Discursos

CÉSAR GAVIRIA TRUJILLO, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
DURANTE LA CELEBRACIÓN DEL DÉCIMO ANIVERSARIO DE LA PROMULGACIÓN DE LA CONSTITUCIÓN COLOMBIANA

4 de julio de 2001 - Bogotá, Colombia


Nos hemos congregado, a iniciativa del Presidente Andrés Pastrana, para conmemorar la primera década de la Constitución de 1991. Creo que entre los presentes hay muchos que recordamos la noche víspera del 4 de julio, hace una década, cuando concluyó la magna obra de diseñar una Carta de Navegación para el Siglo XXI, para construir una patria abierta a la participación, que no excluya a nadie, que ofrezca a todos un lugar bajo el sol de Colombia. Así como la Constitución del 86 sirvió al afianzamiento de la autoridad necesaria para unir a la nación colombiana en los siglos 19 y 20, la del 91 nos tiene que servir como un instrumento de transformación y de cambio para el siglo 21.

Y la tarea que entonces emprendimos no la adelantamos para romper el orden constitucional, sino para fortalecer el estado de derecho. Y lo hicimos con la primera Asamblea Constituyente de nuestra historia elegida democráticamente, representativa de toda la nación, con la participación de muchos de los protagonistas tradicionalmente marginados, contestatarios, alzados en armas contra las instituciones. Esa audacia valió la pena. Hubo frutos, allí donde hubo esperanza. Hubo cambios profundos, allí donde hubo visión. Hubo resultados eficaces, allí donde hubo trabajo y sacrificio.

En esos años dramáticos que precedieron la convocatoria de la Asamblea Constituyente, ni el más optimista hubiera pensado que del narcoterrorismo nacería una justicia fortalecida, que del decaimiento institucional surgiría todo un nuevo orden institucional, que de las restricciones democráticas pasaríamos a unas reglas de juego muy abiertas.

Después de varias décadas de frustraciones, de esfuerzos perdidos, se pudieron vencer los obstáculos a la transformación de nuestras instituciones y se realizó un ejercicio con audacia y cordura, con entereza y serenidad, defendiendo nuestras convicciones y propiciando el consenso, construyendo nuevas instituciones, y lo hicimos acatando los términos del mandato que los colombianos fijaron.

En 1991 Colombia entendió y decidió que las instituciones deben nacer del consenso, no del triunfo en una batalla. Así se hizo la Carta del 91. Aprendió también que, en una sociedad diversa y compleja, el orden no se consigue --valga la redundancia-- a punta de órdenes. El ejercicio decidido, legítimo y necesario de la autoridad, debe ser acompañado de garantías legales, de oportunidades reales de participación democrática, de justicia social y de respeto por el derecho ajeno.

Colombia aprendió igualmente que no hay estabilidad sin equilibrio entre los poderes, ni verdadera seguridad sin acatamiento al Estado de Derecho, ni normalidad sin vigencia efectiva de la Constitución. Así se orientó la Carta del 91. Por eso, en la Constitución la paz es sinónimo de justicia, de democracia, de autoridad legítima, de imperio de la ley, de tolerancia, de protección de la dignidad humana, de pluralismo y solidaridad social.

Existe un consenso en torno a valores filosóficos que congregaron la diversidad de la nación representada en la Asamblea. Tres principios éticos atraviesan y se reflejan en el articulado de la Constitución: Libertad, dignidad, solidaridad.

Quisiera señalar como estos ejes rectores se plasman en materia de derechos ciudadanos y colectivos, en materia institucional y política, y en la orientación económica de la nación.

La promoción y el ejercicio efectivo de los derechos de todos inspiraron el proceso constituyente mismo. La sola idea de promover una Asamblea Constituyente, elegida por sufragio universal, con un tarjetón y una circunscripción nacional, abierta a las minorías políticas, étnicas y religiosas, era de por sí una señal clara del espíritu que prevalecería en su redacción.

Para la gran mayoría de los colombianos, pero por supuesto en especial para los más humildes, para el ciudadano de a pie, enfrentar la arbitrariedad, el abuso del poderoso, del más fuerte, era parte de su cotidianidad. Ver sus derechos respetados, poder reclamar lo propio, significaba recorrer un laberinto tortuoso y frustrante, en el que miles se perdían en los callejones de la apatía o de la agresividad.

