Discursos

EDGAR GUTIÉRREZ GIRÓN, MINISTRO DE RELACIONES EXTERIORES DE LA REPÚBLICA DE GUATEMALA
SESION EXTRAORTINADIA DEL CONSEJO PERMANENTE

17 de marzo de 2003 - Washington, DC


Señor Presidente, señor Secretario General Adjunto, amigo Luigi Einaudi, señores Representantes Permanentes, señores Representantes Alternos, personal de la Secretaría General, Representantes Observadores Permanentes, señoras y señores:

La idea original de esta comparecencia, de esta comunicación con ustedes, es compartir ciertas reflexiones y una propuesta a fin de fortalecer la gobernabilidad democrática en nuestro hemisferio. Sin embargo, eventos recientes ocurridos en Guatemala me hacen agregar a este punto una información relacionada con la evolución de la situación de los derechos humanos en Guatemala. Así es que, con su venia, señor Presidente, me voy a permitir agregar este segundo punto a la presentación que tenemos preparada para esta mañana.

A manera de preámbulo, permítanme compartir esta reflexión fresca. La consolidación de las prácticas y valores democráticos así como el fortalecimiento de las instituciones del Estado de derecho en nuestra región no han estado exentos de ciertas y serias amenazas a su estabilidad. Guatemala puede hablar con propiedad sobre esta materia, pues hemos sufrido intentos antidemocráticos designados a romper el orden institucional democrático. La OEA es fiel testigo de estas situaciones y, en aplicación de los instrumentos de promoción y defensa de la democracia, respondió consecuentemente con la histórica resolución de apoyo a la estabilidad institucional del Gobierno del Presidente Alfonso Portillo, aprobada por aclamación.

Hoy día, países hermanos atraviesan difíciles momentos que requieren del diálogo y la búsqueda de consensos, en el marco de la plena vigencia del Estado de derecho y el respeto al orden institucional democrático. Sobre este tema, deseamos brindar nuestra sincera solidaridad a las hermanas naciones de Venezuela y Bolivia, en donde la Secretaría General de la OEA desempeña un destacado papel facilitador de la concertación democrática. Hacemos votos por que en estas situaciones prevalezca, en ambos gobiernos y oposiciones, el irrestricto apego a la institucionalidad y la observancia de los derechos humanos.

Los problemas de la gobernabilidad democrática ocupan hoy un lugar destacado de la agenda pública. De la preocupación por reformas estructurales se ha pasado a hablar de “transparencia” y “desarrollo institucional”; la crítica a los Estados fuertes ha sido sustituida por la preocupación por los Estados débiles; la sustentabilidad de las reformas, por la sustentabilidad de las democracias. La ausencia de un enfoque integrado desde las necesidades de nuestros países sobre los procesos políticos y económicos inherentes a la modernización ha conducido a la preeminencia de las miradas generalizadoras, usualmente impulsadas desde los centros de decisión internacionales o transnacionales.

Como se sabe, gobernabilidad y democracia son conceptos distintos y pueden aparecer a veces como contradictorios. La democracia alude a la relación de una personal con el sistema político y se materializa simbólicamente en un voto. La gobernabilidad encuentra su lógica, en cambio, en las relaciones de poderes efectivos. Todo ello lleva a reconocer a la gobernabilidad, y de manera especial a la gobernabilidad democrática, como un hecho de naturaleza eminentemente problemática. Cuando se gobierna, lo que se pone en juego es un proyecto de conducción política del Estado y la sociedad que es gobernada, proyecto que incluye dimensiones culturales y económicas.

Esto supone, por un lado, que la gobernabilidad debe ser puesta en su exacta dimensión, que es la política. La gobernabilidad tiene como contexto tanto a una determinada coyuntura política como a una determinada intensidad de las tensiones y los conflictos que enfrenta el ejercicio del poder del Estado. Así, una situación de gobernabilidad expresa la capacidad de los actores políticos para conducir una coyuntura de viabilidad política y baja intensidad conflictiva para las acciones y decisiones gubernamentales; y, en el otro extremo, una situación de ingobernabilidad generalmente revela una coyuntura de inviabilidad política y alta intensidad conflictiva que se impone sobre los actores políticos.

