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Capítulo I. La nueva dinámica de la integración

Es indudable que desde fines de la década de los 80 y/o comienzos de los 90 el proceso de integración de América Latina y el Caribe ha entrado en una nueva etapa. La misma se ha caracterizado por el dinamismo e importancia que ha adquirido este instrumento y por su revalorización como uno de los ejes centrales de la política de desarrollo de los países de la región.

La larga historia de la integración regional en las últimas tres décadas es de sobra conocida. Si bien pueden rescatarse ciertas experiencias indudablemente positivas, los resultados de este proceso han sido generalmente escasos, lo que ha dejado una visión de fragilidad y desencanto, sobre todo debido al enorme abismo que existió entre las realizaciones y las expectativas que había generado.

Se pueden esgrimir múltiples razones para explicar por qué en la práctica los mecanismos de integración de entonces no pudieron traducirse en avances y realizaciones concretas. Quizás una de las más importantes fue que, desde sus inicios, la integración nunca fue concebida como un proyecto político, y por ende integrada plenamente en las políticas nacionales de desarrollo de cada país. Por el contrario, siempre se le consideró como un mecanismo secundario o complementario de una estrategia de desarrollo basada en una relación Norte/Sur con los países desarrollados, a la cual siempre se le otorgó prioridad.

En segundo término, el propio modelo de desarrollo que siguieron los países de la región durante buena parte de ese período tampoco fue conducente al avance de la integración. El mismo se caracterizó por un crecimiento "hacia adentro", bajo el amparo de altas barreras arancelarias y no arancelarias, que favorecían en cada país la sustitución de importaciones y no el desarrollo de sus propias capacidades y competitividades reales para poderse insertar mejor en el entorno regional y mundial. La integración entre los países se limitó a aspectos meramente comerciales, y el grueso del comercio intraregional se caracterizó por un intercambio de excedentes y faltantes y no en la especialización intraindustrial caracterizante del comercio entre países desarrollados.

Un tercer elemento fue la búsqueda de una integración de dimensión regional (caso ALALC/ALADI), pero que careció de claridad en cuanto a sus objetivos y tampoco contó con un compromiso gubernamental firme y obligatorio en cuanto a los plazos, mecanismos e instrumentos para llevarlo a cabo. Asimismo, el sistema institucional previsto adoleció de serias limitaciones.

Una cuarta razón puede asociarse con las dificultades de integración física prevalecientes en un vasto territorio como el de América Latina y el Caribe. Las carencias en infraestructura física, en particular en carreteras; las deficiencias en los sistemas de transporte y telecomunicaciones y la ausencia de sistemas de información fueron, entre otros, elementos importantes que dificultaron el desarrollo y crecimiento de flujos de comercio entre los países de la región.

Asimismo, en el plano político, las interminables disputas limítrofes entre varios países de la región agudizados por la existencia de gobiernos autoritarios, conflictos bélicos y turbulencias políticas en muchos de ellos, fueron elementos desintegradores que desalentaron los intentos de cooperación en América Latina y el Caribe.

Finalmente, los problemas inherentes a la desigualdad de tamaño económico entre los distintos países, a la heterogeneidad en los grados de desarrollo, incluyendo los diferentes grados de industrialización alcanzados, también tuvieron efectos negativos que menoscabaron los objetivos integracionistas que inspiraron el periodo 1960-1990.

El nuevo dinamismo y profundización de la integración que se visualiza actualmente, responde también a una serie de razones, tanto de orden externo como interno a la región.

En primer lugar, es evidente que esta nueva etapa de la integración latinoamericana y caribeña está relacionada con los profundos cambios que se vienen realizando en la economía mundial desde mediados de la década de los ochenta. En particular, los procesos de globalización e interdependencia de la economía mundial, la formación de grandes bloques económicos concentradores de los principales flujos de riqueza, comercio, inversiones, tecnología y conocimiento y los avances en el desarrollo tecnológico.

Esta nueva situación puso de manifiesto el retroceso sistemático de la América Latina y el Caribe en el sistema de relaciones económicas internacionales. Se ha ido tomado conciencia de que estas profundas transformaciones y nuevos desafíos son hechos reales con los cuales la región debe coexistir y ante los cuales no puede permanecer pasiva o indiferente, si no quiere seguir perdiendo peso y gravitación y quedar aún más marginada de un entorno mundial de rápida evolución. Por otro lado, ha quedado en evidencia que las soluciones a los urgentes problemas que sufre la región no van a llegar de afuera, sino que dependerán básicamente del esfuerzo y recursos propios de la región. Frente a esta realidad, la integración constituye una respuesta válida. La misma deja de ser una opción en la estrategia de desarrollo regional para convertirse en una necesidad tanto política como económica.

El segundo hecho político de importancia proviene del establecimiento y consolidación de los procesos democráticos en la región. Esta coexistencia de regímenes democráticos ha terminado con las sospechas y ambiciones hegemónicas y de dominación, cediendo paso a un auspicioso ambiente de convivencia y cooperación entre los países del área, para enfrentar un destino común.

En tercer lugar, la adopción de políticas similares por parte de los países de la región - en parte voluntaria y en parte inducida por los organismos financieros multilaterales a través de programas de estabilización y ajuste estructural, orientadas hacia una mayor apertura hacia el exterior, ha creado también un ambiente muy favorable para que los países de la región se embarcaran en procesos integradores más ambiciosos en su dimensión y alcance a los del pasado, buscando establecer zonas de libre comercio, uniones aduaneras y eventualmente el establecimiento de mercados comunes.

Un cuarto aspecto, es el nuevo enfoque que adquiere el concepto de integración regional. El mismo pasa a concebirse no sólo como un mecanismo hacia adentro, pero también hacia afuera de la región, buscando realzar su capacidad económica y política y potenciando sus propias capacidades para poder insertarse mejor en un entorno internacional cada día más competitivo y cambiante. La integración constituye pues, una estrategia para potenciar nuestra propia capacidad para relacionamos con el mundo y no darle la espalda, como se ha hecho en el pasado.

Un quinto elemento, de suma importancia, ha sido el liderazgo y decidido apoyo político que ha adquirido la integración por parte de los propios Presidentes de los países de la región. Dicho proceso, ha pasado a ser un tema prioritario de las agendas presidenciales y de sus reuniones periódicas donde se hace un seguimiento exhaustivo de la situación y se ajustan las metas en consecuencia. Esta participación de los Presidentes en la conducción del proceso, ha incidido a su vez en la participación directa de los Ministros y funcionarios nacionales responsables de las políticas sectoriales en el proceso de toma de decisiones de los diferentes acuerdos, en contraste con épocas anteriores.

Una sexta consideración, es indudablemente el carácter más pragmático y realista que ha adquirido el proceso de integración. La misma se ha venido instrumentando a través de mecanismos más ágiles y operativos, como son los acuerdos subregionales y bilaterales, dejándose de lado (por lo menos por ahora) la utilización de los mecanismos regionales. Asimismo, se han establecido objetivos claros, se han fijado plazos estrictos y se han comprometido los instrumentos y procedimientos para lograrlos.

Un séptimo aspecto es que los acuerdos subregionales y bilaterales no se concentran únicamente en aspectos meramente comerciales, sino que abarcan otros temas tales como los servicios, las inversiones, el medio ambiente y la propiedad intelectual. Esta ampliación de objetivos y de disposiciones comunes en una temática amplia, contribuye a la creación de interdependencias reales y permanentes entre los países de la región, lo que consolida el proceso de integración.

Una octava justificación de esta nueva etapa de la integración es la mayor participación de los agentes económicos, políticos y sociales de cada país de la región que integran este proceso. La integración ha dejado de ser sólo la responsabilidad de los gobiernos, para extenderse a otros socios fundamentales, en particular abriendo la posibilidad de una mayor participación del sector privado como actor protagonice en su instrumentación y como fuente principal de dinamismo del proceso.

Un aspecto final tiene que ver con la mayor conciencia que se ha ido adquiriendo a nivel de cada país de los beneficios y los costos asociados a la integración. Es evidente que este desarrollo significa modificaciones estructurales profundas en las economías nacionales para ajustarse a las nuevas realidades. Pero, al mismo tiempo, el espacio económico ampliado asociado a la integración, permite un aprovechamiento más eficiente de las ventajas competitivas de cada país y una mejor inserción en la región y en el mundo. La pérdida de soberanía que conlleva este proceso y que tantos temores generaba en el pasado, se ha ido traduciendo progresivamente en una fusión de soberanías o en una soberanía compartida, superior en su dimensión y alcance a cualquier acción o posición individual frente a los graves problemas que se enfrentan actualmente.

Este nuevo concepto hace que la integración traiga aparejada una menor vulnerabilidad y dependencia de la región frente a factores externos.

Todas estas razones fundamentan la profundización del proceso de integración regional y que éste haya pasado de la fase declarativa a la fase operativa, de la parálisis y estancamiento a la acción.

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