La Carta de Derechos y deberes representa un viraje fundamental en el Constitucionalismo Colombiano. Después de casi doscientos años había quedado claro que la separación de los poderes públicos no es garantía suficiente contra los abusos y la arbitrariedad. Tampoco lo es la enumeración taxativa y detallada de las facultades de quien detenta la autoridad. Lo que hacia falta era atribuir poder a los ciudadanos y crear mecanismos para que estos lo ejerzan pacífica y ordenadamente de manera directa por vías institucionales en cualquier momento y lugar.

También representa un cambio total en la concepción del Estado. Este no ha sido instituido para imponerse sobre la comunidad sino para asegurar el cumplimiento de unas reglas básicas dentro de las cuales ella pueda desarrollarse libremente. Su consecuencia es que cuando el ciudadano es tratado arbitrariamente, cuando se viola su libertad o su dignidad tiene una salida diferente a la agresión, la protesta incendiaria o la resignación sumisa y alienante.

No hay derecho más importante que el reconocimiento al individuo, a su identidad. La Constitución del 91 le dio carta de ciudadanía a las minorías étnicas y religiosas. Restauró el derecho a la diferencia no como una concesión sino como una reivindicación que nos enriquece a todos.

De la misma manera, buscó rescatar la dignidad de todos los ciudadanos, plasmando los derechos económicos y sociales. Como era de esperarse, algunos reaccionaron con ironía frente a este tema, alegando que la Constitución no puede prometer vivienda, salud, educación, comida, trabajo y seguridad social para todos. Y tienen razón, pero es que ese no es el objetivo de la consagración constitucional de esos derechos. La finalidad es que al ser incluidos en la Carta, ellos se vuelvan un propósito nacional por el cual todos debemos propender.

La herramienta emblemática de este nuevo enfoque humanista fue la tutela. Y con justa razón se ha convertido en el elemento con el cual los colombianos asocian la Constitución. Hoy nuestros compatriotas no sólo conocen mejor sus derechos, sino que cuentan con los mecanismos para hacerlos valer y en particular con una llave de emergencia, la tutela, que los protege cuando todas las demás salidas se cierran.

La acción de tutela les tendió un puente despejado y eficaz para llegar hasta una justicia que parecía lejana e inalcanzable. Y los jueces respondieron de manera contundente. Cuatrocientas cincuenta mil tutelas resueltas en diez años muestran que lo que antes parecía imposible es ahora normal: la justicia funciona; las personas no le temen a un despacho judicial, sino que acuden a él como su última salvación; los débiles no tienen que refugiarse en la resignación ni acudir a las vías de hecho porque hay un camino expedito y justo para que se haga justicia, para que la arbitrariedad no campee.

La tutela ha probado que se puede conciliar el acceso a la justicia con la eficacia. Y lo más importante: ha impedido que los derechos se queden escritos, al sacarlos del oscuro mundo de la teoría y los libros de texto para alumbrarlos de realidad.

El problema de la tutela es que funciona demasiado bien en relación con los otros mecanismos legales. De ahí que haya empezado a desplazar los procesos judiciales que funcionan mal. Es, por ejemplo, preocupante que la justicia constitucional termine remplazando en materia de salarios, despidos y pensiones a la justicia laboral. O que interfiera las reglas sobre liquidaciones y prelación de créditos. O que termine resolviendo problemas propios del derecho comercial. Pero la solución no es reformar la tutela para volverla tan ineficaz como los viejos procedimientos, sino reformar la justicia laboral y la justicia civil para hacerla accesible y eficaz como la tutela.

Otro problema con la tutela es que los jueces están cumpliendo su tarea de hacer cumplir los derechos, pero el legislativo no los ha desarrollado. Se han expedido muy pocas leyes estatutarias sobre los derechos y deberes constitucionales. Así que los jueces, guiados por la Corte Constitucional, han tenido que llenar el vacío. Obviamente, el riesgo de excesos, sea por activismo o por prudencia, es mayor si no existen leyes estatutarias que señalen los alcances y los límites de los derechos y fijen criterios precisos y uniformes para armonizar las tensiones que se puedan presentar entre ellos, para conciliarlos con intereses públicos imperiosos y para responder a peculiaridades de nuestra realidad.