Por otro lado, la gobernabilidad pone en juego las relaciones de poder que ocurren en una sociedad determinada. Lo que comienza como un problema de confianza puede terminar, si no se atiende a la dinámica por inercia de los conflictos, en una crisis de Estado.

Y, en tercer lugar, la gobernabilidad revela la capacidad o incapacidad de los gobiernos para construir un interés general, y para darle una dirección determinada al proceso político, económico y social.

Si uno tuviera que lograr algunas conclusiones generales, puede empezar por afirmar que en nuestro hemisferio los procesos de reforma institucional se han regido bajo dos principios fundamentales: el despliegue de la razón técnica y tecnocrática por encima de la razón política y la cada vez mayor privatización de los asuntos públicos.

El resultado ha sido el progresivo vaciamiento del Estado, no solo de contenido político sino también de contenido público. En no pocos casos los Estados “reformados” no pueden asegurar el cumplimiento de algunas de sus funciones básicas. La distancia entre las sociedades y sus respectivos Estados se hace entonces mayor. Ese vacío ha pretendido ser llenado por líderes plebiscitarios y carismáticos. Su resultado ha sido una creciente desinstitucionalización de las funciones estatales. Si la política sobrevive es gracias a los juegos propiciados por una democracia de la imagen, especialmente la mediática.

A diferencia de lo que ha sido un aserto propuesto por diversos organismos de las Naciones Unidas –actuar localmente y pensar globalmente–, nuestros países enfrentan un dilema en el que las políticas son cada vez más globales, pero sus problemas son locales. Los gobiernos del Hemisferio parecen desbordados por el acoso político y social que producen sociedades en protesta permanente.

La reiterada acción dubitativa gubernamental vuelve también reiteradas las crisis de gobernabilidad. La dificultad para una inserción proactiva en los procesos de globalización tornan precarias las capacidades de los gobiernos para sostener democracias estables. Los gobiernos se enfrentan a una demanda, principalmente externa, que parece rebasarlos: deben lograr en la política la estabilidad que la economía a veces les impide. A diferencia del consenso de hace un par de décadas, hoy asistimos a una nueva formulación del problema del desarrollo y del crecimiento económico: sin gobernabilidad democrática estos países no son posibles.

La vieja escisión del siglo XIX entre la ley y la costumbre parece volver a ser preeminente en nuestras realidades. Ciudadanías precarias toman una ruta distinta de la que parecen señalar las instituciones democráticas, que pretenden darles cobijo al despliegue de sus potencialidades. Otra vez crece la distancia entre el país profundo y el país formal. Así, la desconfianza hacia las instituciones estatales crece peligrosamente. Diversas encuestas muestran la baja y en algunos casos bajísima credibilidad de la administración de justicia, de los partidos políticos, de los congresos y cuerpos legislativos, inclusive de los propios poderes ejecutivos. Esa situación vuelve muy precarios los diversos esfuerzos de construcción de la gobernabilidad democrática.

Aunque las instituciones del Estado siempre están sometidas al desgaste –llamémosle– “natural” de su ejercicio, el Hemisferio está lleno de ejemplos que demuestran cómo la gobernabilidad se desenvuelve en un contexto que tiende a la precariedad. Los problemas de gobernabilidad pueden bloquear de tal manera el funcionamiento del aparato estatal que pueden llegar a debilitar, y aun destruir, las bases de los regímenes políticos democráticos. La experiencia reciente muestra cómo la crisis de gobernabilidad sigue cuatro momentos distintos y bien definidos. Veámoslos.

El primero es la crisis de gobernabilidad como crisis de confianza. Ocurren cada vez más precozmente en los gobiernos recién instalados, en una aceleración del tiempo político, característica de sociedades teleinformadas de otros procesos políticos. Las primeras iniciativas del gobierno denotan inseguridad estratégica y un diagnóstico errado de las capacidades del aparato público. Rápidamente, la sociedad toma nota de una “ausencia de rumbo”. El inicio de un gobierno dubitativo, con poca pericia política, con dificultades para entender la naturaleza simbólica del ejercicio del poder, más aun, del poder democrático, propicia un rápido desencanto de los votantes, que empieza un camino muchas veces sin retorno: el de la desconfianza de su propia decisión electoral. El indicador más certero es un significativo descenso en la popularidad presidencial o del gobierno, que es aún reversible en ese momento.

El segundo momento es la crisis de gobernabilidad como crisis de conducción política. Este siguiente paso en este despliegue del distanciamiento político del gobierno produce bloqueos importantes en el desarrollo de la agenda gubernamental. Es la coyuntura en que se resquebraja la viabilidad política de las acciones y decisiones gubernamentales y empieza a aparecer un clima de tensión y confrontación que hace que muchas de estas decisiones, que cuentan con plena legalidad, tengan que ser desechadas por la ilegitimidad creciente de los actos de gobierno. Un indicador notorio es la combinación entre aceleración del tiempo político para la sociedad y un estancamiento del tiempo político de reacción para el gobierno, que se ve confrontado cotidianamente con la realización de sus promesas electorales.

El tercer momento es la crisis de gobernabilidad como crisis de legitimidad. Este momento es aquel en que las acciones del gobierno, y singularmente del jefe del poder ejecutivo, son vistas con marcada sospecha, sea por impericia política, sea por razones de carácter ético o cualquier otra razón. La viabilidad política de las acciones y decisiones gubernamentales se resquebraja severamente y se instala un clima de confrontación generalizada. En este momento, el gobierno pierde la iniciativa y el control sobre la agenda pública, y pareciera carecer de representación orgánica definida, así como de una estrategia consistente.

El cuarto momento es la crisis de gobernabilidad como crisis de Estado. Este momento es del despliegue pleno de la crisis de gobernabilidad. Esta lleva a la quiebra del régimen político y del mismo Estado. El clima de confrontación se vuelve irreductible y el gobierno pierde el control de las tensiones y conflictos de la sociedad. El gobierno pasa a ser uno más de los actores políticos que buscan llenar el vacío de autoridad y deja de representar un elemento central del orden político.

Este itinerario recurrente de la crisis de gobernabilidad tiene sus propios puntos de inflexión y no retorno, que hacen que la comprensión de la dinámica de los conflictos se convierta en un asunto de primera importancia para la gestión de cada fase de la gobernabilidad. La valoración del tiempo político es, en cada caso, el meollo de la comprensión de los diversos factores de la gobernabilidad.

Frente a esto, ¿qué proponemos?

Dada la recurrencia de las crisis en el Hemisferio, Guatemala considera proponer a la OEA la creación de un sistema de “alerta temprana”, que permita anticiparse al estallido de crisis en los distintos países y asimismo prestar una colaboración previa que trate de evitarlas.

La OEA está en una posición privilegiada para desplegar una labor que permita a los gobiernos y a todo el liderazgo de un país advertir las tendencias que apuntan al estallido de crisis. Su papel lo cumpliría aconsejando discretamente al liderazgo de los países para tomar ciertas decisiones o para evitar otras, o como facilitador del diálogo entre actores interesados en el objetivo común de evitar una crisis de desestabilización.

Nuestra percepción es que, para poder cumplir con esa tarea, la OEA podría establecer un “sistema de alerta temprana” sobre la dinámica de la gobernabilidad, que produzca información sistemática y actualizada sobre el proceso económico-social y político-institucional en cada uno de los países. Sobre esa base, elaboraría informes periódicos de evaluación del estado de gobernabilidad, que permitirían un sistema de alarma correspondiente a cada caso. El “sistema de alarma” también podría diseñar propuestas concretas de acción para orientar las decisiones de los poderes ejecutivos de los países miembros.

Poner en marcha el proyecto no requiere de un enorme aparato, pero sí de la decisión de los Estados Miembros.

En la región se ha acumulado suficiente información y se han desarrollado instrumento analíticos que hacen viable el proyecto con base en un reducido núcleo de consultores externos que colabore con la Secretaría General.

La Cancillería guatemalteca, convencida de la necesidad de un proyecto de esta naturaleza, solicitará el apoyo de la Secretaría General para formular una propuesta concreta sobre cómo constituir un “sistema de alerta”, cuáles serían sus formas operativas, sus alcances y sus productos. Esta iniciativa no representaría una carga al presupuesto de la OEA, pues estaríamos dispuestos a gestionar la movilización de recursos externos, conjuntamente con la Secretaría General. Este período de formulación podría incluso comprender una fase experimental, en la cual la propuesta concreta se podría poner en marcha en calidad de experiencia piloto. Concluido ese período, el proyecto puede ser evaluado por los Estados Miembros para que decidan sobre la pertinencia de su adopción.

