Discursos

SU EXCELENCIA DIDIER OPERTTI BADÁN, MINISTRO DE RELACIONES EXTERIORES DEL URUGUAY
SESIÓN EXTRAORDINARIA DEL CONSEJO PERMANENTE DE LA OEA

17 de julio de 2003 - Washington, DC


Gracias, señor Presidente.

Señor Presidente del Consejo Permanente, Embajador Raymond Valcin, señor Secretario General, don César Gaviria, señor Secretario General Adjunto, don Luigi Einaudi, señores Embajadores Representantes Permanentes de los países miembros de la OEA y miembros de las delegaciones respectivas de dichos países, señores Observadores, señores invitados especiales, amigos de la Secretaría, amigas, amigos:

Esta intervención de hoy no tendría sentido, no habría tenido sentido, si no se hubiera producido la Asamblea General de la OEA en Santiago de Chile hace pocas semanas, en la cual la OEA encaró, con decisión, con claridad, el tema de la gobernabilidad y se animó a aprobar una resolución cuyo título no solo es sugerente sino que a la vez es también desafiante: “Programa de Gobernabilidad Democrática en las Américas”. Por lo tanto, en la mañana de hoy, tras agradecer las muy generosas palabras que el señor Presidente del Consejo Permanente ha tenido a bien dirigirme y asumiendo que yo en esta casa no me siento estrictamente como un invitado o como alguien que viene a ella de una manera, diría yo, circunstancial o pasajera sino que me siento, de alguna manera, miembro de ella, creo que no he perdido nunca esa condición, por lo menos así lo siento, y cuando reconozco en las personas que aquí están presentes, en sus delegaciones y en todos los miembros de la Secretaría facciones conocidas, personas con las que llevamos ya mucho tiempo trabajando juntos, eso me convoca a compartir no solo un mensaje de análisis o de reflexión sino a compartir también sentimientos, formas profundas de ver estas cosas desde el ángulo de nuestro compromiso con la Organización de los Estados Americanos. Por lo tanto, no vengo a ella a exponer sino a participar.

El tema de la gobernabilidad democrática, conocido de todos ustedes, comienza a adquirir formas más o menos definidas como concepto en la década de los setenta y a partir de aquel importante programa de gobernabilidad trilateral de Crozier, Huntington y Watanuki aparecen definidos algunos conceptos. Pero yo no voy a referirme tanto a ello como a lo que la propia OEA ha venido celebrando, realizando. Y voy a tomar una distinción de base hecha por la Unidad para la Promoción de la Democracia y que aparece en el documento que esta importante Unidad de la OEA nos presentara en Santiago de Chile.

La gobernabilidad es definida, entonces, como "la dinámica existente entre los actores políticos y el conjunto de instituciones y procedimientos que rigen una sociedad". Por aquí ya ingresamos en un recorrido de análisis que nos permita, de alguna forma, cooperar –o tratar de hacerlo, al menos– en la búsqueda de este programa, este programa que hay que elaborar, que lo harán los expertos, que los expertos expresarán seguramente criterios provenientes de sus respectivas experiencias nacionales, ya sea políticas, diplomáticas, económicas y académicas. Este Programa de Gobernabilidad Democrática en las Américas es, cabe reafirmarlo, la secuencia natural, la secuencia lógica, de lo que fue y es la Carta Democrática Interamericana; es el capítulo –digamos– subsiguiente; hay, por lo tanto, un cordón umbilical muy fuerte entre la Carta Democrática y este Programa, por lo cual identificar y desarrollar actividades de cooperación en el área de desarrollo económico que contribuyan al afianzamiento de la gobernabilidad democrática en la región es ya un mandato; ya no es una mera recomendación o ilustración conceptual, es un mandato de la Resolución 1960/03, adoptada en Santiago por la OEA.

Por lo tanto, quiere decir que de aquel informe de 1975 a la fecha han sucedido muchas cosas importantes, que han convertido al concepto en un concepto operativo, en un concepto instrumental; ya no es una mera base de análisis.

¿Cómo concebimos nosotros la ejecución, la realización, de este análisis? En primer lugar, tenemos que partir de algunos reconocimientos. El primer reconocimiento, el de la realidad, el reconocimiento de la situación. ¿Qué muestra la situación? La situación muestra, particularmente en nuestra región, democracias políticas, algunas más vigorosas que otras; muestra la influencia que sobre ella ejercen fenómenos exógenos a la región, abarcativos: la globalización, como un hecho inevitable, no como un modelo asumido sino como un hecho inevitable. Muestra la región también emergentes procesos de integración, a veces con una aceleración sostenida, a veces con intervalos de cierta latencia. Muestra también, a nivel de la sociedad, por un lado encanto con el modelo económico, por otro lado desencanto. Muestra crecimiento en la acumulación de bienes y servicios, pero también muestra pobreza y exclusión. Este es el primer reconocimiento, un reconocimiento macro, un reconocimiento no superficial pero simplemente inventarial.

En segundo lugar, debemos tomar en cuenta cómo hemos efectuado el recorrido, qué recorrido hemos seguido; ese recorrido muestra que en algún momento nos adherimos casi, yo diría, en esencia, al llamado Consenso de Washington y que este Consenso de Washington produjo efectos que naturalmente eran vistos desde la perspectiva de revisar aquel anterior concepto del Estado benefactor e ir pasando de un "Estado de máxima a un Estado de mínima" e ir de alguna manera creando condiciones que permitieran poner en orden la economía y las finanzas de cada sociedad, para a partir de ellas construir un nuevo concepto de la gobernabilidad democrática.

En tercer lugar, vemos que este modelo trajo sus bienes y trajo sus dificultades. Esos modelos maximalistas, que siempre tienen la virtud de convertirse en una idea central, de por sí atrayente en su comienzo, muestran luego en su efectividad también las naturales fisuras que cualquier modelo aplicable a la sociedad en determinadas circunstancias produce.

Por lo tanto, aquí aparece un cuarto punto, que es cómo podemos conciliar desarrollo y gobernabilidad. Porque en ese terreno del desarrollo económico ha habido menos espacio para la política que para la economía, y ha quedado, creo, demostrado palmariamente en estos últimos diez años que, con política, el principio de libertad naturalmente facilitará la diferencia y el principio de justicia social equilibrará la equidad. Por lo tanto, la búsqueda de ese equilibrio entre libertad y justicia social creo que se constituye en los soportes básicos de la gobernabilidad. No habrá gobernabilidad sino en cuanto cada uno de los ciudadanos de las sociedades políticamente organizadas sienta que de alguna forma, en algún registro, están reflejados su preocupación, su interés, su derecho o su falta de derecho, su expectativa o su frustración; es decir, su futuro como persona, su ideal como familia, su concepto de la sociedad, su adhesión al Estado, su creencia en el derecho, su fe en la ley como reguladora de las conductas.
Por lo tanto, es necesario para hacer esa identificación de la que nos habla el párrafo 3 de la resolución AG/RES. 1960 (XXXIII-O/03) no tener solo una discusión sobre los instrumentos. Hemos discutido mucho de los instrumentos; yo diría que hemos discutido hasta demasiado sobre los instrumentos. Yo creo que ahora hay que discutir los valores, hay que discutir los conceptos, hay que discutir las ideas. La gobernabilidad no es solamente una operación ajedrecística de articulación de los operadores políticos, sociales, económicos, corporativos, privados o públicos. Es mucho más que eso. La gobernabilidad es la creencia, es la fe, es la determinación de cada ciudadano de saber que pertenece a un colectivo que tiene reglas de juego, de cuya formulación él participa no solo en el acto electoral de la elección de sus gobernantes sino en el proceso efectivo de la toma de decisión y en el proceso efectivo de la rendición de cuentas de esa toma de decisión.

Yo tuve ocasión de señalarle al Secretario General, el doctor Gaviria, en Santiago recientemente, y hago este pequeño desvío de mi exposición sin que ello importe apartarme del tema central, que, al hacer su rendición de cuentas muy exhaustiva de la OEA, de la Secretaría General y del conjunto de sus unidades, para presentar una suerte de fotografía dinámica de lo hecho y de aquello que estaba por hacerse, estaba mostrando cómo el multilateralismo una vez más acreditaba la necesidad de su existencia, la pertinencia de su función y la convocatoria a ese consenso que solo se puede lograr a través de la participación regional. Por lo tanto, trasladado eso al terreno de cada una de las naciones, de cada uno de los Estados, tenemos que entrar a hacer proposiciones que muestren a la OEA igualmente preocupada no solo por esa rendición de cuentas exhaustiva sino por la realización de estas nuevas etapas para las cuales la OEA seguramente está y estará aun mejor preparada.

Es evidente que la OEA tiene que mantener un vínculo activo con los procesos de integración. No es razonable pensar que la OEA no esté vinculada a la evaluación política y a la incidencia que en el sistema regional tienen el nacimiento y la emergencia de estos procesos, que no son solo procesos de acceso al mercado, de liberación de tarifas, de circulación libre de personas, servicios y bienes, sino que es también una respuesta de naturaleza política, que de alguna manera constituye concertaciones y consensos basados en principios generales asumidos por la OEA pero en particularismos también adoptados por esas subregiones. Así no sería razonable que la OEA estuviera alejada de la Comunidad Andina, que estuviera alejada del MERCOSUR, que estuviera alejada de Centroamérica y su integración o del NAFTA y, por cierto, del Caricom. Y no le llamo estar alejado a estar desinteresado, digo, a no tener algunos programas en que la integración sea vista como uno de los factores facilitantes de la gobernabilidad. La integración, en la medida en que abre posibilidades, en que genera espacios ampliados, en que facilita modelos de vida que no se agotan a lo interno de la jurisdicción doméstica, admite y permite por lo tanto una suerte, yo diría, de vocación de crecimiento. Y es, precisamente, vocación de crecimiento y expectativa de crecimiento una de las cosas que facilita la liberación de las energías muchas veces reprimidas de nuestras poblaciones, que no encuentran modelos en los cuales desarrollar su verdadero sentimiento de realización personal y colectiva.

La OEA tampoco puede estar ajena a los programas de desarrollo. Y por eso insistíamos mucho en Santiago de Chile en la necesidad de vincular la gobernabilidad con las actividades de cooperación en el área del desarrollo económico. No se nos podrá demandar a la región, no se nos podrá requerir mayor nivel de gobernabilidad, si no se nos concita, si no se nos convoca, si no se nos toma en cuenta, a la hora de generar las condiciones del desarrollo. Y las condiciones del desarrollo no son asistenciales, no son tutoriales, no son paternalistas; son de participación activa. Y ahí aparece el rol del comercio, y ahí aparece el rol del acceso a los mercados, y ahí aparece el rol de ese equilibrio necesario entre el bien industrial y el bien agrícola, entre la protección y la liberación, entre el discurso y la realidad. Y ahí aparece entonces esa necesaria conciliación que es la gobernabilidad misma, como una propuesta que solo puede desarrollarse, cimentarse y solidificarse, si al servicio de ella existen sociedades –diría– contempladas, tenidas en cuenta, atendidas, cada una en su rol de productor de bienes y de suministrador de recursos de la más diversa naturaleza.

No es posible que Estados productores netos de alimentos, como son los de nuestra región, vean que se les cierran puertas o se les establecen competencias desleales por la vía de los subsidios y del proteccionismo. Eso no asegura la gobernabilidad. Eso genera, sin duda, vacilaciones en cuanto a la creencia en el sistema general de reglas de comercio, eso genera dudas e incertidumbres con respecto al futuro de nuestras economías. Y la incertidumbre es el disuasivo número uno de la gobernabilidad. La gobernabilidad supone previsión, la gobernabilidad supone certeza, la gobernabilidad supone adhesión a un conjunto de reglas básicas, y esa regla básica se erosiona, se desgasta, cuando se pone a la intemperie de un comercio internacional inequitativo, de un comercio internacional con trabas y dificultades.

Por lo tanto, la OEA tiene que estar atenta también a cómo va la Ronda de Doha, a cómo se procesan en ella los intereses regionales, que no todos se amalgaman en el seno de la Organización política, pero que, no obstante tener andariveles diferenciados de naturaleza económica y de integración, reproduce en la escala de diálogo político las dificultades. Y esta Organización, al final, recibe las consecuencias, los efectos de todo ese conjunto de factores de los cuales no puede, por lo tanto, si quiere actuar eficazmente, aislarse. Naturalmente que la OEA tiene que poseer, por lo tanto, para llevar a cabo esta tarea, con una identificación clara del impacto de la cooperación. Pero el impacto de la cooperación no puede ser medido en términos retóricos. El impacto de la cooperación tiene que ser medido en términos de evaluaciones, mediciones, que permitan establecer si un programa de cooperación produjo o no produjo al interior de una sociedad dada el mejoramiento de un número determinado de personas o el desarrollo de una determinada zona o subregión; o si los niveles de educación de un país han aumentado o han mejorado con un mayor ingreso a las aulas en la educación básica o en la educación tecnológica o terciaria; es decir, la medición del fenómeno, las pautas para establecer si el impacto del programa se ha producido o no se ha producido.

Por aquí hay otro elemento que es, me parece a mí, factor a tomar en cuenta a la hora de inventariar temas o cuestiones para hacer un programa de gobernabilidad. Naturalmente que esto está netamente relacionado también con la educación. Sería inimaginable la apuesta a la gobernabilidad sin darle la entrada necesaria y bastante a la educación y a la cultura, porque en definitiva la gobernabilidad no actúa solo en relación con los gobiernos. La gobernabilidad actúa con relación a los ciudadanos, a las personas. Hay quien ha dicho que "no solo hay que reinventar al Estado, hay que reinventar al ciudadano"; es decir, el ciudadano, que no es lo mismo que el consumidor.







Lo decía sabiamente el Presidente Ricardo Lagos en su introducción a la última Asamblea General de la OEA, en su discurso, a nuestro juicio extraordinariamente rico en concepto y en persuasión, al decir que "las bases de un sistema democrático son esenciales para un buen gobierno". Continúa diciendo: "Es demasiado obvio. Sin embargo, hemos aprendido que las bases de un sistema democrático son condición necesaria, pero desgraciadamente no son condición suficiente. Las sociedades de hoy necesitan tener cauces sólidos para tratar sus diferencias, pero a la vez requieren energía para poder mantener sus consensos fundamentales".

Y hacía luego una distinción clara entre el consumidor y el ciudadano. Todos somos consumidores, todos somos ciudadanos; pero, cuál es la nota que domina en muchas de nuestras gentes: esa condición en la que se habla del homovidens, la persona que ve la televisión y que consume incluso la política a través de la televisión. Entonces aparece todo ese juego mediático que pone en competencia la enseñanza formal, la de las aulas, la de la verdadera ágora del conocimiento, con esa informal pero diaria, cotidiana, de la televisión o de otros medios que se introducen claramente en el discurso intelectual y moral de la gente, a veces por el recoveco o la rendija o la ventana, y no por la puerta abierta de la transparencia. Por lo tanto, también ahí la OEA, la educación, los medios, es un capítulo no olvidable a la hora de inventariar los factores de la gobernabilidad.

Entonces, ¿qué tenemos de nuevo y de distinto? Tenemos una demanda creciente de nuestra gente; creciente porque el mundo ofrece el espectáculo del crecimiento, pero en ese espectáculo hay solo algunos actores, a veces muchos, a veces pocos, a veces menos de los que desearían participar. Pero hay un mundo enorme de observadores atentos, de observadores muchas veces que procuran pasar de observadores a ser partícipes, o de observadores simplemente resignados, que constituye quizá el grado menor al cual tendremos que atacar frontalmente para recuperar en ellos la dignidad. Porque, en definitiva, la dignidad supone la participación, la participación es lo que hace digno al ciudadano. El ciudadano se vuelve agente no solo de sí mismo, sino agente del grupo social al que pertenece.

Si la libertad trae desigualdad y la justicia social procura repararla, trabajemos en esas dos vetas. Porque no habrá gobernabilidad con la simple apuesta a la libertad. La libertad también requiere de esa satisfacción que le permita a cada uno saber que la libertad no lo está dañando, que la libertad lo está asistiendo, que la libertad le está permitiendo desarrollarse.

Por lo tanto, hay que producir un cambio, un cambio en la actitud de los gobiernos y en la actitud de los ciudadanos.

Decíamos recién, recordando palabras que se han dicho antes con mucha más autoridad que la mía, "reinventar no solo el gobierno sino también la ciudadanía". Eso lo decía Joan Prats Catalá, de la Universidades de Cataluña, intelectual que, seguramente, ustedes conocen.

Entonces, aquí aparece el primer capítulo: Cambiar el Estado. Cómo debe ser el Estado para asegurar la gobernabilidad.

Yo no pretendo tener soluciones mágicas y estas ideas no tienen tampoco la pretensión de constituir novedades absolutas, apenas el ensayo de reunir algunos conceptos que a veces, por la sola circunstancia de estar juntos, permiten una mayor, o por lo menos más clara, inserción.
Estamos pasando del Estado de bienestar al Estado de dificultades, un estado al que se le pide menos impuestos, menos gravámenes, pero se le piden también más servicios. Se le pide que los servicios esenciales, aquellos que dieron origen a su creación: la seguridad, la justicia, funcionen. Y la seguridad y la justicia hoy son quizá de esos capítulos que constituyen un corazón crítico del sistema de muchos de nuestros países. Y esto determina claramente pérdida de fé en el Estado, pérdida de confianza en el Estado. El Estado hoy vive una etapa en la que el ciudadano no lo ve, no lo observa, como aquél que está funcionando en función de sus derechos e intereses, sino que de alguna manera lo ve al Estado como un mal necesario, como algo que está allí y que él debe aceptar, resignadamente en muchos casos.

Bien; si el Estado es un estadio de organización de la sociedad, no se trata de ponerle enfrente a la sociedad civil, como si esta fuera una suerte de galaxia separada del Estado y de la sociedad en su conjunto. ¿Qué es la sociedad civil? Yo toco este tema porque este tema me acompaña, como decía un querido abogado del Departamento Legal de la OEA cuando yo dirigía el Departamento de Codificación y Desarrollo Progresivo del Derecho Internacional (tengo aquí cerca de mí funcionarios que hoy ocupan ese lugar con gran dignidad y eficacia). "A veces los temas lo corren a uno. No uno corre tras de los temas, son los temas los que vienen a uno". Y este tema, yo confieso, quizá porque se trata de la sociedad civil, me corre mucho.

Víctor Pérez Díaz, un politólogo contemporáneo muy prestigioso, ha expresado unos conceptos sobre la sociedad civil que yo no puedo ceder a la tentación de compartirlos. No soy muy dado a leer, porque el leer me distrae de aquello que quiero expresar, pero en este caso debo hacerlo para mantener el rigor de su definición. Dice: “La sociedad civil consiste en un conjunto de instituciones sociopolíticas, una autoridad pública con un poder limitado y responsable ante la sociedad,”, es decir, para él todo esto es sociedad civil; “un estado de derecho donde la ley se aplica igualmente a gobernantes y gobernados, un espacio público o una esfera pública, una economía de mercado, exenta en lo esencial de violencia y corrupción y un abanico de negociaciones voluntarias. Este es un edificio frágil y vulnerable, que necesita ser reconstruido y reparado incesantemente. Nada garantiza su permanencia. En cualquier momento puede ser distorsionado y convertirse en una sociedad incivil o anticivil, autoritaria y colectivista, si las gentes que la componen cesan de desplegar la energía y determinación necesaria.”. Este concepto me ha parecido sumamente importante, porque significa, a nuestro juicio, quebrar ese binomio un tanto -yo diría– radical, maniqueísta por momentos, entre Estado y sociedad civil. El Estado es también, para ser un verdadero Estado de derecho, con un régimen de gobierno representativo y con gobiernos de opinión, sociedad civil.

Nosotros abogamos por una fórmula que nos permita ver al Estado no como un contradictor de la sociedad civil, sino como un espacio político institucional recreativo de aquellos mensajes y decisiones que provienen de la sociedad. Hablamos de la sociedad, porque al menos nosotros, por lo menos yo personalmente, uso la palabra sociedad civil para distinguirla fundamentalmente de la sociedad no civil. Y el Estado no lo puedo concebir como una sociedad no civil.

Ese es un primer aspecto, pues. La sociedad pide menos impuestos, mayor calidad de vida, más seguridad, mejor justicia, más transparencia, mejores rendiciones de cuentas, que los gobernantes rindan sus cuentas.


Hay otro elemento para también ver a la sociedad y en el cambio que debemos o deberíamos operar sobre ella y sobre el Estado. Hay un ausente visible; claro, hablar de un ausente visible puede sonar un tanto extraño: la solidaridad. ¿Existe realmente un concepto de solidaridad adoptado como una política de Estado y no solo de asociaciones o de grupos sociales? Construir "una solidaridad horizontal" es importante, pero no la podemos destruir por "desigualdad de verticales". Si hay solidaridad horizontal no ha de ser la desigualdad vertical aquella que adoptemos como un mecanismo capaz de eliminar ese concepto de solidaridad. Pero la solidaridad no es un concepto exclusivamente moral, de base ética; es también un concepto político. La solidaridad es un concepto intrínsecamente político y no juega solo para adentro de las sociedades, juega en la relación entre los Estados. Solidaridad interna e internacional.

¿Hay solidaridad interna e internacional? ¿El examen, el test, de cada una de nuestras sociedades nacionales y el test de la sociedad internacional pasaría con buena nota [este examen]? O la calificación de 0 a 10 nos daría en algunos casos 4, en otros casos 6 y quizá en otros casos menos de 4. ¿Cuál es la situación? ¿Podemos decir que estamos construyendo una sociedad solidaria? Una sociedad solidaria supone esa conciliación permanente entre libertad y justicia social.

No alcanza con producir bienes y servicios. Yo allí tengo un mensaje que, en cierto modo, respetuosamente, pone en tela de juicio esas soluciones mágicas de los economistas, que todo lo resuelven; que hoy el modelo es fantástico y al otro día deja de serlo. Tengo un rechazo, casi diría, íntimo, a esas formulaciones simplistas en que la economía decreta la felicidad de la gente. Y creo que ese nuevo actor que es el mercado es un actor, lo que no sé es si puede ser el protagonista. Para mí el protagonista no es el mercado, el protagonista es la sociedad. Y hacer del mercado el primer actor en el casting me parece que es un tema complicado, porque ese primer actor va a buscar "cámara", va a buscar sobresaliencia, va a buscar imagen, va a buscar, lógicamente, el rédito natural propio del mercado, el lucro, la ganancia, que está en la base misma del sistema capitalista y que persiste y debe persistir para eliminar cualquier otra recurrencia a autoritarismos, también mágicos, que han pretendido establecer la justicia o el equilibrio, la llamada “justicia”, por la vía del igualamiento propuesto, sin el impulso de la superación personal. Es decir, no es por allí que va la respuesta.

La cuestión consiste, a nuestro juicio, en saber que el mercado, las corporaciones, los sectores, las asociaciones, los grupos, tienen intereses sectoriales, tienen visiones, que no son generales. La visión general en la democracia, está en el Estado. Es el Estado el que resume y recupera para sí ese rol, no por el concepto del Estado paternalista o del Estado grande y benefactor y aun el Estado monstruo, el Estado leviatán. No, no, no. El Estado como el resumen del interés general.

Por eso no estamos tampoco de acuerdo ni favorecemos todas esas tesis que arrinconan al Estado y lo colocan en la posición del malo de la película. El Estado no es el malo de la película. El Estado, lo que ocurre, es que se ha ido también transformando y ha tenido erosiones varias, que provienen en ciertos casos, tanto de la incapacidad de la clase política que lo maneja como del exceso de la burocracia clientelista que lo gestiona. Y no le echemos la culpa, entonces, al concepto del Estado de aquello que no es sino la patología de sus agentes. Porque de otra manera estaremos concluyemos fácilmente, pero tan fácil como falsamente, que hay otras formas sustitutitas de organización que ninguno de nosotros sabe bien cuál es. Yo estoy esperando ansiosamente que alguien me presente cuál es la alternativa al Estado. No logro ser presentado a esa figura nueva. No conozco esa figura nueva, no sé cuál es. Lo único que sé es que hay un Estado y hay corporaciones, hay gremios, hay sindicatos, hay universidades, hay asociaciones, todas ellas acotadas a un objeto específico, sectorial, válido en muchos casos, menos válido en otros, pero en definitiva acotadas a un expreso y definido interés. El Estado, en cambio, es y debe ser, si es democrático y se basa en el derecho, representativo de todos los intereses.

Hay otro elemento que me parece muy importante en la búsqueda de la gobernabilidad. Hoy, se ha dicho, nos falta el contradictor, el contradictor tradicional, que tuvo el sistema democrático y que tuvo el capitalismo como expresión económica, que lo fue el comunismo. Desaparecido formalmente como estructura política el comunismo, la democracia se compara consigo misma. Eso lo han dicho distinguidos pensadores regionales. La democracia y el capitalismo están enfrentados consigo mismos, es decir, se ven a sí mismos en cuanto a su capacidad de mejoramiento sin tener un contradictor que, por lo opuesto, permite marcar por encima del debate o el deseo mismo de renovación. Entonces, aquí es donde anidan frente a este Estado democrático, basado en el derecho, pero incapaz de poder resolver todas las demandas, las ansiedades y postulaciones de la gente.

Y aquí entonces, como otro dato de la realidad, aparece la ruptura, la ruptura de la familia, la disociación, el aumento del delito, la irrupción en la sociedad de factores distorsivos y de variables permanentes que hacen que un gobernante electo hoy por una mayoría absoluta, el encuestímetro da pasado mañana muestre que solo cuenta con el 15 ó el 20%, y a veces menos, de aprobación de su población. Aquí aparecen otros elementos que también afectan la gobernabilidad, que es ese juego permanente de la medición de la oposición pública que solo se afinca en el número de la adhesión, pero una adhesión que aparece expresada en muchos casos, en preguntas dirigidas a encontrar los puntos de diferencia muchas veces más que los puntos de conciliación. Porque si a un ciudadano se le pregunta ¿está conforme con su gobierno? es muy probable que diga que no. Pero si a un ciudadano se le pregunta si está de acuerdo con que se hayan erigido 150 nuevas escuelas industriales, 250 nuevos locales para recepción de niños de 3 a 5 años de edad que no pueden permanecer en sus casas porque sus padres trabajan, o cuando se les pregunta si está de acuerdo o no, si le parece bien o no, que se haga un gran puente para unir dos países o que se haga una gran carretera o una conexión del gas natural proveniente de Bolivia para ingresarlo al MERCOSUR, por ejemplo, si se le pregunta eso seguramente el ciudadano dirá que sí, que le parece bien. Pero, claro, cuando se le pregunta globalmente ