Discursos

CÉSAR GAVIRIA TRUJILLO, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
DURANTE EL ACTO CONMEMORATIVO DE LOS 50 AÑOS DE LA UNIVERSIDAD DE LOS ANDES

17 de noviembre de 1998 - Bogotá, Colombia


Quisiera agradecer sus palabras, señor Rector, así como la invitación que me hiciera en nombre de la Universidad para estar con ustedes en este acto de conmemoración de los primeros cincuenta años de los Andes. Imagino que dentro de cincuenta años Séneca, no el esclavo hecho filósofo estóico sino la cabra, y don XXX (el bobo), observarán el acto de conmemoración que llevarán a cabo nuestros hijos y nietos del primer siglo de Los Andes. No me cabe duda que entonces esta Universidad seguirá existiendo y será aún un lugar en el que son posibles el pensamiento crítico, la tolerancia y el debate.

Quizás por ese motivo, cuando recibí la invitación a este acto de mano del señor Rector, pensé que la única manera de enfrentar un tema tan preciso como los 50 años de la Universidad y uno tan vasto como el de la educación, sería intentando identificar, a grandes trazos, de dónde venimos, es decir, el origen de Los Andes, en dónde estamos hoy, y para dónde vamos. De alguna manera intentar narrar cómo eran nuestros estudiantes, comprender cómo son hoy y describir cómo queremos que sean en el siglo que nos espera. Pensé además, que si resultamos capaces de responder medianamente a esos interrogantes valdría la pena hablar un poco sobre la Colombia en la que nos tocó vivir y lo que podemos hacer para que ella se ajuste mejor a nuestros sueños, a nuestros ideales.

Tal vez una manera de empezar es haciendo una referencia a los esfuerzos pioneros de los Andes por desarrollar sistemas y métodos educativos diferentes e introducir una forma de educación que cambiara la tradicional orientación de cátedra magistral que se daba tanto en los establecimientos de orientación confesional, en la universidades públicas o aún en los que impartían para la época una orientación más liberal. Una nueva educación que permitiera interrogar, comentar, disentir, encontrar respuestas alternativas bajo distintas hipótesis; una educación menos basada en los conocimientos y más orientada a formar, a investigar, a desarrollar conceptos propios, y a aprender a usar los instrumentos a la mano. Organizada por departamentos, sin esa separación por títulos y áreas del saber tan tajante que había marcado el desarrollo de la educación universitaria en Colombia, y en cualquier caso privada, no confesional, no dogmática que buscaba afirmar en el individuo valores y prácticas que le enseñaran a pensar, a dudar, a adquirir las herramientas para aprender y al mismo tiempo que afirmara los valores de una sociedad en que tengan cabida los derechos fundamentales de los ciudadanos, por encima de las razones religiosas o las razones de Estado tan comunes en nuestra historia colonial y republicana Una educación sin duda más apropiada para un mundo diverso, multicultural, multiétnico.

En este ejercicio retrospectivo traje a mi memoria los intensos recuerdos de mi vida en los Andes. Esos años de fines de los sesenta fueron un periodo de intensa agitación estudiantil, caracterizada por un penetrante ánimo de cuestionamiento y un constante ejercicio de la duda metódica con una pasión como nunca he vuelto a ver. No había teoría o propuesta, o verdad, que no haya sido sometida al más riguroso escrutinio. Seguimos día a día los acontecimientos de Mayo del 68, la protesta de una juventud hastiada de los valores pragmáticos de una sociedad occidental en la que el ejercicio de la modernización se llevaba todas las energías y recursos, y en la que los ideales de la juventud, sus anhelos, propuestas y esperanzas -románticas, algo marxistas y anárquicas, en todo caso rebeldes- no tenían cabida alguna. Para muchos Daniel el Rojo fue el ideal de lucha y liderazgo.

Ese era el espíritu que se vivía en todas las universidades de Colombia. En las universidades públicas el marxismo era el prisma casi único para ver la realidad social y económica y para interpretar la historia. En los Andes había algo de este análisis histórico y político pero también había una fuerte influencia de Marcuse, Fromm, Hesse, Tagore y del propio Freud. No hay duda de que esa visión tuvo mucho de utópica y que pretendió en el mundo industrializado contener los avances de los dictados económicos consustanciales a la prosperidad europea y norteamericana.