En este campo quiero exaltar que la Corte Constitucional ha realizado una gran tarea como intérprete y garante de los derechos. Ha cumplido una de las principales misiones para la cual fue creada. La Corte Constitucional también ha defendido con independencia y determinación la Constitución. Los colombianos saben que ella ha impulsado al país en el rumbo que fijaron en 1991, a veces a un ritmo sorprendente. Por eso su posición cuenta mucho. Eso está bien. Es cierto que en algunos de sus fallos en materia económica trató de trazar línea en terrenos que no le corresponden. Yo mismo lo he señalado sin ambages. Pero el balance global es altamente positivo. Además, los fallos que en materia económica ha proferido este año – como los referentes a la ley de ajuste fiscal territorial, a la ley de endeudamiento externo, o inclusive al delito de usura – parecen haber regresado al equilibrio que inspiró sus primeras sentencias en estos asuntos.

La sola creación de una Corte Constitucional es una transformación profunda en la administración de justicia. Pero en 1991 se adoptó otra institución que le cambió completamente el rostro a la justicia penal. La Fiscalía General de la Nación representó un viraje radical en materia de investigación penal, construcción de casos penales, persecución y acusación de los delincuentes. Aún quienes la vieron nacer con escepticismo, hoy comprenden que Colombia necesita una fiscalía capaz de enfrentar no sólo a quienes violan el Código Penal sino a quienes al transgredirlo pretenden desafiar la vigencia del estado de derecho. Y se ha logrado mucho. Su aporte en el desmantelamiento del Cartel de Medellín y del Cartel de Cali fue decisivo. Ha impulsado procesos contra la cúpula guerrillera y los grupos paramilitares con resultados impensables hace una década. Ha destapado ollas de corrupción. Ha avanzado en el esclarecimiento de algunos magnicidios. Ha respondido ante las masacres y las violaciones más graves a los derechos humanos. Ha acelerado la investigación y acusación de cientos de miles de delincuentes comunes, y al evitar que esos crímenes queden impunes, ha defendido el derecho de las víctimas.

La Fiscalía ha logrado mantener un adecuado equilibrio entre su función de protección de la sociedad frente al delito y la salvaguardia de los derechos procesales de los acusados. Por eso, la Fiscalía no debe ser debilitada so pretexto de establecer nuevos controles. Hay que fortalecer su capacidad de investigación aún más, hay que mejorar su organización y soporte operativo, hay que depurarla de los vestigios de la mentalidad de los jueces de instrucción, hay que respaldar la arriesgada labor de investigadores y fiscales, así como la de los jueces penales.

Desgraciadamente estos avances no se reflejan en los demás ámbitos de la justicia. Los niveles de congestión y la lentitud de los procesos siguen desalentando a los ciudadanos de recurrir a las instancias judiciales. Buena parte de esos problemas radican en la administración del sistema. El Consejo Superior de la Judicatura tenía esa misión. A pesar de algunos estudios importantes y de los valiosos esfuerzos recientes, el esquema colegiado de gerencia para la rama judicial ha mostrado sus flaquezas y sus limitaciones a la hora de tomar decisiones y de responder a necesidades urgentes.

La Asamblea Constituyente buscó abrir el espacio político, no sólo en la fase de discusión y redacción de la Carta, sino en el ejercicio cotidiano de la política y del manejo del estado. La Constitución cambió el balance de los poderes para reducir el excesivo presidencialismo y centralismo. Uno de los objetivos centrales fue reformar el congreso, para convertirlo en verdadera expresión del pluralismo político y en contrapeso efectivo del ejecutivo.

Para ello era necesario cambiar la relación en exceso clientelista entre legisladores y Ejecutivo. La Constitución de 1991 eliminó muchas de las gabelas y nombramientos que promovían esa relación incestuosa. No fue sólo la supresión de los auxilios parlamentarios que deplorablemente tienden a ser reinventados en las formas más sutiles y extrañas. El presidente no puede nombrar a los congresistas, ni siquiera para conformar su gabinete, ni aún renunciando aquellos a su curul. Es un régimen de inhabilidades e incompatibilidades estricto que les impide ejercer cualquier otra función pública o privada.

La reforma del sistema electoral fue otro mecanismo de la Constitución para abrir espacios para el surgimiento de nuevas opciones diferentes al bipartidismo tradicional, para darle cabida a todas las expresiones políticas, en particular las minoritarias, en el seno del legislativo nacional. Esa fue la lógica de la circunscripción nacional para el Senado, de la generalización del uso del tarjetón o de la elección popular de gobernadores.

