Discursos

EMBAJADOR SEÑOR ESTEBAN TOMIC ERRAZURIZ, REPRESENTANTE PERMANENTE DE CHILE ANTE LA ORGANIZACIÓN DE LOS ESTADOS AMERICANOS
DISCURSO DE DESPEDIDA DEL EMBAJADOR SEÑOR ESTEBAN TOMIC ERRAZURIZ EN LA SESION DEL CONSEJO PERMANENTE DEL DIA 17 DE MAYO DE 2006

17 de mayo de 2006 - Washington, DC


La primera vez que me senté en este Consejo Permanente detrás del cartel que dice “Chile” fue en julio de 2000. Presidía entonces el Embajador Valter Pecly Moreira, de Brasil.

Chile ocupaba ese día el puesto que hoy ocupa Suriname.

Si Uds. observan qué posición ocupo hoy, podrán constatar que he girado en 243º alrededor de esta mesa.

En este lento movimiento de traslación de casi 6 años he aprendido muchas cosas.

La primera es que la OEA es un espacio, tal vez el único, donde nuestros países se reúnen diariamente para tejer una muy rica trama de relaciones.

Esta labor callada, casi secreta, equivale en muchas ocasiones a las tareas que realizan nuestros Parlamentos, porque aquí nacen convenciones y leyes modelo que luego son adoptadas en las legislaciones nacionales por la vía de la ratificación.

Hay otra idea que igualmente me ha rondado en este largo aprendizaje, y es que, en cierto sentido, América existe desde hace poco tiempo. Concretamente, desde que Canadá y el Caribe angloparlante se incorporaron a nuestra Organización, haciendo que el número de sus miembros subiera de los 21 fundadores a los 35 de hoy, que son todos los Estados independientes del hemisferio.

Digo esto, porque al ingresar esos países la palabra América adquirió una connotación política, además de la geográfíca que posee desde hace 500 años.

Fruto de este fenómeno son el Proceso de Cumbres y la promesa formulada en Québec que el siglo XXI sería “el siglo de las Américas”.

La responsabilidad de conducir a esta América que surgió al término de la Guerra Fría recae en nuestra Organización.

Este es un proceso incremental, cuyos contornos se han ido dibujando progresivamente desde entonces hasta hoy.

No somos la Unión de los Estados Americanos. Somos la Organización de los Estados Americanos.

Esto último implica un esquema de funcionamiento simétrico y no jerárquico, que se expresa en el principio de “cada país un voto” y que explica por qué nuestras resoluciones son adoptadas casi siempre por consenso.

La grandeza de la OEA reside en que en ella participan en condiciones igualitarias el país más poderoso del mundo y algunos de los más pequeños.

Su debilidad, hasta ahora, es la reluctancia de los países a traer al seno de este Consejo los temas que constituyen motivo de sus más apremiantes preocupaciones.

Pero estamos avanzando en ese sentido.

Durante mis seis años de permanencia en la OEA he participado en tres Cumbres de las Américas, seis Asambleas Generales Ordinarias y tres Asambleas Generales Extraordinarias, la última realizada el 15 de marzo pasado, que tuve el honor de presidir.

Como resultado de las agendas acordadas en esas reuniones tenemos una cohesión hemisférica creciente en torno a temas clave, como son la democracia, los derechos humanos y la seguridad hemisférica.

Un hito en el camino es la Carta Democrática Interamericana, aprobada en Lima el 11 de septiembre de 2001, el mismo día y en los mismos instantes en que se perpetraban los atentados terroristas en Estados Unidos que han cambiado el rumbo de la agenda internacional.

La coincidencia de ambos hechos en una misma fecha, marca claramente en qué dirección se estaban moviendo entonces los países de nuestro continente y en qué sentido tan diferente lo hacían fuerzas políticas y sentimientos nacionales y religiosos en otras latitudes.

Mientras América se ordenaba y le daba un contenido político a su geografía, una buena parte del resto del mundo se desordenaba como resultado de una fuerza que recurrió al terrorismo para expresarse.

