Resoluciones Asamblea General

QUINCE AÑOS DE REFORMA JUDICIAL EN AMÉRICA LATINA: DÓNDE ESTAMOS Y POR QUÉ NO HEMOS PROGRESADO MÁS

Linn Hammergren

INTRODUCCION

Desde comienzos de la década de 1980, los gobiernos, los líderes judiciales, las organizaciones de la sociedad civil y una serie de agencias de ayuda externa se han comprometido a realizar esfuerzos regionales para reformar las instituciones del sector de la justicia en Latinoamérica . Basados con frecuencia en movimientos iniciados décadas atrás, sanciones dirigidas al problema del desempeño sectorial y a las formas en que puede mejorarse, han introducido cambios en el marco legal, la organización y los recursos presupuestales del sector en la mayor parte de los países; han generado un número creciente de programas de reforma que cuentan con ayuda externa, y han involucrado una serie de actores externos, regionales y nacionales en debates acerca del papel que deben jugar las entidades judiciales y otras entidades del sector (la policía, el ministerio público, las asociaciones privadas, las sociedades de ayuda legal, etc.) se han producido asimismo cambios visibles en cuanto al número de entidades operativas de esta índole; en algunos casos ha generado mejoras tangibles mejoras y ha aumentado dramáticamente nuestro conocimiento de los factores atinentes y, por ende, de las restricciones que limitan el desempeño de la justicia. Es claro que si hubiéramos sabido, quince años atrás, lo que sabemos hoy en día, habríamos actuado de una manera un poco diferente o, al menos, habríamos llegado al punto donde nos encontramos ahora en menor tiempo.

La experiencia y el conocimiento acumulado apenas han disminuido el interés por la reforma y las controversias que suscita. La cantidad de fondos nacionales e internacionales dedicados al sector continúa creciendo, mientras que se extiende también el número y tipo de problemas a los que se dirigen. En efecto, algunos observadores han sugerido que nos aproximamos a un punto de rendimiento decreciente -hay un exceso de fondos que persiguen demasiados objetivos, generando una agenda de reforma que ningún conjunto de instituciones nacionales estaría en capacidad de realizar. Aun cuando la situación actual no lo propicia, podemos argumentar que hemos llegado a una etapa en la cual resulta deseable una mayor reflexión y un reordenamiento de las prioridades.

Quince años puede ser un lapso excesivo para lo que se ha logrado, pero la experiencia demuestra que la reforma es, de hecho, intrínsecamente lenta, complicada y conflictiva. Cualquiera que sea el consenso que la anime inicialmente, no será suficiente para manejar la multitud de problemas y de opciones que surgen, ni para incorporar a los muchos actores que exigen participación. Conceptos en apariencia tan sencillos como el de la independencia y han introducido debates fundamentales acerca del papel de las diversas ramas del poder, su responsabilidad individual y colectiva frente a los ciudadanos, y los valores que debieran sustentar sus acciones. El acuerdo inicial sobre la necesidad de eliminar la "pobreza" judicial ha suscitado ahora problemas acerca de cuánto deben gastar las sociedades en la justicia y quién debe hacerse cargo de los gastos. La exigencia de mayores recursos ha conducido también a interrogantes acerca del rendimiento de estas inversiones y de cómo debe ser evaluado. Se ha sugerido que las frecuentes quejas por la falta de progreso en la reforma pueden estar basadas en expectativas poco realistas acerca de lo que puede lograrse - mejores juzgados y tribunales no eliminarán el crimen ni el conflicto social, como tampoco pueden incidir, más que de forma marginal, en las grandes desigualdades sociales. Sin embargo, un marcado progreso en el sistema judicial es una condición necesaria, pero no suficiente, para la solución de males sociales más fundamentales.

No obstante, incluso si se aceptan estas limitaciones a lo que puede lograr la reforma hay espacio considerable para mejorar el diseño y la implementación de las reformas actuales y las de la próxima generación. Como se argumentará más adelante, se requiere una mejor utilización del conocimiento que hemos adquirido, una definición más adecuada de los objetivos y estrategias y un acuerdo sobre ellos, así como una coordinación mucho mayor entre quienes intentan promoverla. A continuación presentaremos algunas recomendaciones específicas. Revisaremos en primer lugar los problemas de fondo, discutiremos luego la evolución de los enfoques adoptados para definirlos y solucionarlos y, finalmente, nos referiremos a aquellos campos que requieren mayor atención. El artículo se centra en el sector judicial, como actor central del sistema de la justicia, por ser aquel cuya reforma ha demostrado ser la más difícil de definir. Muchas de las lecciones y recomendaciones son, sin embargo, aplicables de manera más general; incluyen la gama total de organizaciones e instituciones incluidas en un programa de reforma de la justicia (por oposición a una reforma judicial).

A. EL DESAFÍO DE LA REFORMA JUDICIAL

La reforma judicial no es, por sus objetivos o por las dificultades que enfrenta, un problema exclusivo de América Latina. La rama judicial desempeña una serie de funciones vitales dentro de cualquier sistema político - la definición de los alcances de la ley , la solución de conflictos y el control social - y, cuando deja de ejercerlas de acuerdo con las necesidades y expectativas de los ciudadanos, genera una serie de consecuencias negativas a nivel social, político y económico. A menudo sus deficiencias propician la creación de mecanismos y prácticas alternativas. Estas alternativas pueden resolver los problemas inmediatos de los individuos y los grupos, pero su naturaleza parcial e ilegítima tiende a erosionar el consenso social, a disminuir la predictibilidad y a incidir desfavorablemente sobre formas de interacción más complejas. La obligación de aplicar reglas y acuerdos, cuando es ejercida de manera privada o comunal, restringe inevitablemente su alcance y resultan cada vez menos apropiados para unidades sociales de mayor tamaño. La presión extralegal para forzar las decisiones judiciales puede servir a los intereses individuales pero, a largo plazo, devalúa estas mismas decisiones, debilita la legitimidad judicial y, eventualmente, pone en peligro la legitimidad de la totalidad del sistema político. Lo anterior se aplica cuando los problemas controvertidos involucran a individuos y grupos privados, pero también cuando los implicados son actores y entidades gubernamentales.

Los mismos factores que hacen esencial a la rama judicial impiden también los esfuerzos dirigidos a transformar la manera como opera. A cierto nivel, los desafíos que presenta la reforma judicial son asombrosamente similares en diferentes tradiciones legales, e incluso en países que se encuentran en diferentes estadios de desarrollo socioeconómico. Todas las instituciones son conservadoras, pero las del sector legal lo son tanto por su propósito explícito, como por su función implícita. Su autoridad última y su contribución a la preservación del orden legítimo residen en su menor vulnerabilidad frente a las fluctuaciones a corto plazo respecto a las preferencias sociales y al poder relativo de los grupos sociales. Por consiguiente, la brecha entre su desempeño y las cambiantes exigencias y expectativas es casi inevitable. No debe sorprendernos, entonces, que estas características se extiendan a las dimensiones internas y a las preferencias de sus miembros, incluso en aquellos ámbitos más alejados de sus principales responsabilidades. Los jueces nunca son líderes en la adopción de técnicas gerenciales modernas o nuevas tecnologías, y no es raro que se encuentren décadas atrás del resto del sector público a este respecto. Las prácticas de personal, los requisitos procedimentales e incluso los equipos anticuados son la norma y no la excepción. El computador, el fax o los métodos más eficientes para el registro de información por lo general se adoptan tardíamente y sólo después de considerables disputas acerca de su "legalidad."

Los roles profesionales y la auto imagen son otra de las constantes que comparten todos los sistemas. El juez civil puede ser un burócrata de carrera, pero coincide con su contraparte penal en un enfoque independiente y artesanal hacia su trabajo, que entra en conflicto con técnicas gerenciales tan básicas como la estandarización de los procedimientos, las guías organizacionales para priorizar la atención a las tareas o los objetivos cuantificados de producción. Más aún, los jueces han sido tradicionalmente reyes (o reinas) en sus cortes y rechazan con frecuencia la idea de delegar oficialmente las decisiones logísticas a gerentes profesionales o la de compartir personal de apoyo. La formación profesional y una tradición de independencia judicial (a pesar de que en la práctica no siempre se respete), entran también en conflicto con medidas dirigidas a supervisar el desempeño, a incrementar la responsabilidad inter o extra judicial, o a tratar abiertamente problemas disciplinarios y éticos. A ninguna profesión le agrada ventilar su ropa sucia en público, pero los jueces, para detrimento de su colectividad, se muestran especialmente reticentes a hacerlo.

Finalmente, se encuentran a menudo vicios o distorsiones institucionales en diferentes tradiciones legales. La corrupción judicial, el refugiarse en el formalismo legal ante las amenazas externas (decidiendo según la letra, pero no según el espíritu de la ley), y las decisiones prejuiciadas por motivos políticos o de otro tipo son quejas frecuentes, especialmente en aquellas sociedades afectadas por cambios rápidos y fundamentales. Aunque a menudo estas situaciones son iniciadas por actores que no pertenecen al sector judicial, como manera de reducir los costos individuales de las transacciones, pueden convertirse en parte de la cultura organizacional informal, e insertarse así en una red de intereses creados que se opondrá a su eliminación. Desde luego, las oportunidades para la corrupción, sus formas e incidencia varían mucho, pero no hay sistema judicial donde no se presente.