Fue un periodo de permanente discusión filosófica y política, de compromiso con los cambios que era necesario poner en marcha, y ello contribuyo a crear un ambiente universitario bastante desafiante, intenso y provocador. En éste no sólo se debatían las grandes ideas del momento sino que intentábamos comprende nuestra propia realidad y, al menos en Los Andes, estabámos llenos de ideas de cómo resolver no solo los problemas de la sociedad sino también los del hombre, quiero decir, los del alma. No hay duda de que ese entorno nos hizo bastante militantes, cartesianos, poco reverentes y más bien eclécticos.

Muchos de nosotros entendimos en el grafitti de la revolución de Mayo "seamos realistas, pidamos lo imposible" la convicción de que la política tiene que ser un medio para transformar la realidad. De tal manera que esa actitud rebelde, contestaría, que a veces a los ojos de muchos parecía un poco anárquica, tenía en sí un elemento cohesionante: la creencia de que sería a través de la política como transformaríamos a Colombia.

Por supuesto, había una diferencia fundamental entre las ideas y convicciones que teníamos en los Andes y las que prevalecían en las universidades públicas. Nosotros nunca transigimos ni con la tácita aceptación de la violencia, ni con la violencia como consecuencia de la evolución política, ni con la violencia como método de lucha. Y eso marcó el punto de partida hacia una visión de Colombia radicalmente diferente. Porque la visión contraria, siempre algo mesiánica, llevó a muchos de nuestros contemporáneos en las universidades públicas a la lucha armada. La ausencia de fé en la política como instrumento para cambiar el mundo llevó también a muchos a la apatía, a cierta derrota política existencial, a cierto escepticismo generalizado, al gueto que representa el desempeño de cualquier profesión sin mayor compromiso con la solución de los problemas sociales.

Muchos de los que egresamos de los Andes conservamos esa idea de la política como instrumento de transformación y jamás perdimos la esperanza de llevar a la práctica una visión de nuestra realidad movida por un conjunto de valores más humanos, más altruistas, y más constructivos.

Ese es para mí, amigos, el punto de partida para ahondar en la historia particular de los Andes. ¿Qué ha ocurrido desde entonces? La Universidad ha ido avanzando hacia la excelencia académica en muchas nuevas áreas y ha tenido la capacidad de transformarse, y de asimilar el dramático cambio que se ha dado con la revolución informática y del conocimiento y con la globalización. La Universidad ha tenido la capacidad para asimilar esos cambios, no perder su actualidad y mantener vigentes los postulados académicos sobre los cuales fue fundada. Ha procurado siempre crear en sus estudiantes un sentido de la responsabilidad y del deber con la sociedad. Es evidente que dadas las características de Colombia nos falta en este frente un largo camino por recorrer.

En lo que hace relación a Colombia no es fácil entender cómo hayamos avanzado, en ese tiempo desde os días de mayo de 1968, tanto y a la vez tan poco.

Hemos tenido avances excepcionales en materia económica, buenos en nuestros indicadores sociales, significativos en materia institucional. Hasta hace poco nuestros logros en el campo económico eran mirados como paradigma para muchos que no tuvieron la disciplina y la constancia que tuvimos nosotros. Y nuestros indicadores sociales, que nunca han sido satisfactorios, no eran malos en términos de los avances comparativos que habíamos logrado. En lo que tiene que ver con nuestras instituciones, luego de un periodo largo en el que no encontramos una manera de propiciar cambio sustancial alguno, abrimos finalmente una senda que empezamos a recorrer, en el 91, con la redacción de una Nueva Carta Política. Buscábamos unas instituciones en las que cupiera la Colombia nueva, su juventud, sus grupos más contestatarios, sus minorías étnicas. En el que tuviera espacio la amplia diversidad que conforma la Colombia de hoy.

Sin embargo, súbitamente hemos empezado a perder confianza en el camino reformista, a dudar de lo recorrido, a tratar de regresar al pasado. Hemos encontrado tropiezos en nuestras relaciones externas y perdimos el ritmo de nuestra marcha: volvemos a vivir nuestra paradojal existencia que se asemeja tanto a la condena de Sísifo. No importa cuánto avancemos, pareciera que siempre volvemos a empezar desde el borde del abismo.

