Discursos

EMBAJADOR ESTEBAN TOMIC, REPRESENTANTE PERMANENTE DE CHILE ANTE LA OEA
SESION ORDINARIA DEL CONSEJO PERMANENTE

10 de septiembre de 2003 - Washington, DC


Señor Presidente del Consejo,
Distinguidos Colegas,


Mañana se cumplirán 30 años del golpe de estado en mi país que puso término al gobierno del Presidente Salvador Allende y dió inicio a una dictadura que se prolongó durante 17 años.

El 11 de septiembre de 1973 es para Chile lo que el 11 de septiembre de 2001 para el mundo: un brusco recodo en el camino que dejó atrás una perspectiva y abrió otra enteramente nueva. Para mal y para bien.

A 30 años de distancia, los chilenos seguimos interrogándonos acerca de las causas del quiebre democrático, llorando las muertes de miles de víctimas de la violencia, investigando acerca del paradero de los desaparecidos, exigiendo el castigo de los responsables, procurando la reparación del daño material y moral e intentando lo que la Presidenta de la Cámara de Diputados de Chile, Isabel Allende, ha definido con acierto: el reencuentro.

Sabemos que en estos 30 años muchos pueblos del mundo y de nuestro propio continente han sufrido atropellos y violaciones a sus derechos, tan graves o mayores que los que sufrió nuestro pueblo. Por lo mismo, estamos conscientes que al ofrecer el resultado de nuestra reflexión sobre lo específicamente chileno, no hacemos otra cosa que extraer de un ámbito circunscrito lecciones que pueden ser válidas para el conjunto de las sociedades humanas.

Esta es la razón por la que me he permitido solicitar la palabra en esta sesión del Consejo Permanente, el foro político por excelencia de nuestro continente.

Entre las muchas causas del quiebre democrático en Chile, una, insoslayable, fue la incapacidad del sistema político de entonces para responder a las enormes exigencias que le impusieron los actores de la época.

Desde 1925 en adelante la regla general fue que el Presidente de la República, que se elegía cada 6 años, no contase con mayoría en el Congreso durante su período. Más aún: el propio Presidente no era elegido por la mayoría de los ciudadanos.

Tal fue el llamado “equilibrio de los tres tercios”, que generaba, en realidad, un desequilibrio estructural en el sistema político chileno.

En este contexto hay que situar la experiencia de Allende y la Unidad Popular, recordando además que la Revolución Cubana llevaba 11 años de existencia y que, en respuesta a su desafío ideológico, había surgido a comienzos de los años 60 la Alianza para el Progreso, concebida por el Presidente Kennedy como una manera de oponerse a la expansión del comunismo en el continente. Antes de Allende, entre 1964 y 1970, el gobierno del demócrata cristiano Eduardo Frei Montalva había puesto en marcha la llamada “Revolución en Libertad”, entre cuyas principales realizaciones estuvieron la reforma agraria, la sindicalización campesina, la “chilenización” de la gran minería del cobre y la promoción popular.

El programa de Allende no era, en sustancia, sino la profundización de lo que había iniciado Frei Montalva, proceso que, sobre todo como consecuencia de la reforma agraria, tenía al país dividido entre los partidarios y los enemigos del cambio.

La novedad consistía en que a partir de la elección de Allende el proceso sería conducido por la Unidad Popular, la coalición de izquierda, cuyas dos fuerzas principales eran los partidos socialista y comunista. El Partido Socialista, para hacer aún más complicadas las cosas, había declarado poco antes de asumir el poder que la vía armada, esto es, el modelo cubano, era una de las alternativas a considerar para hacer las transformaciones prometidas en el programa de gobierno. El Presidente Allende fue elegido con el 36% de los votos y nunca contó con mayoría en el Congreso. ¿Era viable la experiencia?

Estamos hablando del año 1970. Recordemos: Ché Guevara había muerto en Ñancahuazú apenas tres años antes; los jóvenes universitarios de Alemania primero, Francia enseguida y casi todo el mundo después, exigían que abandonaran el poder quienes lo detentaban –en Francia nada menos que el General de Gaulle—para que su lugar lo ocupara “la imaginación”.

En Italia, país más dado a tratar los temas políticos con la razón y el cálculo, el Partido Comunista les proponía a los gobernantes de la Democracia Cristiana un “Compromiso Histórico”. En un cierto paralelo con lo que ocurría en Chile, pero esta vez desde la oposición, la propuesta pretendía acomodar contenidos marxistas en un molde democrático burgués.