No debe sorprendernos entonces que exista una similitud sustancial entre el tipo de medidas sugeridas para mejorar el desempeño individual y organizacional - presupuestos y salarios más altos, más personal, equipos e infraestructura, reformulación de leyes sustantivas, procedimentales y organizacionales; reorganización que incluye tanto la eliminación y la adición de jurisdicciones especiales; capacitación del personal judicial y administrativo ; adopción de prácticas y técnicas modernas de administración en los juzgados individuales y en todo el sistema ; introducción de nuevas categorías de personal judicial y administrativo ; sistemas de nombramiento judicial revisados y calificación de candidatos ; introducción de criterios éticos y de desempeño, sistemas disciplinarios y de supervisión.

Las diferencias entre las principales tradiciones legales y al interior de cada una de ellas generan, de hecho, ciertos - "patrones de dependencias" en su evolución natural y en sus preferencias de reforma. Estas últimas se evidencian en una mayor confiabilidad en algunas medidas en lugar de otras, en variaciones de detalle en las intervenciones específicas, en los modelos generales adoptados y en las maneras de introducirlos. La capacitación judicial, por ejemplo, es un remedio universal, pero su contenido, formato e integración con los nombramientos y los sistemas de carrera varía considerablemente. La mayor parte de las reformas tratan de incrementar el factor de mérito en los nombramientos, pero qué se entiende por mérito es todavía un asunto controvertido, incluso para cada sistema individual. Cómo definen los países los problemas y qué consideran como soluciones aceptables incide también sobre las reformas. Asesores norteamericanos que trabajaron en América Latina a comienzos de la década de 1990, encontraron que sus contrapartes locales estaban menos interesadas en reducir las demoras que en medidas para combatir la corrupción e incrementar la autonomía judicial. Mientras que los latinoamericanos estaban interesados en adoptar procedimientos penales más acusatorios (que percibían como más efectivos y menos susceptibles de abuso), se mostraron menos receptivos al concepto de negociación de penas, al que muchos juristas norteamericanos consideran fundamental para su éxito. Si bien los sistemas alternativos de resolución de conflictos (SARC) han conseguido ahora aceptación en toda la región, cinco años atrás muchos jueces y abogados latinoamericanos los consideraban como una abominación, argumentando que ponía en peligro la integridad judicial y el derecho básico al debido proceso.

Sin embargo, son los medios de introducir los cambios lo que parece variar de manera más consistente entre la tradición del derecho civil y la del Common Law. La tendencia de esta última a establecer lo judicial como una rama verdaderamente independiente del gobierno ha asignado en mayor medida a la rama judicial la introducción y puesta en práctica de estos cambios. En los Estados Unidos, la legislatura ordena reformas ocasionalmente, pero deja a las cortes su diseño y aplicación. En la tradición del código civil, una rama judicial menos independiente y a menudo más penetrada por lo político, ha dado prioridad con frecuencia a la rama ejecutiva. Es de interés señalar que esto tiende a ser cierto bien sea que lo judicial dependa de la rama ejecutiva (a través del Ministerio de Justicia), o cuando tiene la responsabilidad de su propio gobierno (a través de la Corte Suprema). Esto, como lo veremos más adelante, ha generado a menudo conflictos en los sistemas latinoamericanos, dada la aspiración histórica, y sin duda idealizada, de la rama judicial a una autonomía semejante a la norteamericana, y a una larga tradición de fuerte intervención, a menudo ilegal, del ejecutivo en los asuntos judiciales.

Estos conflictos suscitan un dilema decisivo que, de una forma u otra, confronta todos los esfuerzos de reforma judicial. Incluso aquellas reformas manejadas por una agencia no judicial, y ciertamente aquellas dirigidas por la rama judicial, combinan por lo general dos objetivos: mayor eficiencia y eficacia, y mayor autonomía. Tanto a nivel interno (a nivel de los jueces individuales), como externo (en relación con otras fuerzas políticas y económicas), el sistema judicial no es concebido por lo general como un sistema de mando. Se espera de los jueces individuales y de la rama judicial que desempeñen sus funciones en cumplimiento de la ley, más que en cumplimiento de las instrucciones de un actor superior o extra judicial. Como lo sugiere el caso latinoamericano, los dos objetivos están relacionados, por cuanto la menor eficiencia y eficacia judicial se atribuyen, por lo general, a la intervención externa. Sin embargo, cualesquiera que sean las dificultades implicadas en hacer que una organización y sus miembros sean más eficientes o más independientes, lograr los dos objetivos a la vez constituye un reto extraordinario.

B. EL PROBLEMA DE LA REFORMA JUDICIAL EN LATINOAMÉRICA

Aun cuando técnicamente se encuentran dentro de la familia del código civil, los sistemas judiciales latinoamericanos evidencian también influencias del Common Law. Las disposiciones constitucionales (una definición de la separación de poderes que, en la mayor parte de los casos, confiere a la rama judicial y no al Ministerio de Justicia la responsabilidad por su propio gobierno, manejo administrativo y sistema de nombramiento interno), y algunas prácticas específicas (control judicial, uso ocasional de jurados) a menudo imitan los modelos norteamericanos. Esta mezcla, junto con el contexto histórico y social más amplio, comunican un giro único a los patrones institucionales latinoamericanos. Casi dos siglos de desarrollo nacional independiente los han separado también de las tendencias europeas posteriores, y les han añadido rasgos idiosincrásicos adicionales. Cabe mencionar, por ejemplo, una marcada desprofesionalización de muchos de los sistemas judiciales de la región, que acompaña al surgimiento de partidos políticos de masas y su colonización del proceso de nombramiento; un sistema de carrera respetado en teoría, pues los gobiernos que entran sustituyen a la mayor parte de los magistrados por sus propios seguidores; la tardía y por lo general incompleta adopción de programas de capacitación judicial especializados; la desaparición virtual del Ministerio Público en unos pocos países y su debilitamiento en casi todos los demás. Como consecuencia de lo anterior, los sistemas judiciales latinoamericanos han tendido a ser menos pertinentes desde el punto de vista funcional y, al mismo tiempo, más penetrados políticamente que sus contrapartes europeas. Si bien en ocasiones han sido manipulados por los poderosos, ha sucedido con igual frecuencia que sean ignorados. Al carecer de una clientela política o económicamente significativa, al menos en lo que respecta a sus funciones formales, se han convertido en nidos de intereses creados secundarios, dependientes de estrategias de supervivencia que van desde la falta de incidencia intencional hasta el sometimiento abyecto a quienes detentan en ese momento el poder.

Con algunas excepciones, el patrón general está constituido por una serie de círculos viciosos: la falta de incidencia produce mayor abandono y las deficiencias de los canales formales propician que se acuda a los canales informales, bien sea dentro del sector judicial o fuera de él. El abandono ha significado salarios y presupuestos más bajos y, por consiguiente, peores servicios, personal menos calificado y mayor vulnerabilidad frente a la corrupción. Cuando llevar un caso ante un juzgado significaba demoras interminables y decisiones arbitrarias, quienes podían hacerlo compraban las sentencias o buscaban formas alternativas para resolver sus conflictos. Estos acuerdos satisfacían las necesidades de unas sociedades tradicionales y altamente estratificadas, pero cada vez resultaban menos convenientes, dadas las condiciones de crecimiento económico más dinámico, la diversificación social y una política más incluyente de base masiva. El gran número y variedad de los conflictos, el aumento del crimen y los nuevos tipos de actividad criminal, aunados a una menor capacidad de limitar los intercambios a personas bien conocidas, hacen menos confiables los sistemas informales e incrementan la exigencia de un desempeño judicial más eficiente y efectivo. Irónicamente, incluso la corrupción se hace menos predecible y "aplicable." Quienes alguna vez dependieron de ella para sus trámites con el sistema formal pueden encontrarse ahora entre quienes exigen jueces "honestos."

La exigencia de cambio es una condición necesaria pero nunca una condición suficiente para la reforma. En primer lugar, las personas insatisfechas pueden no estar motivadas por las mismas quejas o por la misma concepción de lo que sería un mejor sistema. Esto hace difícil llegar a un acuerdo acerca de mejoras específicas y mantener el apoyo para su aplicación. Es posible que los participantes abandonen una alianza para la reforma cuando los cambios iniciales satisfacen sus necesidades más urgentes, o indican la probabilidad de una pérdida neta individual si continúa el programa. Una vez que obtienen salarios y presupuestos más altos, es posible que los jueces dejen de presionar por el cambio, en especial si significa la pérdida de ingresos adicionales por concepto de sobornos o la imposición de criterios de desempeño más severos.

En segundo lugar, es preciso diseñar soluciones, y las más evidentes tal vez no sean las más apropiadas. Las soluciones tradicionales e institucionalizadas - nuevas leyes, presupuestos más elevados, más juzgados o purgas judiciales masivas - no han producido ningún milagro y, en ocasiones, han empeorado la situación. Como lo indica un gran número de ejemplos, el alza salarial no produce por sí misma sentencias menos corruptas o más acertadas legalmente, mientras que la amenaza de purgas puede contribuir únicamente a que el personal aumente su uso ilegal del cargo mientras lo detenta.

En tercer lugar, las instituciones, a pesar de todas sus disfunciones, atraen intereses creados. Si bien es posible que nadie tenga interés en la totalidad del sistema, cada uno de sus elementos tiene simpatizantes que se opondrán al cambio o trabajarán para debilitarlo. Dado que el cambio institucional es intrínsecamente complejo y, por lo general, lento, ofrece considerables oportunidades para la desviación a lo largo del proceso. Por todas estas razones, aun cuando prácticamente todos los países latinoamericanos hayan iniciado algún tipo de reforma judicial, la mayor parte de ellas están lejos de concluir. Si bien los sistemas judiciales han cambiado, la medida en que han mejorado su desempeño es altamente controvertida. Más aún, en varios casos puede detectarse un movimiento en contra de la reforma por parte de jueces, abogados, élites políticas y económicas e incluso dentro del público. Se trata de un fenómeno diferente al de la resistencia presentada inicialmente a la reforma, pues se basa más bien en las consecuencias inadecuadas o no anticipadas de los primeros programas implementados.

C. LA EXPERIENCIA DE LA REFORMA JUDICIAL LATINOAMERICANA

Al tratar con el dilema de la reforma, Latinoamérica ha pasado por dos fases al menos, y es posible que entre ahora en una tercera. La primera podría llamarse el enfoque mecanicista, caracterizado por la introducción de una serie de medidas particulares, dirigidas a resolver problemas específicos de producción. La segunda, un enfoque sistémico o técnico-institucional, considera que el mal desempeño es consecuencia de conjuntos completos de prácticas interdependientes que deben ser transformadas simultáneamente. Varios años de experiencia con este enfoque y el hecho de que haya tenido resultados muy variados, promueven ahora un nuevo examen. Este puede conducir a ulteriores refinamientos, o a una tercera generación de reformas, basada en una apreciación diferente de la dinámica de los cambios proyectados. Estas etapas son, de alguna manera, acumulativas - la transición de una a otra no ha implicado descartar las soluciones anteriores, sino más bien redefinir sus condiciones de éxito.

Durante la mayor parte de su historia independiente, el enfoque latinoamericano hacia la reforma ha sido en gran medida mecanicista, por cuanto intenta rectificar las deficiencias del desempeño judicial a través de innovaciones aisladas. Estas imitan a menudo medidas introducidas anteriormente en Europa o en los Estados Unidos. Reforma significa, en la mayoría de los casos, redactar de nuevo las leyes - hacerlas coincidir con las tendencias "modernas" y, ocasionalmente, resolver problemas concretos más específicos. La región ha presenciado verdaderas olas de reforma judicial ; la más reciente se inició en la década de 1960 con el movimiento del código modelo. No obstante, el impacto del cambio legal era a menudo mínimo. Los nuevos códigos, una vez aprobados, casi nunca entraban plenamente en vigencia; el cumplimiento de sus disposiciones era con frecuencia meramente formal o simbólico. Su plena implementación requería recursos organizacionales y de otro tipo que no existían en el país que los adoptaba, y una mejor comprensión de su contenido por parte de los profesionales de la ley y del público, así como un conjunto diferente de valores y de sistemas de incentivos.

Las reformas financiadas por donantes, que se iniciaron en los años sesentas con el Movimiento de Derecho y Desarrollo, y en los años ochentas con los Programas de Administración de Justicia de la USAID, introdujeron un conjunto de innovaciones más amplio, pero adolecían de la misma visión limitada y sus consiguientes restricciones sistémicas. La mayor parte de estos programas reconocían la mayor dimensión del problema, pero aún depositaban una gran confianza en la adición selectiva de algunos elementos que faltaban - por lo general, programas de capacitación, nuevos sistemas administrativos, mejores herramientas de investigación y técnicas para evaluación de pruebas. En coordinación con los reformadores latinoamericanos, se trabajó también en el incremento de los presupuestos judiciales, al identificar algunos de los problemas como la tradicional pobreza de la rama, y con el objeto de reducir el control partidista de los sistemas de nombramiento. Aun cuando los reformadores locales eran menos firmes en lo referente al uso eficiente de los nuevos recursos, coincidieron con los donantes en que aumentarlos era mejor y que una menor intervención del Ejecutivo, tanto en la administración financiera como en los nombramientos, incrementaría la independencia judicial, eliminando así una de las principales restricciones sobre su desempeño.

El énfasis en la independencia judicial fue el primer elemento del giro hacia una estrategia sistemática de reforma, en la cual se reconocía que las soluciones aditivas aisladas no llevarían muy lejos. Las conductas problemáticas obedecían, por lo general, a varias causas que deberían ser enfrentadas todas a la vez. Así, la segunda ronda de reformas apoyadas por donantes (los proyectos de la USAID posteriores a 1990 y los del Banco Mundial y el BID), adoptaron estrategias más completas e integradas, intentando trabajar simultáneamente en varios aspectos de la organización judicial, procedimientos, leyes y vínculos externos. En los proyectos de reforma del derecho penal de la USAID, el cambio procedimental legalmente orientado se convirtió en el tema de motivación alrededor del cual se organizaban las intervenciones que anteriormente se encontraban aisladas. Si los sistemas judiciales no podían manejar adecuadamente el crimen, propiciaban la impunidad e incurrían ellos mismos en violaciones de los derechos humanos, esto se debía en parte a que los procedimientos legalmente definidos eran inadecuados, pero existían también otras causas. Su personal profesional y administrativo estaba mal capacitado y carecía de habilidades básicas; sus sistemas de nombramiento y de personal recompensaban los contactos políticos y no el mérito; sus sistemas administrativos eran anticuados, ineficientes y vulnerables a la corrupción; el personal profesional y administrativo estaba mal remunerado, pobremente equipado y carecía de seguridad laboral ; y sus clientes (los abogados privados y el público) tenían expectativas (basadas, por lo general, en experiencias anteriores), que no propiciaban decisiones y acciones profesionales y objetivas. Por consiguiente, si los cambios ordenados por la ley habían de afianzarse, todos estos otros elementos deberían ser tenidos en cuenta también.

Los visibles cambios y mejoras parciales en la operación de la rama judicial en Latinoamérica durante la última década sugieren que el enfoque sistémico ha tenido algún éxito. Las violaciones de los derechos humanos han disminuido; los países ha reducido individualmente el atraso judicial y el tiempo para resolver al menos cierto tipo de casos ; se atiende a un mayor número de clientes ; los jueces parecen tener un mejor conocimiento de la ley, ser menos arbitrarios en sus decisiones, o al menos cometer abusos menos fragantes ; algunos tribunales han comenzado a retirar a los jueces y administradores incompetentes ; los países caracterizados por una gran impunidad han comenzado a juzgar a ciudadanos y funcionarios prominentes ; y las corporaciones judiciales (las Cortes Supremas o los Consejos Judiciales) parecen tomar más en serio su labor.

No obstante, los avances han sido desiguales, tanto dentro de los países como entre ellos. Algunos de los programas de donantes más grandes y ambiciosos parecen haber producido los avances menos cuantificables - el programa de la USAID en Colombia (que apoyaba una reestructuración extremadamente ambiciosa de la totalidad del sector de la justicia), o el proyecto del Banco Mundial en Venezuela podrían aducirse como ejemplos de lo anterior, aun cuando, en ambos casos, los participantes argumentan que es demasiado pronto para hacer esta apreciación. Incluso en aquellos países en los que parece haberse conseguido más, los observadores han puesto en duda la calidad de los logros o su importancia a largo plazo. Los nuevos programas, tal como han sido diseñados e implementados, parecen estar motivados a menudo por criterios ajenos o contraproducentes, que en ocasiones contradicen abiertamente las lecciones acumuladas de las experiencias anteriores. Se han reformulado más leyes, pero la atención que recibe su calidad intrínseca o las condiciones para su efectiva implementación son escasas. Se invirtió dinero en infraestructura, equipos y programas masivos de capacitación, pero los sistemas de nombramiento aún siguen regidos por contactos personales y partidistas; los sistemas disciplinarios y de evaluación no existen o son poco utilizados, el rezago judicial se acumula y los retrasos aumentan. Presupuestos más elevados y un mayor control judicial de la administración y del manejo financiero han producido en ocasiones mayores oportunidades para el uso dudoso de los recursos, mientras que la introducción de los Consejos de la Judicatura ha transferido a menudo las prácticas indeseables de los tribunales a las nuevas entidades. Los esfuerzos por despolitizar el nombramiento de los magistrados de la Corte Suprema no ha generado candidatos evidentemente mejores y, a menudo, ha significado tan sólo el paso del control de un solo partido a la colonización multipartidista. Tribunales y Consejos más independientes han generado con frecuencia una escalada de conflictos con las otras ramas del poder, llevando a algunos ciudadanos y a muchos políticos a poner en duda la sabiduría de conferirles mayor autonomía.

La interpretación y análisis de estas situaciones apenas comienza, y las conclusiones inmediatas difieren mucho entre sí. Los escépticos argumentan que el nuevo enfoque no es tan diferente de lo que lo precedió, y que su aparente éxito tiene otras explicaciones. Muchas de las mejoras visibles pueden ser atribuidas a otras causas: presupuestos judiciales más elevados, el peso de los años de intentos de reforma, una mayor presión exógena en favor del cambio socio-político, o el diseño mejorado de sus elementos constitutivos basado en las lecciones acumuladas de la experiencia pasada. Puesto que los nuevos programas sistémicos son necesariamente mucho más amplios, tampoco resulta claro si se trata de una mejor estrategia, o si son las mayores y mejoradas intervenciones individuales las responsables del cambio. Los programas de mayor alcance aumentan las posibilidades de atinar a los elementos correctos, pero si estos son relativamente poco numerosos, el resto de la inversión puede ser superfluo. Más aún, este enfoque frente a la reforma corre también el riesgo de ignorar las intervenciones críticas y así, a pesar de considerables inversiones, no producir una mejora importante.

Sus defensores argumentan que la estrategia sistémica sí representa de hecho un cambio cualitativo, que explica las mejoras reales obtenidas y, que en aquellos casos en los cuales los resultados han sido menos dramáticos, lo único que se requiere en un poco de afinamiento. Por una parte, quizás requiera sencillamente más tiempo; los cambios organizacionales y técnicos tendrán un impacto sobre el comportamiento, así no sea tan rápido como se esperaba. Toma tiempo implementar nuevas leyes de manera efectiva. Los jueces dotados de computadores y de mejores sistemas de archivo adoptarán eventualmente un nuevo enfoque hacia a su trabajo. Los tribunales o los Consejos que dispongan de sistemas de manejo de la información comenzarán a utilizarlos para supervisar el desempeño y planear el desarrollo organizacional. Por otra parte, es posible que el problema resida en la falta de atención a los detalles técnicos - conjuntamente, los diferentes elementos tendrán el impacto deseado, pero sólo si se adoptan de manera correcta. De allí la búsqueda del mejor modelo para los Consejos de la Judicatura, el proceso de nombramiento, el programa de capacitación, los códigos de procedimiento o el sistema de información computarizada.

Para un tercer grupo de personas, sin embargo, confiar en un amplio espectro de intervenciones, en su mayoría técnicas, no es suficiente. Aparte del posible desperdicio de recursos en actividades menos productivas, el enfoque sistémico ha sido criticado por su incapacidad de priorizar los elementos, el consiguiente enfoque asistemático hacia el cambio y, más específicamente, por su ataque, indirecto en el mejor de los casos, al problema de fondo- los intereses e incentivos que motivan el pobre desempeño - problema que dejan intacto o que permiten que sea trasladado a las estructuras "reformadas." Incluso diez años atrás, los escépticos argumentaban que el hacer reparaciones particulares a un sistema fundamentalmente viciado podría incrementar las deficiencias. Las nuevas leyes y organizaciones se limitarán a permitir que los viejos vicios aparezcan en lugares diferentes. Los programas de capacitación pueden enseñar los valores incorrectos, los sistemas de información mejorados pueden ser usados para ejercer mayor presión individual sobre los jueces, y la incrementada financiación de equipos e infraestructura puede dar lugar a mayores oportunidades para pagos indebidos. Pocos de estos escenarios donde se contempla lo peor han sucedido, pero la mezcla de soluciones parece haberse enfocado con frecuencia más hacia los problemas superficiales o secundarios que hacia las quejas más fundamentales.

La pasada década de esfuerzos reformistas ha ampliado la comprensión de la naturaleza de las debilidades judiciales, de los factores institucionales que las propician y de la diversidad de intervenciones que pueden modificar las restricciones prevalecientes. No obstante, la utilidad de este conocimiento depende de su aplicación efectiva y dirigida. El propio proceso de reforma y la participación de los donantes en él introduce su propio sistema para desincentivarla, especialmente en lo que se refiere a dos de las más frecuentes críticas - el desperdicio y los esfuerzos mal encaminados. Los donantes necesitan producir programas; los líderes judiciales y las élites políticas siempre aceptarán más recursos. Allí donde estos dos intereses coinciden con mayor facilidad puede no ser el lugar donde el cambio resulta más decisivo.

Los impedimentos puramente culturales a un mejor diseño de la reforma merecen más atención; pueden ser más difíciles de superar que la simple corrupción. Un aliado bien intencionado que respalda una solución absurda es más difícil de manejar que uno motivado por el interés personal. Las autoridades locales optan a menudo por mecanismos mal diseñados debido a sus prejuicios culturales o por no estar familiarizados con mejores alternativas. El número de tribunales y prisiones diseñado por arquitectos que desconocían sus requerimientos especiales es uno de los muchos ejemplos de lo anterior. El trabajo con frecuencia se adjudica a un amigo de los poderosos, pero la elección en ocasiones depende tanto de la ignorancia como de cualquier ventaja personal que se quiera obtener con ella. Cuando se aprueban leyes sin considerar el costo de su implementación, o los sistemas de méritos se basan en criterios que parecen poco pertinentes, se trata de falta de experiencia y no de que se actúe con miras a un beneficio personal. En una ciencia tan poco exacta como la reforma judicial, hay todavía mucho espacio para diferencias de opinión informadas, pero esto hace aún más importante que saquemos provecho de lo que ya sabemos.

Los esfuerzos mal dirigidos son probables también cuando los líderes nacionales más lógicos - la Corte Suprema, un Consejo Judicial, un Ministerio, las élites políticas, o una "unidad de implementación del proyecto," especialmente creada para este efecto - son parte del problema, bien sea porque ellos mismos se beneficiaban de la situación existente, comenzaron o desarrollaron una agenda diferente para el cambio o, sencillamente, carecen de la motivación, la habilidad o el poder para poner en práctica la reformas. Las reformas que de hecho progresaron, con frecuencia lo hicieron debido a circunstancias únicas - una Corte o Presidente de la Magistratura especialmente progresista, un actor de la rama ejecutiva que la adoptó como una de sus banderas, o una comunidad donante excepcionalmente intervencionista. Tales circunstancias no sólo fueron únicas, sino bastante efímeras. La Corte cambió, el Ministro renunció a su cargo o el donante se marchó, y el ímpetu de la reforma desapareció otra vez.

El cambio institucional no es solamente lento; es también impredecible y conflictivo. Quien haya pensado que puede diseñar un programa amplio de reforma para implementarlo en cinco años, no vive en el mundo real. No obstante, en algunos casos, las demoras excesivas, las inversiones masivas con resultados mínimos o adversos, y los pocos casos de éxito apreciable sugieren, en efecto, que las reformas deben ser más sistemáticas y sistémicas en su aproximación, y que quizás haya llegado el momento para un enfoque de tercera generación, más selectivo en lo que quiere lograr y en cómo obtenerlo, que dé prioridad y secuencialidad a los tipos de cambio y que examine más de cerca los sistemas de incentivos externos e internos y trate de modificarlos. Antes de abordar estos temas, ofrecemos el siguiente resumen de algunas de las lecciones que ha dejado la experiencia:

1. Más de una década de experiencia con la reforma apoyada por donantes en América Latina ha generado una gran cantidad de conocimiento acerca de las restricciones institucionales al desempeño judicial y acerca del impacto de diferentes tipos de mecanismos de reforma, especialmente en lo relativo a cómo moldean el comportamiento de los miembros individuales de las organizaciones. Si bien no siempre sabemos qué funciona mejor, podemos al menos identificar los beneficios potenciales de introducir programas de capacitación, sistemas de carrera judicial, nuevas leyes o mecanismos administrativos, y conocemos los problemas que debemos evitar.

2. La experiencia sugiere también que no hay una única manera de dar en el blanco. El cambio institucional efectivo opera a través de una variedad de mecanismos interrelacionados y depende de su influencia conjunta más bien que del impacto de uno sólo de ellos. Sin embargo, más no es siempre mejor, y una estrategia efectiva debe priorizar y secuencializar sus elementos.

3. En el diseño e implementación de los programas de reforma, es probable que las mismas restricciones institucionales que se desea eliminar impidan su progreso. Aparte del problema evidente de la corrupción endémica y, por ende, el peligro de que las reformas sean mal utilizadas o encaminadas al beneficio privado, estas incluyen factores como la débil programación y capacidad administrativa, la falta de comprensión o valoración de disciplinas y tecnologías no tradicionales, la excesiva confianza en redes de relaciones por oposición al mérito o a la pericia en la selección del personal, y un enfoque formalista o de principio en lugar de un enfoque instrumentalista o basado en resultados para la fijación de objetivos.

4. Estas restricciones resultan especialmente decisivas en lo referente al problema de quién debe dirigir las reformas. Incluso cuando se establecen unidades especiales para este efecto, es probable que ellas y sus integrantes se vean obstaculizados por estas mismas limitaciones y, si esto no ocurre, con frecuencia desaparecen al poco tiempo. Las oficinas de implementación de proyectos son conocidas por emplear como funcionarios a amigos y parientes poco calificados de quienes los seleccionan, y por estar más preocupadas por agradar a quienes las patrocinan que por maximizar el progreso de las reformas.