Pienso que estas reflexiones pueden ser pertinentes a nuestra celebración. Lo digo, porque no hay ejercicio más necesario, más urgente, y más comprometedor que el de tratar de entender a Colombia y darle un horizonte. Así veo nuestra responsabilidad. Así veo la responsabilidad de los Andes.

Muchos se preguntarán por qué es menester hacer ese ejercicio. Pienso que de lo contrario vamos a caer de nuevo pronto en ese ciclo de pesimismo en el cual lo más dramático no es la consciencia de nuestras tribulaciones, o de la dificultad para superarlas, sino nuestra malsana propensión a creer que todo lo hemos hecho mal y que todos los cambios económicos y políticos de estos años no solo han sido superfluos, sino, aún peor, contraindicados. Es esencial a este ejercicio de introspección saber que no vamos a encontrar la solución a nuestros problemas en nuestro pasado y que siempre, aunque resulten a veces algo ilusos, son mejores los hombres visionarios que los eternos nostálgicos.

Es evidente que tenemos que lee en nuestra historia y sobre todo, intentar entenderla mejor, pero en el ejercicio de entender nuestro presente es indispensable que abandonemos de una vez por todas la inclinación a buscar explicaciones simplistas y providenciales. Nuestro presente es en gran medida una proyección de nuestro caudillismo, de esa forma de presidencialismo colombiano que nos lleva a hacer de nuestra máxima autoridad la esperanza de toda solución, y a la vez la culpa de todas nuestras tristezas y fracasos.

En la búsqueda de una nueva visión de nuestra situación presente resulta neurálgico desentrañar el misterio de la violencia colombiana, de la tradición de tomar la justicia por mano propia o de expresar la inconformidad alzándose en armas contra las instituciones, el cual descansa en parte en la incapacidad de nuestro Estado para convocar a la colectividad a respetar unos valores comunes, para resolver nuestros conflictos de manera pacifica, para aceptar nuestra diversidad. "La paz es el respeto del derecho ajeno", decía Benito Juárez. Los colombianos aún no hemos comprendido una verdad tan simple.

Es fácil advertir luego de una reflexión semejante que nuestra mayor carencia es la la educación. Ese es, sin duda, nuestro verdadero talón de Aquiles. Cómo lograr que esos postulados que mencionaba como fundamentales en la historia de los Andes se generalicen a toda la educación colombiana. Hoy nos enfrentamos al enorme reto que representa el que nuestra educación no haya respondido al desafío generado por los nuevos modelos de desarrollo centrados en la competencia económica internacional y las demandas políticas, económicas, científico-tecnológicas, sociales, culturales y éticas que emergen en los 90s.

Es obvio que nuestro sistema educativo no ha respondido a esos desafíos. Muchos analistas hablan de manera creciente de la separación radical entre nuestro sistema educativo y nuestras necesidades de cambio político y económico, y desarrollo social. Apuntan a la baja calidad de la educación pública, a su declinante rol en la promoción de la movilidad social, a la debilidad de la educación técnico vocacional a nivel de secundaria y a la proliferación de sistemas universitarios sobreexpandidos, caracterizado por la existencia de muchos establecimientos de baja calidad.

Tenemos que lograr reducir los niveles de repetición de cursos; aumentar el numero de horas de clase; reentrenar y motivar a nuestros profesores; modernizar las técnicas de enseñanza e integrar a ellas la tecnología. Debemos darle autoridad a los directores de escuelas. Hay que hacer más responsables a los maestros; y, en general, es urgente mejorar la calidad y racionalizar el sistema de asignación de recursos.

Por otra parte debemos ser conscientes de que aunque es necesario destinar más recursos a la educación el problema principal está en la calidad de las políticas y de las instituciones educativas. Hemos descuidado también la solución de los problemas a nivel de la primaria con lo cual lo que hemos hecho es ahondar la distancia entre ricos y pobres, entre estudiantes urbanos y rurales, entre los estudiantes blancos y mestizos con los de las etnias indígenas o los de población negra. Tenemos así graves problemas de equidad y calidad.