Hasta aquí la propuesta de un sistema de alerta temprana sobre gobernabilidad democrática en nuestros países.

Quiero, señor Presidente, distinguidos Representantes, tomar dos minutos más de su atención para compartirles esta experiencia reciente que hemos tenido en Guatemala respecto al combate a la impunidad y a las violaciones recurrentes de los derechos humanos.

Como todos ustedes saben, Guatemala es uno de los países de nuestro hemisferio que mayor sufrimiento y dolor ha experimentado como resultado de largas décadas de conflicto armado interno, caracterizado por la sistemática violación a los derechos humanos, particularmente contra los sectores más vulnerables de nuestra población. Los órganos del sistema interamericano encargados de la protección y defensa de los derechos humanos son fieles testigos de este triste período.

El Gobierno del Presidente Portillo, en consonancia con la gravedad del problema, adoptó un fundamental compromiso con la promoción y defensa de los derechos humanos, tomando como marco de referencia los compromisos establecidos en los Acuerdos de Paz así como la Constitución política de la República y los tratados y convenios internacionales de los cuales Guatemala es parte. Ejemplos de esta política lo constituyen el histórico reconocimiento de la responsabilidad internacional del Estado en los casos que al inicio de su período presidencial se encontraban ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, el reconocimiento de la responsabilidad del Estado, la obligación a investigar, juzgar y sancionar a los responsables y el compromiso a garantizar la reparación a las víctimas y sus familiares.

Esta misma política se hizo efectiva recientemente ante la Corte Interamericana de Derechos Humanos, adonde personalmente acudí a manifestar el reconocimiento de la responsabilidad estatal en un caso paradigmático de la impunidad que encubrió las violaciones a los más elementales derechos en Guatemala, como es el caso de la antropóloga Mirna Mack.

El Programa Nacional de Resarcimiento a las Víctimas de la Violencia constituye otro ejemplo de voluntad política y cumplimiento de compromisos emanados de las recomendaciones de la Comisión del Esclarecimiento Histórico y del ya citado proyecto de la iglesia católica de Recuperación de la Memoria Histórica.

A pesar de todos esos logros, aún no podemos concluir que en Guatemala hayan terminado las prácticas violatorias de los derechos humanos. Ejemplo de ello lo constituye una perseverante presencia de amenazas y hostigamientos a personas involucradas en organizaciones de la sociedad civil y operadores de justicia. En este respecto, nuestro Gobierno, lejos de negar la existencia de este tipo de problemas heredados de un pasado de impunidad y arbitrariedades, ha confrontado decisivamente esta situación en un proceso participativo con las organizaciones nacionales de derechos humanos y la Oficina del Procurador de los Derechos Humanos.

Dicho proceso de búsqueda de consenso fue exitosamente facilitado por una respetada organización internacional no gubernamental de derechos humanos, como lo es Human Rights Watch. Me complace informar a este digno foro que el pasado 13 de marzo el Gobierno de la República de Guatemala y el Procurador de los Derechos Humanos firmamos un acuerdo para establecer una Comisión para la Investigación de Cuerpos Ilegales y Aparatos Clandestinos de Seguridad. Esta Comisión estará integrada por tres miembros, dos de los cuales serán representantes de los Secretarios Generales de la OEA y de las Naciones Unidas.

La Comisión investigará los cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad que operan en Guatemala, con especial atención en aquellos que sean responsables por los ataques y amenazas sufridos por los defensores de los derechos humanos, operadores de justicia, testigos, periodistas, sindicalistas y otros actores sociales. Asimismo, investigará presuntas actividades ilegales o clandestinas de los cuerpos de seguridad estatales y privados.

Distinguidos señores Representantes Permanentes, quisiera enfatizar que tanto el importante proceso de diálogo y búsqueda del consenso mediante el cual arribamos a este acuerdo, como los alcances del mandato de esta Comisión, que sienta nuevos precedentes en América Latina, constituyen ejemplos de los que Guatemala debe enorgullecerse, pues reflejan la madurez que poco a poco estamos alcanzando en la consolidación de prácticas y valores democráticos y la convivencia entre el Estado y la sociedad en una Guatemala nueva.

Muchas gracias.