Pero esa trayectoria alrededor de esta elipse no sólo ha sido intelectual. Ha sido, sobre todo, humana.

Cómo no recordar esa mañana en Lima, cuando en la pantalla gigante del hotel en que se realizaba la Asamblea General en que aprobaríamos la Carta Democrática, veíamos arder una de las torres del World Trade Center y, atónitos, fuimos testigos del momento en que el segundo avión impactó la otra torre.

Corrió la voz de que Colin Powell, el Secretario de Estado, había abandonado el lugar para regresar a su país.

No era así: ingresamos a la sala del plenario y Colin Powell nos esperaba sentado en el puesto de los Estados Unidos. Tomó la palabra y nos dijo que no se iría sin haber puesto su firma en el documento.

En la sala reinaba un silencio casi religioso.

Cómo no evocar la reunión del Consejo Permanente ese día sábado 13 de abril de 2002, cuando se había producido el golpe de estado en Venezuela.

Para honra suya, la OEA no le negó al Embajador Jorge Valero el derecho a asistir a la sesión como representante de su país.

Esa sesión comenzó a las 11 de la mañana del sábado con el Presidente Chávez en manos de los golpistas y terminó en la madrugada del domingo, con la noticia dada a los medios y al Consejo por el Embajador Valero que la normalidad había retornado a su país.

Recuerdo también una escena en Costa Rica, en 2001, cuando los países de CARICOM se negaron a aprobar la Carta Democrática que se les presentaba, por estimar que era solamente un “draft” carente de la envergadura jurídica necesaria.

El debate entre el Embajador Bernal, de Jamaica, y el Embajador Lauredo, de los Estados Unidos, acerca de significado en inglés de la palabra “draft”, fue memorable.

Finalmente prevaleció el criterio caribeño, le dedicamos 3 meses más a perfeccionar la Carta y gracias a ello tenemos un instrumento notable, tanto por su forma como por su contenido.

De situaciones como éstas está hecho también el entramado de que hablaba antes. Sin la presencia de ánimo, sin la claridad conceptual, sin la sabiduría y la prudencia de determinados actores en momentos críticos, el desenlace habría sido diferente.

Ya que hablamos del aspecto humano, permítanme rendirle un homenaje a los funcionarios de la OEA, en las personas del Secretario General, mi amigo José Miguel Insulza, y del Secretario General Adjunto que nos acompañan, de los intérpretes que nos interpretan, oficiales de protocolo, profesionales de la Secretaría, asistentes administrativos, choferes, y mis amigos los porteros, en
suma, a esas 600 personas sin cuya contribución eficiente la OEA no sería –no podría ser- lo que es.

Nuestros amigos y colegas los Observadores, en especial los Embajadores Observadores Permanentes de España, Francia e Italia son parte nuestra y contribuyen al mismo fin.

Quiero, asimismo, manifestar que los funcionarios del servicio exterior y de la Misión de Chile ante la OEA han sido fundamentales en la concreción de todos los resultados que se me atribuyen.

En relación con las expresiones que sobre mí se han formulado, le pediré prestadas sus palabras al cantante catalán Joan Manuel Serrat para decirles que “por encima de todos los considerandos, estoy seguro de que son fruto de algo tan simple y preciado como el cariño. Así lo entiendo, y lo agradezco. Si para algo vale la pena vivir es para querer y ser querido. Es lo que mueve mis pasos. Probablemente a lo largo de la vida no haya hecho otra cosa que lo que estoy tratando de hacer ahora mismo: que me quieran mis amigos. Y tener cada vez más. Que es la única acumulación que merece la pena en la vida y por la que no se pagan impuestos”.

Me voy habiendo vivido la experiencia profesional más satisfactoria de mi vida. En lo personal, tuve también ocasión de crecer como ser humano. Aquí leí como nunca antes en mi vida; observé a la poderosa democracia de los Estados Unidos en acción; traté de comprender mejor la realidad rica y variada de cada uno de los 33 países cuyos representantes me han acompañado en este lento girar alrededor de la mesa.

Me voy de la OEA feliz y agradecido.