Sólo si tansformamos en verdad nuestros sistemas educativos seremos capaces de formar ciudadanos autónomos, informados, eficientes, responsables y tolerantes, que estén en capacidad de asumir una actitud crítica frente a la información, que valoren la practica democrática, la solución pacífica de los conflictos y la búsqueda de consensos y que, por lo tanto, puedan acceder a una calidad de vida que asegure el desarrollo de las instituciones democráticas y la paz social.

Suena simplista, pero lo cierto es que debemos garantizar que esos ciudadanos puedan adquirir la capacidad de razonar y aprender por cuenta propia, es decir, nuestro sistema educativo debe construir su capacidad de formar personas inteligentes y productivas, en condiciones de analizar y elegir opciones, de argumentar sin usar la fuerza y de comprenderse asimismo y a los demás. Ciudadanos así formados serán capaces de respetar y valorar la diversidad, de evitar los brotes de violencia rural y urbana y de adquirir el conocimiento que les garantice un adecuado ingreso al mundo del trabajo, aumente nuestra competitividad internacional y asegure una mayor igualdad en los ingresos.

La mala distribución de los ingresos en Colombia tiene mucho que ver con la educación. Algunos quieren ver en el modelo económico recién adoptado el origen de tanta desigualdad y parecieran sugerir que se decidiéramos regresar al anterior mejoraría nuestra suerte. No se dan cuenta que esa es una forma de nostalgia que a lo único que conduce es a restablecer privilegios y subsidios, a darle las espaldas a un mundo en el cual Colombia debe jugar un papel protagónico a pesar de nuestros problemas sociales y políticos..

Todo lo anterior debe ser analizado en el contexto de la globalización. Por unos anos el mundo vivió una especie de euforia desbordante. Algunos creyeron que la globalización, la prosperidad y la reforma económica constituían tendencias inatajables, a las que nadie se opondría. Nos encontramos con algunas sorpresas en el camino y hemos tenido que reconocer que no hay atajos, ni caminos cortos, que no hay milagros ni formulas simples y sencillas. Lo que existen son oportunidades, y hay buenas o malas políticas. De nuestro tino para escogerlas y del coraje que tengamos para persistir en ellas y defenderlas depende nuestro futuro..

Tenemos que retomar el hilo de las reformas. Hay un amplio campo para mejorar la capacidad reguladora del Estado y; para profundizar en la integración por la vía de nuevos acuerdos comerciales; para profundizar las reformas a la seguridad social; para fortalecer aun más nuestro sistema judicial, Para flexibilizar aun más nuestra legislación laboral, en concierto con nuestros trabajadores; para mejorar nuestro sistema tributario, eliminar los impuestos al empleo, bajar la inflación a un dígito y eliminar la indexación de todos los precios de la economía. Hay que diseñar nuevos mecanismos para incrementar la tasa de ahorro y lograr que los subsidios estatales lleguen a los ciudadanos más pobres.

Hay que enfrentar la corrupción con un mejor equilibrio entre los poderes del Estado, con el fortalecimiento de la justicia, reforzando el papel de la prensa libre, promoviendo la transparencia en la contratación pública y la eliminación de tramites y permisos en las entidades oficiales que proveen o contratan servicios o bienes.

Hemos tenido en el pasado, en términos generales, una política social ineficaz y la razón de la persistencia de la pobreza y de la mala distribución del ingreso se encuentra en las falencias de un estado hipertrofiado, lento, ineficaz y en las deficiencias de nuestro sistema educativo, y no en simplistas explicaciones retóricas sobre el egoísmo de nuestros empresarios, o las características de nuestro modelo económico. No de otra manera podremos superar los desafíos de los violentos. Por sobre todo hay que ganar para el Estado el monopolio del uso de la fuerza. Porque nuestro Estado es precario es que es posible decir que hay más gobierno que Estado y, también, que hay más democracia que estado.

Hay algunos que por razones ideológicas o para proteger intereses gremiales quisieran oponerse a estas acciones identificando como negativo para el país todo intento de modernización, reforma, ahorro, disciplina o austeridad: todo ello cae en el saco de lo que llaman apertura y la invitación que nos hacen es a que paralicemos toda iniciativa diferente a arbitrar abundantes recursos fiscales para atender todos y cada uno de nuestros problemas. El país tiene que pasar el trago amargo de resolver su déficit fiscal, pero más allá de ello, tiene que retomar el hilo de las reformas al Estado y a la administración, atender sus responsabilidades sociales y enfrentar exitosamente los retos de su inserción en la economía mundial.

De igual manera, y más allá de la Reforma del Estado y de la administración, hay que profundizar en la Reforma Política, esto es, en la profundización de la democracia desarrollando las instituciones de la Constitución del 91. Esa Constitución, como toda obra humana, es susceptible de perfeccionamiento y ella misma contiene normas que hacen más fácil su reforma. No creo yo que los males del país se puedan encontrar en sus normas de reciente concepción. Quizás sí en la falta de desarrollo que acusan estas normas.

Hay quienes creen que regresar a un Estado autoritario, a un ejecutivo omnipotente, a un legislativo sin funciones, a un país centralista, sin instrumentos ocmo la tutela para la defensa de los derechos fundamentales, o el echar para atrás las facultades de la fiscalía o la Corte Constitucional, el alcance de los derechos ciudadanos o la independencia del Banco de la República haría más fácil la tarea de nuestros gobernantes. Es probable que sí facilitaría la tarea del Presidente, pero ello no resuelve los problemas de Colombia sino que los agrava. Ello, en mi opinión, sería el retorno a una forma de presidencialismo que nos devuelve a esa ilusión tan común en nuestro medio latinoamericano de cierto mesianismo antidemocrático que sólo ubica responsabilidades en el Presidente y que nos libera a todos los demás de culpas y obligaciones.

Esta actitud además refuerza esa tendencia acentuada por el pesimismo reinante, de la que ya hemos hablado, que, de igual manera que los guerrilleros, pregona que todo lo hemos hecho mal, que los colombianos somos incapaces de transformar nuestras instituciones políticas y económicas, que somos prisioneros de nuestro pasado, que tal vez no vale la pena acometer reforma alguna, o que somos simplemente indiferentes a las debilidades o amenazas a nuestra democracia. No es en los campos de batalla, sino allí, en ese terreno, en el de la legitimidad y eficacia de las instituciones que nos hemos dado de manera democrática, donde tenemos que ganar de manera inobjetable la disputa con los violentos.

Pero todas estas no son mas que disquisiciones sobre las responsabilidades y los desafíos que a todos nos esperan para hacer de Colombia un país seguro de sus capacidades, convencido de su importancia en el contexto mundial y decidido a afrontar con coraje, tesón y patriotismo las flaquezas de su democracia y los retos de su economía.

En una sociedad con tantos problemas, particularmente de violencia y de debilidad del estado en el cumplimiento de sus funciones esenciales, no puede concebirse un egresado de la Universidad de los Andes sin un altísimo compromiso con la búsqueda de una solución.

La Universidad de los Andes tiene el compromiso de lograr que las personas que egresan de ella estén bien preparadas para enfrentar una realidad compleja, en muchos aspectos moderna y a la altura de la evolución que se esta dando en el mundo, pero en otros primaria, tribal, atrasada y con complejisimos problemas de violencia. Un egresado de los Andes no puede ser apático, ni escéptico. Lo que la sociedad de hoy reclama de un uniandino es que aplique sus herramientas a entender los complejos problemas de nuestra sociedad y que tome una posición de liderazgo para enfrentarlos.

Nixon dijo que nada es más esencial a nuestros tiempos que un liderazgo firme y creativo, En Colombia ese liderazgo pasa no solo por tener objetivos, o por saber conseguirlos sino por poder entender qué sucede en nuestro entorno. En Colombia confundir todo el ejercicio de la política con el ejercicio o la búsqueda del poder ha oscurecido el papel del liderazgo en la transformación de nuestra sociedad. Esto tiene que cambiar.

Solo recuperando el camino y acelerando el ritmo de las reformas y buscando la voluntad política para acometerlas Colombia podrá aspirar a recuperar elevadas tasas de crecimiento y emprender un camino cierto hacia una mejor distribución del ingreso entre los colombianos. Hay que dejar atrás las propuestas nostálgicas o de inmovilismo: no son una buena terapia para nuestros males. Los Andes debe producir esos líderes que contribuyan al proceso de modernización y transformación de Colombia y debe buscar que esa semilla se extienda a todo lo ancho de nuestra dirigencia para que todos podamos contribuir a la paz, la igualdad y la prosperidad de los colombianos.