5. No todas las diferencias tienen soluciones técnicas, e incluso aquellas que las tienen, están vinculadas por lo general a preferencias subjetivas. Una mejor comprensión acerca de cómo capacitar a los jueces, o incluso acerca de cómo relacionar la capacitación con cambios de comportamiento específicos no puede, por sí misma, resolver algunos interrogantes fundamentales relativos a cuál debería ser este comportamiento. Conocemos maneras de incrementar la autonomía judicial, pero aún nos falta llegar a definir qué tan independiente debe ser esta rama. Podemos calcular el costo de diferentes niveles de servicio judicial, pero el nivel ideal es una opción valorativa. Por estas razones, las comparaciones del porcentaje del presupuesto que se asigna a la justicia en diferentes países son ilustrativas, pero en modo alguno definitivas.

6. La reforma judicial es política, no en el sentido de tener preferencias partidistas, sino porque, al igual que la política, trata de la asignación legítima de valores o acerca de quién obtiene qué, cuándo y cómo. Cualquiera que sea su impacto a largo plazo, a corto plazo habrá ganadores y perdedores - magistrados o ministros que pierden los beneficios asociados con controlar los nombramientos, personas cuya capacidad de comprar o vender juicios se ve restringida, o personas que se ven afectadas de otras maneras por el cambio de las reglas del juego.


D. ALGUNAS ÁREAS ESPECÍFICAS QUE REQUIEREN MÁS ATENCIÓN

Obviamente, uno de los obstáculos para el éxito es nuestra incapacidad de llegar a algunos acuerdos básicos acerca de objetivos y propósitos. El tratamiento actual no intenta avanzar en este sentido; por el contrario, se centra en las áreas de incremento de mejoras, en maneras de realizar mejor lo que ya hemos decidido que se desea hacer. A medida que se efectúan estas mejoras, sin embargo, deberíamos tener en mente los asuntos más trascendentales - puesto que siempre hay el peligro de resolverlos inadvertidamente y con consecuencias claramente indeseables. Más aún, en cuanto progresen las reformas, eventualmente aparecerán estos asuntos. Tal parece ser el caso en aquellos países que más han avanzado o en los que han intentando los cambios más radicales. Colombia puede ser un ejemplo de la segunda categoría - el progreso desigual, las consecuencias imprevistas, y la escalada de costos de las reformas de 1991 obligarán probablemente a prestar atención a los asuntos más fundamentales a corto plazo, pues tanto los participantes como los ciudadanos comunes reconocen las negociaciones implícitas de esta agenda extremadamente ambiciosa y no totalmente consistente.

1. Mejor uso del conocimiento acumulado

Aun cuando quince años de experiencia con la reforma han contribuido a desarrollar un cuerpo sustancial de conocimientos acerca de qué funciona y qué no a nivel de las actividades cotidianas, dos tendencias opuestas operan en contra de su uso adecuado. La primera es el deseo, de parte de muchos participantes, de inventar de nuevo la rueda - de negar que sus problemas están relacionados con aquellos de otros países, y exigir, por consiguiente, que se desarrollen nuevas soluciones para sus circunstancias especiales. Es importante diseñar respuestas a las realidades nacionales, pero dejar de considerar en primera instancia otras experiencias ha llevado a malgastar recursos y, a menudo, ha producido soluciones que son diferentes pero no mejores que las de los modelos disponibles. Este fenómeno se presenta con especial frecuencia en el diseño de servicios complementarios (esto es, no judiciales) y de sistemas de información, como también, hasta cierto punto, en la expedición de nuevas leyes. Una tendencia opuesta, pero igualmente perjudicial, es la imitación irrestricta - la adopción de "éxitos" sin prestar mayor atención a las circunstancias especiales que permitieron que funcionaran, o sin analizar lo que significaron realmente. Este último punto es de particular importancia - quienes han vivido con los Consejos de la Judicatura, los procedimientos penales acusatorios o la resolución alternativa de conflictos suelen asombrarse de las virtudes que atribuyen a estos sistemas quienes promueven su adopción en otros lugares. La justicia, como toda otra disciplina, tiene sus modas, y rara vez resultan tan efectivas como lo sugiere su inmediata popularidad.

Estas dos tendencias, a menudo evidentes en los mismos programas, son compartidas por todos los participantes en las reformas, incluyendo a los donantes importantes y secundarios, y los asesores técnicos que se vinculan a ellas. En este último caso, causan especial perplejidad y perjuicio. Se presume que los donantes y los asesores externos tienen una visión más global y, por ende, un dominio mayor de las lecciones de la experiencia. No obstante, es frecuente encontrar que incluso los programas apoyados por el mismo donante, no son homogéneos con los programas del mismo donante en otros lugares, y que adoptan medidas que han mostrado resultados poco satisfactorios o hacen inversiones para inventar de nuevo mecanismos que ya han tenido éxito.

Hay una multitud de explicaciones para estos fenómenos. La sola naturaleza humana dictamina que todos deseamos ser especiales, y que los arreglos rápidos son más atrayentes que las soluciones complejas. Estudiar un problema es un trabajo arduo y a menudo ingrato; las soluciones originales por lo general le confieren mayor crédito a sus autores, y es menos probable que se escuche a quienes obstaculizan sus recomendaciones con intimidaciones y condiciones que a quienes prometen un éxito rápido e incondicional. La reforma de la justicia se propone mejorar el desempeño judicial, pero también es un negocio y una causa política; ofrece, por consiguiente, oportunidades a los participantes para transcender o circundar sus objetivos. Todas estas consideraciones continuarán ejerciendo su influencia sobre la programación de la reforma, y siempre propiciarán que sea menos orientada lógica y técnicamente de lo que desearían quienes la programan. No obstante, si no podemos cambiar la naturaleza humana ni eliminar el contexto más amplio de agendas que enmarca las reformas específicas, podemos al menos introducir medidas que promuevan mejores prácticas y sacar mejor provecho de lo que hemos aprendido.

Los cambios de fondo son actitudinales - quienes están involucrados en programas específicos de reforma deben llegar a reconocer que hacen parte de una disciplina en evolución y que las experiencias de los otros sí cuentan. El cambio no puede ser impuesto. Puede facilitarse al suministrar el acceso a esa experiencia, y mediante la adopción de políticas que recompensen su uso. Los donantes son decisivos en este aspecto - primero, al hacer un esfuerzo por consolidar y divulgar las lecciones de la experiencia dentro de sus propias agencias y, a un nivel más amplio, animando a sus socios locales a visitar otros países y a observar programas alternativos en acción antes de adoptar sus propios programas. Los donantes pueden introducir asimismo los cambios necesarios en sus propios procedimientos operativos, al insistir, por ejemplo, en que los diseñadores revisen y usen estas lecciones, al ofrecer una bonificación para las propuestas que desarrollen el trabajo de otros, y aludiendo específicamente a estos problemas en sus evaluaciones. Finalmente, pueden financiar conferencias, talleres, intercambios y estudios dedicados específicamente a revisar y evaluar enfoques antagónicos a problemas comunes.

Sin embargo, no son estas las actividades que se suelen realizar, las cuales, por lo general, incluyen presentaciones poco coordinadas sobre un exceso de temas y con demasiadas agendas como para facilitar un análisis crítico. Las áreas deberían ser definidas más estrictamente, y los participantes seleccionados por su capacidad y disposición de dirigirse a desarrollar dichas áreas objetivamente (en lugar de limitarse a vender su propio programa o posición), y la agenda debiera establecer los términos del debate y el resultado previsto. Una conferencia sobre capacitación, por ejemplo, no estaría limitada a las trilladas explicaciones descriptivas de los programas locales, sino que podría centrarse más bien en cómo hacer la evaluación de las necesidades efectivas, evaluar el impacto de los programas, o vincular la capacitación con la promoción laboral. Los presentadores podrían recibir listados de preguntas o de temas que deberían cubrir de antemano, o un artículo temático al que debieran responder. Este mismo tipo de conferencia o de taller podría ser organizado también por los Consejos de la Judicatura o Escuelas Judiciales, invitando a participantes nacionales y extranjeros.

Un producto de estos intercambios de información será la creación de aproximaciones y soluciones mejoradas a partir de la experiencia combinada de varios países. Otro puede ser la exploración y eliminación selectiva de algunos de los mitos persistentes acerca de la reforma judicial - el atractivo de las simplificaciones excesivas, o aquellos errores crasos que surgen cada vez que alguien decide experimentar con el tema. Tales errores van desde los objetivos efímeros como el de la independencia judicial o la apoliticidad, que no sólo resultan imposibles sino también indeseables de la forma exagerada como se persiguen, hasta los tradicionales puntos de referencia y soluciones - el porcentaje constitucionalmente previsto del presupuesto nacional, el gobierno de la rama por parte de un Consejo externo, o las pruebas para determinar la vocación judicial - que demuestran ser mucho más difíciles de realizar y mucho menos benéficos en sus resultados de lo que imaginan sus promotores. La mayor parte de estos objetivos y soluciones están dirigidos a asuntos importantes, y algunos de ellos contienen elementos que ameritan ulterior investigación ; no obstante, podría ahorrarse mucho tiempo y recursos si sus fallas y deficiencias se reconocieran de una vez por todas. Quizás la más peligrosa de todas ellas sea la idea de que la reforma misma puede ser reducida a una fórmula técnica o a un modelo que, una vez definido, puede seguirse de manera automática y casi inconsciente. Esta creencia puede explicar en parte algunas de las más grandes decepciones y de los peores errores ; quienes se dejan seducir por ella por lo general no están dispuestos a reconocer sus propios errores hasta cuando han adquirido dimensiones relativamente importantes.


2. Enfoques estratégicos y objetivos de reforma más precisos

Gran parte de lo que sabemos acerca de la reforma judicial está a nivel de las actividades reformadoras - cómo organizar una escuela judicial o un currículo, cómo desarrollar un sistema mejor de administración de tribunales, o cómo reestructurar una Fiscalía. Subsisten todavía enormes vacíos en este conocimiento y, como lo anotábamos antes, buena parte de él se usa de manera poco apropiada. No obstante, su plena utilización aún no resolvería un problema de orden superior, aquel de como combinar estas actividades en un único programa de reforma, y cómo estructurarlo de manera que genere una verdadera mejora del desempeño judicial. El reto no consiste en hallar una fórmula de reforma a prueba de errores ; como lo señalábamos antes, este es un objetivo poco plausible. Se trata más bien de continuar probando las relaciones para hallar medios más efectivos y eficientes de introducir mejoras particulares.

Esencialmente, es un problema de medios y fines que requiere prestar atención a ambos aspectos. A menudo se inicia con una formulación inadecuada de los fines o mejoras deseadas. Cuando el objetivo es la reforma sin más, el blanco se convierte, con excesiva facilidad, en la realización de actividades particulares que incluyen un mayor presupuesto, un sistema de nombramientos menos politizado, o jueces mejor capacitados. Debe advertirse que estos no son, por sí mismos, objetivos - son medios. Si, en efecto, tuviéramos un modelo ideal - una rama judicial que funcionara perfectamente - y una definición precisa de sus componentes, entonces una declaración de medios sería suficiente - x unidades de capacitación, combinadas con y unidades de sistema de información, después de haber introducido ciertos cambios legales. Incluso en este caso, la limitación de recursos obligaría a su realización paulatina. En ausencia tanto de un modelo semejante como de recursos ilimitados, es necesario disponer de una definición mejor y más precisa de los fines, para seleccionar a partir de ella los medios, y para determinar si en efecto ha dado resultado.

Una segunda razón para centrarse en los fines es nuestra comprensión inadecuada y a menudo incompleta de los problemas que requieren solución. Muchos de los mitos a los que aludimos anteriormente constituyen un aspecto de este fenómeno. Con frecuencia se presentan soluciones bajo la apariencia de problemas (por ejemplo, la solución es obtener presupuestos más altos para el problema de la "pobreza" judicial) y reflejan el análisis truncado de un mal mayor que desconoce los factores críticos que lo ocasionan. En otros casos, las deficiencias provienen de nuestra errada percepción de las operaciones judiciales. Un ejemplo de ello es la tesis frecuente según la cual, debido a la excesiva demanda y a las imposibles cargas de trabajo, los juzgados y otros actores se ven abocados a un desempeño ineficiente. Los pocos estudios empíricos que hay al respecto indican más bien que la verdadera carga de trabajo, aquello que en realidad ocupa el tiempo de los jueces, los fiscales y la policía, no es excesiva en absoluto y que podrían hacer mucho más con mejores procedimientos, hábitos de trabajo y quizás algún monitoreo de producción de resultados. El especificar el problema de manera más precisa no puede eliminar estas percepciones incorrectas, pero permite análisis ulteriores para detectar errores y propiciar el desarrollo de soluciones más efectivas para lo que se encuentra.

Una vez formulados adecuadamente los problemas, la segunda parte de la ecuación - el desarrollo de las estrategias de reforma - resulta más fácil de abordar. Obviamente, parte de ello es dar un mejor uso a nuestro conocimiento acumulado para hacer corresponder medios y fines, y para garantizar que los medios se diseñen e implementen correctamente. Incluso cuando se requiere capacitación, es preciso decidir qué tipo de capacitación se necesita, cuánta y cómo organizarla de manera que se saque el mejor provecho de la inversión. Sin embargo, la capacitación rara vez constituye la única solución y allí donde lo indicado es una variedad de medios, para alcanzar una variedad de objetivos, subsiste el dilema de cómo combinarlos, coordinarlos y establecer su secuencia. Las secuencias y combinaciones dictadas por la lógica, la conveniencia, o sencillamente por la manera como funcionan las cosas (por ejemplo, implementar primero lo que resulta más sencillo o más atractivo) tal vez no sean las mejores respuestas. Pueden conducir a callejones sin salida (una vez implementado lo más sencillo, se detiene la reforma), resultados contraproducentes (el sistema de información se diseña antes de introducir los nuevos procedimientos) o se suboptimizan los elementos complementarios y las sinergias (la capacitación temprana ayuda a reducir la resistencia frente a las leyes propuestas y suministra información para mejorar su contenido). Hay dilemas estratégicos más amplios - determinar si es mejor modificar gradualmente la legislación o reformular los códigos en su totalidad ; si las estrategias de arriba hacia abajo o de abajo hacia arriba resultan más efectivas en la reestructuración de las organizaciones ; cuándo y cómo usar y cuando replicar proyectos piloto ; si se debe reemplazar o capacitar de nuevo al personal mal preparado y cómo combinar y estructurar incentivos positivos y sanciones para propiciar un mejor desempeño ; cómo y cuando incluir electores externos o usuarios potenciales en el diseño de la reforma y en el proceso de su implementación.

La lista es mucho más larga, y es poco probable que muchos de estos interrogantes tengan respuestas claras. El punto más general es que nuestra persistente ignorancia requiere experimentación inteligente - cuando admitimos que no sabemos, podemos tratar de extender las fronteras de nuestro propio conocimiento, probando alternativas y registrando los resultados para poder introducir correcciones a mitad de camino en los proyectos en desarrollo, y para incorporar mejores métodos en los próximos. Si ha de darse una nueva generación de reformas judiciales, no sólo deberá partir de las lecciones que dejan los esfuerzos anteriores, sino basarse en una exploración más sistemática de cómo incorporarlos de manera más productiva.

3. El costo de la justicia y de la reforma

En las primeras reformas, los costos no representaban un problema. Los donantes debían responder por lo que invertían en los proyectos de reforma, pero nadie preguntaba qué podían contribuir los participantes nacionales para mantener los sistemas reformados. En una época en la cual las reducciones en el presupuesto y en la fuerza de trabajo fueron la regla general en el sector público, la justicia parecía ser el único ámbito de operación gubernamental exento de ellas. En cierto sentido, esta medida estaba justificada. Los países latinoamericanos habían venido gastando demasiado poco en sus tribunales y otras instituciones del sector de la justicia durante décadas, y si deseaban un mejor servicio, debían pagar para obtenerlo. No obstante, en los últimos años, hay indicios de que este cheque en blanco será retirado. Por una parte, no es evidente que el incremento en la inversión y en los presupuestos de operación haya conseguido los mejores servicios. La preocupación a este respecto no es cuánto se gasta, sino más bien cómo maximizar la producción de la inversión. Por otra parte, sin embargo, a medida que los países alcanzan y superan los objetivos tradicionales - 6% del presupuesto nacional, como sucede en Costa Rica e incluso más en algunos casos - y se identifican aún más necesidades, surge legítimamente la pregunta de cuánto puede en realidad gastar un país para que la justicia comience a operar. Al lado de este asunto, la pregunta acerca de la eficacia de los costos resulta mucho más sencilla de responder.

Los planificadores y líderes judiciales deberán abordar ambos problemas, aun cuando pueden posponer el segundo si consiguen avanzar en la solución del primero. El acceso a presupuestos más elevados y a una generosa financiación externa ha permitido un considerable desperdicio de recursos, y el propio proceso de reforma lo ha propiciado aún más. Cuando se introducen nuevos servicios o procedimientos, por lo general resulta más sencillo añadir oficinas y personal que modificar a la fuerza lo que ya existe. Esto evita la resistencia adicional y produce resultados con mayor rapidez. La producción aumenta, pero la productividad permanece igual. Los usuarios consideran durante algún tiempo que las cosas parecen haber mejorado, pero el incremento en la demanda o el fin de la expansión presupuestal eventualmente atrae la atención a la baja eficiencia continuada del sector. Añadir más jueces, fiscales o policías, sin aumentar su producción individual, es una solución a corto plazo y, en última instancia, muy poco satisfactoria. Este sistema ha introducido, por lo demás, otros problemas - la proliferación de oficinas, organizaciones y funcionarios ha propiciado la duplicación de funciones, facultades y misiones superpuestas, y menos coordinación entre ellos. Un sector que siempre ha generado cierta confusión y perplejidad en sus usuarios potenciales se ha vuelto aún más confuso. Hay organizaciones dedicadas en su totalidad a propósitos que pocos ciudadanos comprenden, y es posible que quienes tienen una queja tengan menor claridad acerca de dónde deben presentarla o acerca de quién se ocupará de ella una vez presentada. Muchas de estas entidades nuevas o reformadas han comenzado ya a crear divisiones internas dedicadas a intereses más especializados, sin que se dediquen nunca plenamente, se quejan muchos usuarios, a cumplir con sus funciones primordiales.

