Central han firmado, después de casi 10 años de negociaciones, un tratado equivalente.

Se trata de una situación que podemos observar con satisfacción. Ser los pioneros en este campo, empero, nos obliga a mucho más y no podemos sino considerar como nuestro deber ineludible seguir impulsando en todas las regiones del mundo la suscripción de este tipo de tratados. Por ello, en el momento de celebrar con orgullo los cuarenta años de una región alejada del peligro de las armas nucleares, hago un llamado a las naciones del mundo a insistir en la importancia de establecer una zona libre de armas nucleares en el Medio Oriente. Se trata de una preocupación que ya está presente en la comunidad internacional y fue planteada durante la Primera Conferencia de las Zonas Libres de Armas Nucleares celebrada en 2005, en el que se lo consideró no sólo como instrumento para abolir el uso de armas nucleares, sino también para encaminar los procesos de paz. Esta zona consideraría 22 naciones de la Liga Árabe y adicionalmente a Irán e Israel. Si a su creación se agrega la posibilidad de que India y Pakistán adhieran al Tratado de no Proliferación, podemos imaginar un escenario mucho más auspicioso para la paz y seguridad mundial en el futuro. Estos esfuerzos son hoy quizás más relevantes que nunca debido a recientes casos de multiplicación o uso ilícito de material nuclear y nuestra comunidad de países de América Latina y el Caribe, vanguardia en esta materia, debe hacer de su materialización uno de sus principales objetivos en el ámbito internacional.

Pero el Tratado de Tlatelolco tiene otra dimensión que deseo resaltar. Expresa una vocación de unidad y paz de las Américas que hoy, en un escenario internacional convulsionado, destaca poderosamente. No obstante episódicos momentos de conflicto, nuestra región ha gozado de condiciones de paz y estabilidad prácticamente únicos en el concierto internacional de los últimos ciento cincuenta años. Quienquiera que observe el mapa de las Américas en las últimas décadas del siglo 19 y lo compare con el actual podrá comprobar que prácticamente no ha habido cambios, lo que contrasta con la situación de casi todas las otras regiones del planeta en donde es posible constatar enormes modificaciones, detrás de cada una de las cuales ha habido por lo general guerras que ensangrentaron, a veces, continentes enteros. Esa es la tradición en la que se inscribe el Tratado de Tlatelolco. Una tradición de encuentros y no de desencuentros; de comprensión más que de incomprensión y de paz antes que de conflicto. Una tradición que es reveladora de una vocación de unidad tan antigua y arraigada que no encuentra parangón en la historia de ninguna otra región o continente y que ha logrado mantenerse superando todas las diferencias que en algún momento haya habido entre nosotros, por muy grandes que ellas hayan parecido. Una tradición que latinoamericanos y caribeños queremos preservar y ampliar.

¿En que pie nos encuentra esta celebración del cuadragésimo aniversario del Tratado de Tlatelolco? Según ha informado recientemente la CEPAL, 2006 fue nuevamente un buen año en materia de crecimiento económico para la región. Se estima que el Producto Interno Bruto regional creció un 5,3% durante el año, lo que significa un aumento de 3,8% por habitante. Se trata del cuarto año consecutivo de alza y el tercero por sobre el 4%, luego de haber crecido entre 1980 y 2002 a una tasa promedio de 2,2% anual.

Al mismo tiempo 2006 fue un buen año político. Entre diciembre de 2005 y diciembre de 2006 se realizaron trece elecciones presidenciales, lo que lo convierte en el año en que más elecciones presidenciales ha habido en toda la historia de la región. Y todas estas elecciones –incluso aquellas con resultados tan estrechos que provocaron ciertas tensiones o dificultades en el momento de reconocerlos- estuvieron marcadas por el signo de la normalidad democrática. Durante el año, además, se realizaron doce elecciones legislativas, dos referendos y una elección de Asamblea Constituyente. Podemos afirmar por ello que, hoy día, las Américas crecen en democracia y esa es, sin duda, una buena noticia.

Creo que los ciudadanos de este continente tenemos el derecho de sentirnos optimistas al conocer esta realidad. Es un derecho que nos hemos ganado con mucho esfuerzo y no pocos sacrificios. Pero junto con ese derecho tenemos también la obligación de ser prudentes pues no es la primera vez que experimentamos una situación de crecimiento económico y estabilidad política como la actual y la experiencia demuestra que, como ha ocurrido en el pasado, desafortunadamente esos momentos pueden revertirse.

Esa prudencia debe llevarnos a prever las situaciones que puedan desafiar y aún atentar, en el futuro, en contra de la democracia que hemos alcanzado y, por esa vía, debilitar o incluso destruir los fundamentos de la capacidad de crecimiento y prosperidad económica que también hemos logrado.

Entre esos desafíos destacan dos viejos problemas que, quizá justamente por viejos, se revelan como los más acuciantes y de más urgente solución: el desafío de llevar el crecimiento económico a niveles sustantivamente más altos que aquellos que ya hemos alcanzado y el desafío de traducir ese crecimiento en una superación efectiva de la pobreza en que todavía vive una proporción muy importante de los habitantes de nuestra región.

No es este el momento de detallar todo lo que nuestros países, y particularmente nuestros gobiernos, pueden y deben hacer para responder a estos desafíos, pero sí lo es para hacer referencia en particular a uno de ellos: la necesidad de incrementar poderosamente nuestra capacidad de abastecimiento energético y de hacerlo en condiciones de preservación de un medio ambiente libre de polución y de otros riesgos de deterioro. Y en ese terreno la energía nuclear es una alternativa válida y a la que, preservando la autonomía y soberanía de decisiones de cada uno de nuestros Estados, todos tenemos el derecho de aspirar.

La electricidad generada por plantas nucleares no produce emisiones ni sulfurosas ni de mercurio y no emite gases que provoquen el efecto invernadero, especialmente dióxido de carbono. Hoy además, considerando los actuales precios de los combustibles sólidos, podría llegar a ser más barata que la producida por petróleo e incluso gas natural y cuesta también menos que las renovables como la solar, eólica o la producida por biomasa. Finalmente es una forma de generación que no debería presentar dificultades en los abastecimientos. No debe extrañar por ello que actualmente Francia genere el 78% de su electricidad utilizando energía nuclear, que Eslovaquia lo haga en un 57%, Bélgica en un 56% o que Suecia lo haga en un 50%.

La única crítica –desde luego atendible- que cabe hacer a la utilización de la energía nuclear con fines pacíficos es el riesgo de accidentes, aunque cabe tener presente que con la sola excepción de Chernobyl, no se han presentado casos de accidentes nucleares que tuvieran efectos directos sobre la población. El accidente de Chernobyl, por su parte, se explica principalmente por fallas en el diseño de los reactores que no podrían suceder en los reactores hoy existentes.

Con todo, debo decir que la posibilidad absoluta de que no ocurran accidentes no existe y que ese debe ser un tema al cual se debe prestar la mayor atención, igual como a la cuestión de los desechos y, por supuesto, a la posibilidad de que el desarrollo de energía de origen nuclear pueda contribuir a la proliferación de armas atómicas.

Es por ello que los países de América latina y el Caribe, con la solidez moral que nos otorgan cuarenta años de contribución a la no proliferación de armas nucleares por intermedio de nuestro Tratado de Tlatelolco, debemos reafirmar nuestro rechazo a las armas nucleares y continuar denunciando su uso o la amenaza de su uso como una violación del Derecho Internacional y como un crimen contra la Humanidad. Pero con el mismo vigor debemos reivindicar el derecho de nuestros pueblos a investigar, desarrollar y producir energía nuclear con fines pacíficos. Es totalmente razonable y justo que países como los de América Latina y el Caribe, que han cumplido y seguirán cumpliendo sus compromisos internacionales y particularmente los consignados en el Tratado de Tlatelolco, puedan tener acceso a combustibles nucleares a precios razonables para abastecer reactores destinados a usos civiles y particularmente a la generación de energía eléctrica.

Quiero agradecer nuevamente a México por la brillante iniciativa emprendida hace cuatro décadas, que permitió que este Tratado viera la luz y que los países de América Latina y el Caribe viéramos alejarse el peligro de las armas nucleares de nuestra región. También quiero agradecer a la OPANAL su actividad, tan discreta como eficiente, y a todos ustedes por adherir a esta magnífica celebración.


Muchas Gracias.