Finalmente, y no la menor, el equilibrio no sólo es entre ramas y niveles del poder público, sino sobre todo entre estas y el ciudadano. Los médicos dicen que puede ser tan peligroso hacer ejercicio de manera intermitente como no hacerlo nunca. Pues bien, con la democracia pasa lo mismo. La participación no puede limitarse a escoger cada tres o cuatro años un representante para que tome todas las decisiones. La Constitución surgió de una vocación participativa y de compromiso de los ciudadanos con su país y este principio, consagrado en la Carta debe ser utilizado sin dramatismos exagerados, como lo que es: una herramienta más para tomar decisiones que conciten mayorías amplias y consulten los intereses de los colombianos.

A pesar de todos estos avances, el descontento de la opinión es manifiesto. Los propios congresistas que han impulsado o respaldado iniciativas frustradas de reforma son conscientes de ello y de la necesidad inaplazable de introducir cambios adicionales. Todo lo que se pueda avanzar en modernizar el Congreso y en fortalecerlo como órgano de representación debe ser bienvenido. Pero coloquemos la situación actual en perspectiva.

Tengamos en cuenta que los controles han funcionado para combatir los abusos y excesos. El balance de la justicia está para demostrarlo. Alrededor de treinta congresistas han perdido su investidura gracias a procesos exitosos en su contra. Reemplazar la inmunidad por el fuero penal ante la Corte Suprema de Justicia le permitió a ésta asumir con rigor la trascendental responsabilidad de investigar y juzgar a los congresistas.

Pero es claro que hemos presenciado una contrarreforma silenciosa para desmontar, o no aplicar los preceptos constitucionales. Se revivieron las suplencias, se definió a los diputados como servidores públicos y en esa lógica clientelista, se permitió que hasta el 15% del dinero de las transferencias a los municipios fuera gastado en funcionamiento, sin mayores limitaciones.

Y esos escándalos borran en un segundo lo que se pudo haber logrado en años. La gente es implacable. Y eso está bien. Hay que trabajar mucho más para cerrar la brecha entre opinión pública y Congreso. Los congresistas tienden a dejarse absorber por la propia dinámica parlamentaria sin comunicarse adecuadamente con la opinión. A su turno, existe una gran incomprensión en la opinión acerca de la labor de un congresista. Esta bien exigir mayor depuración en las prácticas políticas y mayor contenido programático en nuestra política. Pero ¿quién puede reprocharle a un congresista que represente sectores sociales o intereses locales?

Es indispensable profundizar en el espíritu de la Constitución de 1991 que buscó fortalecer al Congreso. Claro que se ha avanzado. En el plano legislativo, la Carta impide que el Congreso le delegue al Ejecutivo facultades legislativas que sólo él debe ejercer en una democracia. Y hemos visto que ha expedido códigos, leyes complejas en el campo técnico, leyes drásticas e impopulares pero necesarias, leyes de iniciativa parlamentaria que antes sólo andaban si el Ejecutivo las impulsaba.

Es necesario extender aún más la función de fiscalización del Congreso, la cual no está cumpliendo plenamente. No es que la Constitución no ofrezca herramientas para ello. Falta ponerlas a funcionar y desarrollar algunas por vía legislativa de una manera más eficaz. Menciono una que es medular en el control político inoperante a pesar de estar prevista expresamente en la Carta: el llamado “periodo de preguntas”, es decir, un tiempo semanal inaplazable e institucionalizado, en que un ministro acude a un debate en plenaria a responder preguntas orales sobre los temas que están en la agenda pública. Otro sería el papel de la oposición y mucho mejoraría nuestra administración pública si los Ministros supieran que van a ser sometidos a un examen semanal, breve pero puntual y riguroso.

Ahora bien: se dirá que nada de eso tendrá verdadero impacto sin una reforma electoral profunda. Así lo identificó la administración del Presidente Pastrana en sus propuestas de reforma política. Los ciudadanos mostraron su descontento cuando avanzaron lejos en el camino de la convocatoria de un referendo para esos efectos. Hasta el Congreso así lo reconoció, pero falló y no pudo aprobar los cambios para fortalecer los partidos y movimientos políticos, y para hacer más competitivas las elecciones parlamentarias y más justa la contienda electoral. Creo que se debe perseverar en esta vía.

Debemos también retornar a los principios participativos consagrados y hacerlos accesibles a los movimientos y agrupaciones de ciudadanos. Es una lástima que se hubieran colocado en la ley estatutaria avalada por la Corte Constitucional tantas barreras y trabas a los mecanismos como el referendo, la consulta popular, la iniciativa ciudadana y la revocatoria del mandato de alcaldes y gobernadores. En Bogotá y otras ciudades se han realizado consultas populares cuya efectividad hubiera podido ser mayor de no ser por esos requisitos excesivos. Pero las ganas de participar están ahí, latentes. El deseo del pueblo de decidir por sí mismo es incontenible.

En el caso de los mecanismos de participación ciudadana, la ley estatutaria terminó por bloquear la Constitución en lugar de desarrollarla. Hasta los partidos y movimientos trataron de fortalecerse en lo programático con consultas internas que finalmente fueron prohibidas por el Consejo Nacional Electoral. La agenda de la democracia participativa fue metida en el refrigerador. Hay que descongelarla.

La descentralización buscaba mejorar la representatividad de las autoridades y su control por los ciudadanos; acabar con la visión paternalista discrecional del gobierno central que controlaba todos los recursos; y mejorar la calidad de los servicios básicos, en particular en materia de gasto social, al acercar los centros de decisión político-administrativos a la gente.

Tal vez el único inconveniente en el modelo es que promovió la llamada pereza fiscal, que hace que los mandatarios prefieren no asumir las consecuencias políticas de aumentar los tributos, mientras creen que una autoridad superior vendrá a rescatarlas. Hay que promover, como en el caso de Bogotá, una creciente responsabilidad fiscal de los municipios y departamentos, sin desmedro del cumplimiento efectivo del deber de solidaridad nacional con las regiones más pobres.

Sigo convencido de la bondad de la descentralización y de su irreversibilidad. Nada bueno lograremos regresando al centralismo anterior. Es necesario, como ya se hizo con la reforma de las transferencias, ajustar los mecanismos, pero también aplicarlos a cabalidad. Uno no puede confundir transferir competencias y recursos con duplicar esfuerzos y malgastar recursos. Eso fue en buena parte lo que nos pasó. El gobierno nacional cumplió con el mandato de pasar los recursos, pero no con la obligación de disminuir en igual proporción sus gastos.

Esta situación alimentó el déficit fiscal que ha sido una de las causas y consecuencias de la crisis económica. Algunos todavía pretenden endilgarle toda la responsabilidad de la crisis al modelo económico supuestamente impuesto por la Constitución.

Eso no es cierto. No hay dogmatismo económico en la Constitución. Simplemente reitera unos parámetros que marcan los límites dentro de los cuales se pueden ejercen muy amplias opciones de política. Es claro que la propiedad privada y el mercado no pueden ser eliminados arbitrariamente. Lo es también que no puede volverse al capitalismo salvaje sin normas ni conciencia.

Lo novedoso de la Constitución en este sentido fue afirmar la necesidad de construir un estado social de derecho, en el cual, como ya lo señalé, todos los colombianos podamos acceder al beneficio de unos derechos sociales fundamentales que nos garanticen condiciones de vida dignas. Esto reafirma el principio esencial de solidaridad y fija la meta de una verdadera justicia social y protección de los más débiles. La Constitución ofrece un marco general para que estos principios sean desarrollados por los colombianos en materia de salud, educación, vivienda o pensiones.

La Carta desmontó, como lo hizo en lo político, el excesivo poder del ejecutivo en materia económica. La autonomía del Banco de la República garantiza que el gobierno no se financie a punta de emitir moneda sin valor, creando un impuesto escondido en la inflación, el cual recae sobre de manera injusta sobre los más pobres. Ahora al gobierno le toca ejercer su disciplina fiscal pues endeudarse o aumentar los impuestos es cada vez más difícil. No tengo duda que esta reducción del poder discrecional del ejecutivo ha sido una de las claves para disminuir la inflación a niveles comparables con los de otros países de la región.

Al igual que en materia política y de derechos, la Constitución buscó entregarle al individuo más libertad, más autonomía frente al estado paternalista, y para ello las garantías sociales son tan importantes como el derecho a la iniciativa.

Libertad, dignidad y solidaridad. Son esos tres principios los que orientan y articulan el edificio institucional de Colombia. Son esos tres principios los que nos permiten que nos reconozcamos como compatriotas y hermanos a pesar de nuestras diferencias. Son esos principios sobre los cuales debemos seguir trabajando. Toda obra humana es un proyecto en proceso de realización y perfeccionamiento. La Carta de los Colombianos lo es. Así como lo es nuestra sociedad. Tenemos el deber, la responsabilidad y la feliz oportunidad de seguir adelante en el camino hacia una sociedad más libre, responsable y solidaria.

Para avanzar hay que retomar el bastón de las reformas, con decisión, con osadía y visión de futuro. El rumbo está claro. Antes de la Constitución del 91 ese camino no existía. Ahora, tenemos la llave para ir abriendo las puertas que nos separan de esa sociedad en la que todos queremos vivir. Ahora, nuestra responsabilidad histórica es la de continuar reduciendo las brechas entre colombianos, hacer realidad las aspiraciones que hace 10 años los colombianos nos fijamos.

Con base en una propuesta de libertad con responsabilidad, dignidad en la diversidad, solidaridad entre iguales, surgió la constituyente y la Carta como un acto de reconciliación y reencuentro entre los colombianos. Fue un acuerdo de paz. Paz entre todos los colombianos, no sólo con los alzados en armas, también con los desvalidos, con los marginados, con nuestras culturas ancestrales y nuestras regiones olvidadas.

Es cierto que, después de consolidarse los acuerdos con el M-19, el EPL, el PRT, el Quintin Lame y algunas milicias, la paz ha sido esquiva. A ninguna Constitución se le puede pedir que por arte de magia haga la paz o imponga orden. Esa no es su tarea. Lo que sí se le puede exigir es que deje espacio suficiente para tomar las decisiones necesarias y proporcione instrumentos adecuados para implementarlas. De ahí que la Constitución haya previsto diversas herramientas para conseguirla. Con realismo, jamás se pensó que el 4 de Julio de 1991 marcaría el silencio de todas las armas. Pero con visión se crearon instrumentos para construir gradualmente la convivencia pacífica. Y la gente lo sabe. En la encuesta que hoy publica el diario El Tiempo solo el 6% de los ciudadanos encuentra alguna relación adversa entre la violencia guerrillera y la Constitución.

Después de la Constituyente, la vía de la violencia quedó deslegitimada, el camino de las reformas allanado e incuestionablemente sentado el fundamento de la acción eficaz de la fuerza pública dentro del estado de derecho.

Si el conflicto se ha degradado no es porque a la gente común le haya faltado valor civil, sino por la insensatez de guerrilleros y paramilitares, por su absoluto desprecio por lo que piensan los ciudadanos de Colombia que aspiran a la paz. Anhelo profundo y colectivo desde donde el Presidente Pastrana ha hecho las ofertas de negociación más generosas.

Hoy, como hace diez años, debemos enfrentar la adversidad con fe, coraje y decisión. Debemos seguir adelante en la certeza de que Colombia es tierra fértil para la semilla de la esperanza y una base sólida para quien quiera construir con generosidad y determinación. Hemos resistido y superado tantos peligros a lo largo de nuestra convulsionada historia que nadie puede dudar de nuestro empecinamiento.

A la Constitución lo que hay es que desarrollarla y si es necesario cambiarla, la Carta es amplia también en mecanismos para hacerlo de manera más fácil y expedita. Hoy como ayer, es claro que el camino de las reformas, la justicia y la igualdad, la equidad no se encuentra en la punta de los fusiles, no se construye con el secuestro, el homicidio o la barbarie.

De la profunda crisis en la que vivimos tampoco podremos salir refugiándonos en el pasado, amparándonos en el sueño autoritario, cediendo los espacios de transformación a los violentos. Esta celebración es un motivo de regocijo para quienes creemos en el cambio por la vía de las reformas, no de las armas; para quienes pensamos que cada crisis trae consigo una oportunidad; Sólo con más reformas y más democracia podremos salir de la encrucijada en la que estamos.

Atrás hay que dejar la nostalgia de una forma de presidencialismo que despierta la ilusión tan común en el subcontinente latinoamericano de cierto mesianismo casi mítico y antidemocrático que hace al Presidente responsable de todo lo divino y lo humano y que nos libera cómodamente a los demás de nuestras culpas, deberes y compromisos sociales (Creo que el Presidente Pastrana lo puede atestiguar).

De nosotros depende cumplir con unos ideales que declaramos sagrados y juramos defender; que plasmamos solemnemente en un texto que debemos desarrollar; que adoptamos en un momento de lúcido consenso que debemos preservar; que hicimos entre todos, sin exclusiones, sin odios ni rencores, pensando sólo en lo mejor para el futuro de Colombia y de nuestros hijos. Por eso, prefiero oír la voz de Galán: “Ni un paso atrás, siempre adelante”.



Muchas gracias