Discursos

CÉSAR GAVIRIA TRUJILLO, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
EN EL FORO SOBRE 10 AÑOS DE LA CONSTITUCIÓN

26 de julio de 2001 - Medellín, Colombia


Quiero agradecer al Centro de Estudios Nacionales, al Colegio de Altos Estudios de Quirama y de manera especial al Doctor Luis Alfredo Ramos, por la invitación que me hicieran para acompañarlos en este foro de reflexión sobre la Constitución de 1991. Desgraciadamente, por múltiples compromisos de la OEA no puedo estar allá con ustedes personalmente, y espero me disculpen.

Hace una década los colombianos, a pesar de las terribles circunstancias que atravesaba la nación, decidimos tener fe en el futuro de nuestra patria. Nos reunimos para diseñar una Carta política que nos permitiera construir un país abierto a todos, sin exclusiones ni distingos de raza, género o religión. Acordamos crear un instrumento de consenso que nos sirviera de puente y guía hacia el siglo 21, hacia la paz y la concordia.

En 1991 el empeño compartido por todos era fortalecer el estado de derecho, renovar las instituciones, hacerlas más participativas, más democráticas. Y lo hicimos con la primera Asamblea Constituyente de nuestra historia elegida democráticamente, representativa de toda la nación, con la participación de sectores marginados, de los tradicionalmente sin voz, y de aquellos que, antes alzados en armas contra las instituciones, vinieron a defender sus ideas con la fuerza de sus convicciones y no con la amenaza de la violencia.

Y en esos años dramáticos, ni el más optimista hubiera pensado que del narcoterrorismo que azotaba a Colombia y en particular a Medellín, surgirían una justicia fortalecida, unas instituciones legitimadas y una democracia revigorizada. Se logró así vencer décadas de frustraciones y esfuerzos perdidos.

En 1991 Colombia entendió y decidió que el orden nunca puede significar autoritarismo ni arbitrariedad. Que el ejercicio legítimo y necesario de la autoridad debe ser acompañado de oportunidades de expresión democrática, de justicia social y de respeto por los derechos del individuo.

Al leer la Carta del 91 puede uno identificar tres principios éticos que la atraviesan y se reflejan en todo su articulado: Libertad, dignidad, solidaridad. Fue en torno a esos valores filosóficos que se aglutinó la diversidad de la nación representada en la Asamblea.

Esos ejes rectores estructuran y dan coherencia al conjunto. Se plasman en materia de derechos ciudadanos y colectivos, en la orientación económica de la nación, y en materia institucional y política.

La promoción y el ejercicio efectivo de los derechos de todos inspiraron el proceso constituyente mismo. Antes, para la gran mayoría de los colombianos, en especial para los más humildes, enfrentar la arbitrariedad era parte de su cotidianidad. Hacer prevalecer sus derechos implicaba recorrer un laberinto tortuoso y frustrante, en el que miles se perdían en los callejones de la apatía o de la violencia.

Después de casi doscientos años de vida republicana era claro que la enumeración taxativa y detallada de las facultades de quien ejerce la autoridad no es garantía suficiente contra los abusos y la arbitrariedad. Era necesario devolverle el poder a los ciudadanos y crear mecanismos para su ejercicio pacífico. Ese objetivo se alcanzó con la Carta de Derechos.

Y no hay derecho más importante que el reconocimiento de la identidad del individuo. La Constitución del 91 le dio carta de ciudadanía a las minorías étnicas y religiosas, a la diversidad de nuestras gentes y regiones. Restauró el derecho a la diferencia no como una concesión sino como una reivindicación que nos enriquece a todos.

De la misma manera, al incluir los derechos económicos y sociales restauró la dignidad de todos los ciudadanos. Algunos privilegiados ironizaron sobre el tema. Para ellos, la Constitución no puede prometer vivienda, salud, educación, trabajo o seguridad social para todos. Tienen razón. Pero es que el objetivo de la consagración constitucional de esos derechos es hacer que se vuelvan un propósito nacional para el cual todos debemos contribuir de manera solidaria.

La herramienta emblemática de este nuevo enfoque humanista fue la tutela. Y con justa razón se ha convertido en el elemento con el cual los colombianos asocian a la Constitución. Hoy nuestros compatriotas conocen mejor sus derechos y que cuentan con los mecanismos para hacerlos valer. La tutela, en particular, los protege cuando todas las demás salidas se cierran.

La acción de tutela les abrió el camino para llegar hasta una justicia antes lejana e inalcanzable. Cuatrocientas cincuenta mil tutelas resueltas en diez años muestran que lo que antes parecía imposible es ahora normal: la justicia funciona. Las personas acuden a ella confiados, convencidos de que la ley no es más para los de ruana únicamente. La tutela ha dado sentido concreto y real a esas palabras escritas que suenan bien pero parecían reservadas para otras latitudes.

El problema ahora es seguir ese ejemplo y reformar la justicia laboral y la justicia civil para hacerlas tan accesibles y eficaces como la tutela.

La Corte Constitucional ha realizado una gran tarea como intérprete y garante de los derechos y ha defendido con independencia y determinación la Constitución. Eso está bien. Es cierto que en algunos de sus fallos en materia económica, trató de trazar línea en terrenos que no le corresponden. Yo mismo lo he señalado sin ambajes. Pero el balance global es altamente positivo.

La Fiscalía General de la Nación representó otro viraje radical en materia de justicia. Aún quienes la vieron nacer con escepticismo, hoy comprenden que Colombia necesita una fiscalía capaz de enfrentar no sólo a quienes violan la ley sino a quienes al hacerlo pretenden desafiar la vigencia del estado de derecho. Y se ha logrado mucho. Su aporte en el desmantelamiento del Cartel de Medellín y del Cartel de Cali fue decisivo. Ha impulsado procesos contra la cúpula guerrillera y los grupos paramilitares con resultados impensables hace una década. Ha destapado ollas de corrupción. Ha respondido ante las masacres y las violaciones más graves a los derechos humanos, y al evitar que esos crímenes queden impunes, ha defendido el derecho de las víctimas.

En materia económica, al igual que en materia de derechos, la Constitución buscó devolver al individuo libertad y autonomía frente al estado paternalista. La filosofía constitucional es la de dar a todos efectivas y reales oportunidades para progresar y para aportar al bienestar colectivo. Por ello las garantías sociales son tan importantes como el derecho a la iniciativa privada.

Algunos todavía pretenden endilgarle toda la responsabilidad de la crisis al modelo económico presuntamente impuesto por la Constitución.

Eso no es cierto. No hay dogmatismo económico en la Constitución. Simplemente reitera unos parámetros que marcan los límites dentro de los cuales se pueden ejercen muy amplias opciones de política. Es claro que la propiedad privada y el mercado no pueden ser eliminados arbitrariamente. Lo es también que no puede volverse al capitalismo salvaje sin normas ni conciencia.

Precisamente, lo novedoso de la Constitución fue afirmar la necesidad de construir un estado social de derecho, en el cual, como ya lo señalé, todos los colombianos podamos acceder al beneficio de unos derechos sociales fundamentales que nos garanticen condiciones de vida dignas. Esto reafirma el principio esencial de solidaridad y fija la meta de una verdadera justicia social y protección de los más débiles. La Constitución ofrece un marco general para que estos principios sean desarrollados por los colombianos en materia de salud, educación, vivienda o pensiones.

Además, la Carta despojó al ejecutivo de un poder excesivo en materia económica. El Banco de la República no puede ser el banquero del gobierno. Su autonomía evita que el gobierno se financie a punta de emitir moneda sin valor. No tengo duda que esta reducción del poder discrecional del ejecutivo ha sido una de las claves para disminuir la inflación a niveles comparables con los de otros países de la región.

En lo político e institucional, la Asamblea Constituyente abrió los espacios, no sólo en la fase de discusión y redacción de la Carta, sino en el ejercicio cotidiano de la política y del manejo del estado. La Constitución cambió el balance de los poderes para reducir el excesivo presidencialismo centralista.

Para ello era necesario cambiar la relación en exceso clientelista entre legisladores y Ejecutivo. La Constitución de 1991 eliminó muchas de las gabelas y nombramientos que promovían esa relación incestuosa.

La reforma del sistema electoral fue otro mecanismo de la Constitución para abrir espacios para el surgimiento de nuevas opciones diferentes al bipartidismo tradicional, para darle cabida a todas las expresiones políticas, en particular las minoritarias, en el seno del legislativo nacional. Esa fue la lógica de la circunscripción nacional para el Senado, de la generalización del uso del tarjetón o de la elección popular de gobernadores.

La descentralización buscaba mejorar la representatividad de las autoridades y su control por los ciudadanos, acabar con la visión paternalista discrecional del gobierno central quien controlaba todos los recursos y mejorar la calidad de los servicios básicos, en particular en materia de gasto social, al acercar los centros de decisión politico-administrativos de la gente.

Por ello no comparto las apreciaciones de quienes creen que la descentralización ha sido excesiva. El nivel local es más apto para tomar en consideración las condiciones particulares y las necesidades específicas de una comunidad determinada. Yo sigo creyendo que la descentralización del gasto social sigue siendo un enfoque apropiado para mejorar los niveles de acceso y de calidad de los servicios de educación y salud.

Tal vez el único inconveniente en el modelo es que se promovió la llamada pereza fiscal, que hace que los mandatarios prefieren no asumir las consecuencias políticas de aumentar los tributos, mientras creen que una autoridad superior vendrá a rescatarlas. Por eso hubiera preferido que la Constituyente adoptara un esquema que autorizara a las municipalidades a crear su tributación en lugar de asignar a las regiones un porcentaje de los ingresos ordinarios. Hay que promover, una creciente responsabilidad fiscal de los municipios y departamentos, sin desmedro del cumplimiento efectivo del deber de solidaridad nacional con las regiones más pobres.

Sigo convencido de la bondad de la descentralización y de su irreversibilidad. Nada bueno lograremos regresando al centralismo anterior. Es necesario, como ya se hizo con la reforma de las transferencias, ajustar los mecanismos, pero también es imprescindible aplicarlos a cabalidad. Uno no puede confundir transferir competencias y recursos con duplicar esfuerzos y malgastar recursos. Eso fue una buena parte lo que nos pasó. El gobierno nacional cumplió con el mandato de pasar los recursos, pero no con la obligación de disminuir en igual proporción sus gastos.

Ahora bien, los que defendemos la descentralización no podemos ignorar que la creciente debilidad fiscal del gobierno central puede hacer abortar todo el modelo e impedir, por física falta de recursos, que se sigan haciendo las transferencias a municipios y departamentos. Es preferible hacer una corrección al régimen de transferencias sin echar para atrás lo que se ha logrado avanzar en descentralización, como lo hizo recientemente el congreso.

Finalmente, en la misma línea conceptual de la descentralización, la Constitución consagró el carácter participativo de nuestra democracia, la cual no puede limitarse a escoger cada tres o cuatro años un representante para que tome todas las decisiones. La Constitución surgió de una vocación participativa y de compromiso de los ciudadanos con su país y este principio, consagrado en la Carta debe ser utilizado como una herramienta más para tomar decisiones que consulten los intereses de los colombianos. Mecanismos como el referendo, la consulta popular y la iniciativa ciudadana o la revocatoria del mandato deben ser revigorizados. La agenda de la democracia participativa fue metida en el refrigerador. Hay que descongelarla.

Libertad, dignidad y solidaridad. Son esos tres principios los que orientan y articulan el edificio institucional de Colombia. Son esos tres principios los que nos permiten que nos reconozcamos como compatriotas y hermanos a pesar de nuestras diferencias. Son esos principios los que hacen de Colombia un país de regiones pero una única nación. Tenemos el deber, la responsabilidad y la feliz oportunidad de seguir adelante en el camino hacia una sociedad más libre, responsable y solidaria.

Nuestro compromiso histórico es el de continuar reduciendo las brechas entre colombianos y hacer realidad las aspiraciones que hace 10 años nos trazamos los colombianos.

Con base en una propuesta de libertad con responsabilidad, dignidad en la diversidad y solidaridad entre iguales, surgió la constituyente, y la Carta como un acto de reconciliación y reencuentro entre los colombianos. Fue un acuerdo de paz. Paz entre todos los colombianos, no sólo con los alzados en armas, también con los desvalidos, con los marginados, con nuestras culturas ancestrales y nuestras regiones olvidadas.

Después de la Constituyente, la vía de la violencia quedó deslegitimada. Desgraciadamente, desde entonces la guerrilla y los paramilitares, en su insensatez criminal, se obstinan en avasallar el pueblo que pretenden defender, en asesinar el futuro que dicen anhelar.

Pero hoy, como hace diez años, debemos enfrentar la adversidad con fe, coraje y decisión. Debemos seguir adelante en la certeza de que Colombia es tierra fértil para la semilla de la esperanza y una base sólida para quien quiera construir con generosidad y determinación. Hemos resistido y superado tantos peligros a lo largo de nuestra convulsionada historia que nadie puede dudar de nuestro empecinamiento.

De la profunda crisis en la que vivimos tampoco podremos salir refugiándonos en el pasado, amparándonos en el sueño autoritario, cediendo los espacios de transformación a los violentos. Hoy como ayer, es claro que el camino del progreso, la justicia y la equidad no se encuentra en la punta de los fusiles, no se construye con el secuestro, el homicidio o la barbarie. Sólo con más reformas y más democracia podremos salir de la encrucijada en la que estamos.

De nosotros depende cumplir con unos ideales que adoptamos en un momento de lúcido consenso y que debemos preservar. Debemos convocar a toda la nación para que entre todos, sin exclusiones, sin odios ni rencores, actuemos pensando sólo en lo mejor para el futuro de Colombia y de nuestros hijos.