Como Chile no es Italia, se acuñó la expresión: “no queremos servirnos un plato de spaghettis sazonados con salsa chilena”. Las nubes se empezaron a acumular en el horizonte.

Todo esto fue demasiado peso para el andamiaje de la política chilena que ciertamente no había sido concebido en 1925 para jugar en las grandes ligas del mundo.

Este es el escenario en que se desarrolló ese trágico 11 de septiembre en mi país, cuya imagen indeleble está representada por el Palacio de La Moneda en llamas.
Hay dos circunstancias que, a treinta años de distancia, yo quisiera relevar, una, la defensa de su dignidad de representante elegido por el pueblo chileno que hizo el Presidente Salvador Allende. Tres veces le ofrecieron las fuerzas militares que rodeaban La Moneda que abandonase el país en un avión especialmente dispuesto para tal fin. Tres veces rechazó con indignación tal ofrecimiento y combatió durante cuatro horas, él, un civil, un médico, a la cabeza de un puñado de hombres leales que no lo abandonaron. La inmolación de la vida de Allende es un hecho que llena el 11 de septiembre de 1973.

La segunda circunstancia que quiero destacar es la total pasividad del órgano hemisférico, nuestra OEA, antes, durante y después del 11 de septiembre. “El silencio de la OEA”, como lo ha definido el Embajador Einaudi, visto con ojos de hoy y en retrospectiva, es impresionante y sobrecogedor. El silencio, la inacción de la OEA transmite una clara sensación de vacío. En tiempos de la Guerra Fría nuestra Organización cumplía fines muy distintos de los de hoy. Lejos, muy lejos, estaba aún aquel otro 11 de septiembre de 2001 en que, al tiempo que veíamos desplomarse las Torres Gemelas, consagramos en el artículo primero de la Carta Democrática Interamericana esa expresión que nos llena de orgullo: “Los pueblos de América tienen derecho a la democracia, y sus gobiernos la obligación de defenderla y promoverla”.

Hace 30 años, un hombre solo asumió la tarea de defender al precio de su vida lo que expresa ese artículo primero de nuestra Carta Democrática Interamericana.

Hoy, esto sería impensable. No porque falten hombres con disposición heroica, sino porque son legión. No otra cosa explica el que nos hayamos dado la Carta y todos los mecanismos que permiten una efectiva promoción y defensa de la democracia en nuestro continente. Son miles, son millones los seres humanos que hoy se juegan diariamente por esos valores. Así ocurrió, por ejemplo, en Perú, a raíz de cuya traumática experiencia y por su iniciativa nos dimos este instrumento de valor excepcional.

Y nuestra OEA, huelga decirlo, ha asumido como su tarea principal el impedir que siquiera surjan amagos de lo que entonces observó con prescindencia total.

Decía al comienzo que estos acontecimientos cuya ocurrencia no cabe sino lamentar han contribuído a un desarrollo que sin duda es positivo.

En mi país ha sido el Comandante en Jefe del Ejército, General Juan Emilio Cheyre, quien ha expresado públicamente el compromiso de su Institución y de las Fuerzas Armadas con un “nunca más” definitivo.

En esa promesa, como lo ha dicho el Presidente Ricardo Lagos, se basa la actual y futura unidad de la nación chilena. Seguirán coexistiendo en la sociedad diferentes ideas, posiciones, banderas de lucha, porque sin ese choque y confrontación no existe en definitiva la visión que se requiere para avanzar hacia el futuro, pero “nunca más” permitirán los chilenos que la dinámica de los acontecimientos los sobrepase y los arrolle, porque han constatado que en el largo plazo nadie es vencedor y todos son víctimas.

Esta unidad reconquistada, que no es de hoy sino de hace ya algunos años, explica los resultados positivos en materia económica y social entre los cuales tan sólo quiero citar el de la reducción del índice de la pobreza de un 40% de los habitantes en 1990 a la mitad, el 20%, en 12 años de vida democrática.

Y en el ámbito regional, nuestra experiencia dolorosa, unida a las experiencias dolorosas de muchas de las naciones aquí representadas, ha permitido el surgimiento de una conciencia colectiva lúcida y vigilante que ha hecho de nuestra Organización un instrumento confiable para nuestros habitantes.

Colin Tudge, biólogo e historiador inglés, ha escrito, a propósito de la evolución de nuestra especie sobre la tierra, que el destino no existe, pero el progreso sí. Esta mirada retrospectiva a sucesos ocurridos hace 30 años así lo confirma.