La ambiciosa reestructuración del sector, su ingreso a actividades no tradicionales, y la promesa de nuevos servicios para todos, por lo general subsidiados, se ha enfrentado a las limitaciones presupuestales. Un esfuerzo concertado para racionalizar las operaciones e incrementar la productividad puede ser un mecanismo para ganar tiempo, pero el problema mayor sigue siendo el de determinar qué está dispuesta a financiar la sociedad. La justicia, al igual que cualquier otro servicio público, tiene un precio ; aun cuando los usuarios no siempre lo paguen directamente, en última instancia lo financian - y, en el transcurso del tiempo, reciben otros bienes en menor cantidad. Es necesario pagar la capacitación judicial, los defensores, los trabajadores sociales y psicólogos de los tribunales, así como los servicios más comunes de la policía, los jueces y los fiscales. La pregunta implícita tiene dos partes : ¿qué es un servicio público y qué servicio público será ofrecido gratuitamente ? Costa Rica tiene, por ejemplo, una oficina de defensoría ejemplar, que hasta hace poco prestaba sus servicios a todas las personas que acudían a ella, bajo el supuesto de que la defensa gratuita era un derecho garantizado constitucionalmente. Este servicio aún se ofrece y ha sido extendido a nuevos ámbitos (derecho civil y de familia), pero quienes pueden pagarlo deben hacerlo. El descubrimiento de que en la mayor parte de los países latinoamericanos la mayoría de los casos civiles implican el reclamo de deudas morosas ha suscitado un problema análogo - la primera pregunta es si tales casos deben ser solucionados a nivel público (o si, por el contrario, sería más apropiado conseguir un servicio privado). La segunda es si tales servicios deberían ser gratuitos, o si no sería más deseable tener juzgados especiales con tarifas para los usuarios.

Los dos aspectos del dilema se ven complicados por otro rasgo - la tendencia a recurrir a los servicios subsidiados (o incluso a mejores servicios) para modificar los patrones de demanda y atraer un número mayor de usuarios. Esto se encuentra implícito en su intención, pero su aumento puede sobrecargar el sistema, al reducir su calidad u obligar a su racionamiento, y quizás no constituya el uso más eficiente de los recursos generales. Cuando el litigio es poco costoso, más personas recurrirán a él en lugar de tratar de resolver sus conflictos de otra manera o de vivir con ellos. Esto no siempre es beneficioso desde el punto de vista individual o social. El tema ha sido explorado por una serie de especialistas. Aquí me limitaré a señalar que pocos de los reformadores latinoamericanos han aludido a él, y esta omisión podría resultar costosa en un sentido literal y figurado.

La alternativa entre servicios públicos o privados, gratuitos o pagados, incluye mucho terreno intermedio. Tribunales especiales, servicios de mediación públicos o privados, programas de tarifas progresivas, mecanismos de filtro u otros instrumentos para desmotivar a algunos usuarios, programas parcialmente racionados o subsidiados, son todos posibles alternativas. Estructuran la opción, pero no la eliminan. La época de la expansión infinita está llegando a su fin, y los líderes gubernamentales, los programadores judiciales y los ciudadanos tendrán que decidir no sólo cómo ofrecer servicios de manera más eficiente, sino también qué servicios se ofrecerán. Puede argumentarse válidamente que la opción no debe dejarse únicamente en manos del sector ; es evidentemente política y amerita, por consiguiente, una discusión por parte de una comunidad mucho más amplia.

4. Interrogantes no resueltos acerca del papel de las instituciones judiciales y las expectativas sociales

Con el problema de costos y eficiencia se ha abordado ya parte de este tema. Se trata de un asunto eminentemente político, aun cuando la pericia técnica puede ayudar a orientar y a crear soluciones. Existe, sin embargo, un conjunto de interrogantes aún más políticos, que la reforma ha tratado sólo de manera superficial, y que tiene que ver con el papel más estrictamente político de lo judicial - sus funciones como rama del Estado.

Tradicionalmente, el problema ha sido concebido en términos de independencia judicial, al presumir que se trata de un objetivo universal e incontrovertible. Tradicionalmente también, su implementación se ha buscado a través de esfuerzos tendientes a incrementar el presupuesto para la justicia, dar a la rama judicial el control sobre su ejecución, crear una carrera judicial con un sistema de nombramientos que confiera estabilidad y se base en el mérito, y extender el poder judicial de manera que tenga la facultad de controlar las acciones de las otras ramas del gobierno. El avance en el logro de estos objetivos ha traído consigo una serie de consecuencias imprevistas, y la consiguiente reconsideración de su deseabilidad. En primer lugar, en varios casos, la independencia judicial ha avanzado con mayor rapidez que la reforma, dando a ciertos jueces mayor libertad para ejercer sus vicios tradicionales - el mal uso de los recursos, la expedición de sentencias motivadas políticamente y, en algunos casos, conflictos o alianzas partidistas con otras ramas del gobierno. En segundo lugar, algunos gobiernos han manipulado las medidas de la reforma con fines abiertamente políticos - al usar los nombramientos permanentes para asegurar en ellos a sus candidatos, transferir la interferencia partidista a los nuevos cuerpos (Consejos) o dividir las facultades judiciales entre una serie de entidades para difuminar su impacto y disminuir la probabilidad de su uso efectivo. Finalmente, incluso cuando las reformas se han desarrollado según lo previsto, las élites y los ciudadanos del común han comenzado a interrogarse sobre el grado conveniente de independencia judicial y a plantear un segundo asunto que ha sido descuidado, el de su responsabilidad.

Los tres escenarios son todos pertinentes y demuestran que la independencia es, al igual que la mayoría de los valores, relativa y no absoluta. Una rama judicial absolutamente independiente, que sólo responde ante sí misma (no responde ante nadie), representa un problema tan grande como el de una rama judicial absolutamente dependiente. Puede perseguir objetivos que nadie más valora, o que entran en conflicto con los de la sociedad a la que sirve; puede convertirse en una clase en sí misma, impermeable a nuevas necesidades y divorciada de su entorno social. El dilema es cómo decidir qué valores debería adoptar, cómo estructurarlos en su organización y cómo controlar su violación. Afirmar sencillamente que la rama judicial es responsable ante la ley no es suficiente ; los jueces interpretan la ley y su interpretación, finalmente, decide qué es la ley, a quién y cómo ha de ser aplicada. Cuando hay leyes que entran en conflicto, como sucede a menudo incluso a nivel de los derechos garantizados por la Constitución, son los jueces quienes deciden qué regla prevalece. Cuando sus decisiones se basan en apreciaciones que no coinciden con las de sus sociedades, o que sólo coinciden con las de determinados grupos sociales, generarán conflictos en lugar de resolverlos y, eventualmente, debilitarán su legitimidad y su función legitimadora.

Con el tiempo, la rama judicial desarrolla maneras de manejar estos dilemas, sus propias reglas informales para determinar cómo y cuándo abordar decisiones difíciles. La reforma, sin embargo, trabaja casi exclusivamente con las reglas formales. Aun cuando los cambios a este nivel producirán eventualmente un nuevo conjunto de comportamientos y entendimientos informales, estos se desarrollan con mayor lentitud y de maneras menos predecibles. La mejor ingeniería social no puede impedir las sorpresas desagradables, pero las reformas que abordan explícitamente el doble papel de la rama judicial - como servicio público y como poder público - que confrontan las contradicciones de la independencia y la responsabilidad, y que, al considerar los problemas del pasado y las experiencias ajenas, anticipan dónde surgirán conflictos, están en condiciones de manejar de una forma más creativa las tensiones inherentes y orientar así las soluciones informales.

5. Manejo de la voluntad política

Todas las reformas tienen ganadores y perdedores. Aun cuando algunos perdedores que se perciben a sí mismos como tales aceptarán sus sacrificios en aras de un bien común o a largo plazo, la mayoría se resistirá a los cambios propuestos, o bien intentará desviar aquellos que considera más perjudiciales. La oposición o la desviación puede ser abierta u oculta, parcial o global, interna o externa a la organización, y puede darse a todos los niveles dentro y fuera de ella. Es un problema más evidente cuando ocurre en los más altos niveles políticos y organizacionales, pero la oposición de los niveles inferiores, además de subvertir la reforma, puede debilitar asimismo el compromiso de los niveles superiores con el cambio. El interés del liderazgo en la reforma puede ser menor a medida que aumenta el costo de superar la oposición y que las perspectivas de mejoras visibles se hacen más lejanas. Probablemente sea un hecho afortunado el que pocas de las dificultades técnicas y políticas se evidencien cuando se inicia una reforma, pero su surgimiento imprevisto puede ocasionar también una parálisis parcial o total de los esfuerzos adelantados.

Habitualmente, se insiste en que las reformas sólo deben emprenderse cuando se cuenta con voluntad política suficiente - esto es, con el compromiso de elites que ocupan altos cargos en la política y en las organizaciones. Igualmente es común encontrar que la voluntad que existía al comienzo era menor de la que se había imaginado, o insuficiente para enfrentar las crecientes demandas que se le plantean. Se necesita un tipo y nivel de voluntad para aceptar un empréstito, una donación, para organizar una escuela judicial o proponer una nueva ley; es necesario otro tipo de voluntad por completo diferente para pasar la ley por el Congreso y garantizar su aplicación, introducir criterios para el desempeño judicial, o cambiar las reglas establecidas para el nombramiento de los jueces y de su personal, especialmente cuando quienes deben ejercer esta voluntad se ven expuestos a perder sus tradicionales facultades y privilegios en el proceso. Esto no implica que el debilitamiento del compromiso se deba siempre a los propios intereses. Puede ser asimismo una función de la insuficiencia de poder - es posible que quienes lideran la reforma carezcan de los recursos y capacidad necesarios para hacerla avanzar. Cualesquiera que sean las razones específicas, y es evidente que merecen ser exploradas con mayor profundidad, el ímpetu político inadecuado constituye probablemente un obstáculo tan grande, sino mayor, para el progreso de la reforma, que las limitaciones meramente técnicas y de diseño. Lo anterior, de alguna manera, invierte el habitual dilema director/agente - el problema, en este caso, no es cómo controlar al agente, sino más bien cómo identificar a un director que lidere la reforma.

Esta situación ha suscitado de nuevo la controversia acerca de quién debe dirigir una reforma; los candidatos lógicos son, por lo general, la misma rama judicial o el ejecutivo. Cada uno de ellos tiene obvias ventajas y desventajas, al igual que la solución de compromiso en la cual se divide la responsabilidad entre ambos. Cuando cualquiera de estas alternativas ha tenido éxito, este no se debe por lo general a sus características institucionales inherentes, sino más bien al surgimiento de un líder o grupo de líderes visionarios y, por consiguiente, se limita al tiempo en que esta persona o personas ocupan sus cargos. Líderes mesiánicos de este tipo son escasos, y no están exentos de perjuicios, intereses propios y debilidad en su compromiso. Desde el punto de vista de promover una amplia definición de objetivos y garantizar así que las agendas más individualistas no presionen o inhiban la reforma, sería conveniente mirar más allá de las soluciones tradicionales. Una posibilidad es la creación de un director artificial - una alianza directiva o un consorcio, en lugar de una única organización, grupo o persona. Si bien la responsabilidad primordial de dirigir la reforma puede asignarse a una entidad - la Corte, una unidad de implementación, un ministerio - los otros miembros deben participar en el diseño de la agenda, monitorear su implementación y, eventualmente, decidir si debe continuar o no. Idealmente, estos otros miembros pueden incluir a diversas personas que tienen un interés especial en la reforma - representantes de otras ramas del poder, la comunidad legal más amplia y grupos de ciudadanos. Con esto se espera que, colectivamente, consigan superar agendas más individualistas y promover una reforma dirigida al bien común.

Una variación sobre este tema puede propiciar la formación de un consorcio externo de grupos de interés, públicos y privados, que supervise el desempeño del sector público y desarrolle propuestas prácticas para el avance de la reforma. Para que tenga impacto, esta alianza tendría que alterar una serie de orientaciones y prácticas tradicionales de las organizaciones de la sociedad civil en Latinoamérica: buscar una posición menos conflictiva frente al sector público (y frente a las demás organizaciones), invitar a los actores económicos y pasar de una crítica abierta al desarrollo de propuestas de cambio técnicamente viables. Sería necesario también que aceptaran como objetivo mejoras graduales, en lugar de perseguir utopías, y reconocieran que la reforma de la justicia es una reforma, no una revolución. No obstante, a menos que la sociedad civil tenga una voz y articule un programa dejará, por defecto, la reforma en manos de los actores del sector público, cuyos intereses y propósitos reflejarán preocupaciones y perspectivas más limitadas, y cuya capacidad y voluntad de promover cualquier agenda puede ser análogamente limitada.

6. Papel de los donantes y cómo maximizar sus contribuciones

Extender el interés por la reforma no es una solución automática. Puede tener como consecuencia una implementación más lenta y objetivos menos ambiciosos, y puede asimismo generar conflictos adicionales. No resuelve el problema de los modelos subjetivos inadecuados y otras restricciones culturales, la falta de experiencia, o el de agendas más amplias e inclusivas, pero dirigidas por intereses particulares. Tales agencias colectivas ya han sido intentadas, y los observadores han señalado su tendencia a adoptar el síndrome del bombero, un acuerdo tácito entre los miembros de no criticar las propuestas de los demás por temor a interrumpir la financiación. Este es un campo en el cual la participación de los donantes externos puede ser de gran ayuda. En primer lugar, pueden contribuir a crear y a apoyar la alianza directiva o el consorcio externo de grupos interesados. En segundo lugar, pueden elevar el nivel de insumos técnicos y, como se mencionó anteriormente, garantizar que las actividades incorporen su propia experiencia y la de otros con reformas análogas. Es posible que los donantes no aprecien cabalmente las necesidades y circunstancias locales, pero disponen de experiencia y de una pericia técnica potencialmente útil, que puede evitar que se repitan errores comunes. En tercer lugar, pueden ayudar a establecer y a hacer cumplir acuerdos sobre objetivos específicos, reglas procedimentales, puntos de referencia sustanciales, y supervisión continua para garantizar cumplimiento. Estos acuerdos deben extenderse no sólo a las partes locales, sino también a los mismos donantes, para garantizar un esfuerzo común concertado. Infortunadamente, los antecedentes de los donantes en este campo no han sido muy positivos.

En los primeros programas de reforma, la coordinación de los donantes no constituía un problema, porque por lo general sólo había un donante en escena. En años recientes, sin embargo, una verdadera avalancha de proyectos financiados por donantes ha alterado considerablemente estas circunstancias, creando el potencial tanto para un mayor cambio como para conflictos contraproducentes. Es común, tanto en América Latina como en otros lugares, que los actores nacionales utilicen esta situación en beneficio propio: enfrentan entre sí a los donantes, eluden la condicionalidad, y producen programas aún más desarticulados que los anteriores. Ciertamente, son los fondos de los donantes los que se arriesgan, pero para el país hay oportunidades perdidas, esfuerzos malgastados, mayor deuda y el peligro de introducir prácticas o sistemas improductivos y onerosos. La solución a este problema requiere esfuerzos de ambas partes. Los donantes deben hallar maneras de coordinar sus propias actividades, y los países deben insistir en esta coordinación y decidir también acerca de sus propias prioridades. Los beneficiarios nacionales deben aprender asimismo a decir no - en aquellos casos en los cuales las actividades propuestas no tienen sentido, son redundantes o se encuentra más allá de sus posibilidades absorberlas o mantenerlas.

Idealmente, el formato para todo esto es un único plan de reforma sectorial, que permita la integración negociada de los esfuerzos nacionales y los de los donantes. Si bien no corresponde a los donantes establecer el plan, podrían ofrecer asistencia técnica para su formulación, comentarlo y sugerir modificaciones, tanto en lo referente a su contenido general como a la contribución prevista de ellos. Cabe esperar que cualquier plan de este tipo esté sujeto a revisiones continuas, pero estas también serían abiertamente discutidas y negociadas, y contarían con el aporte de los actores del sector público y privado. Unos pocos países han intentado implementar planes semejantes, aun cuando ninguno ha conseguido usarlo como orientación efectiva para la ayuda internacional o incluso para coordinar esfuerzos locales.

E. CONCLUSIONES

Bien sea como resultado de los programas específicos de reforma, o debido a patrones más generales de cambio político y socio económico, el sistema judicial latinoamericano ha sufrido importantes transformaciones que afectan tanto su estructura interna como su funcionamiento y el impacto externo de sus acciones. Los esfuerzos realizados para introducir la reforma han contribuido a estas tendencias regionales, y han incrementado también nuestro conocimiento de la naturaleza y orígenes de las deficiencias judiciales, y de los efectos de las medidas específicas adoptadas para superarlas. Buena parte de este conocimiento ha sido el resultado de esfuerzos mal encaminados y fracasados, así como de éxitos en la reforma. La mejor comprensión que ofrece, sin embargo, es importante, con independencia de su origen. No obstante, su valor dependerá, en última instancia, de qué tan bien se utilice; los errores valen la pena únicamente si aprendemos a no repetirlos. Parte de este conocimiento se extiende también a definir nuestra ignorancia - los interrogantes que no podemos responder acerca de cómo producir las mejoras deseadas o acerca de cuáles realmente debieran ser estas mejoras.

La reforma judicial ha llegado a una encrucijada crucial en Latinoamérica. Si podemos sacar provecho de los errores pasados y de lo que estos nos han enseñado, asimilar las lecciones positivas y centrarnos en los nuevos interrogantes que han surgido, es posible que la próxima generación de reformas avance con mayor rapidez, incluso si, por necesidad, resulta ser más selectiva y menos ambiciosa en sus objetivos. El papel de los sistemas judiciales latinoamericanos ha sido objeto de un cambio sustancial, innegable y probablemente irreversible. El reto es asegurar que el cambio representa una mejora real, una mejora que contribuirá al futuro progreso político y económico de la región.


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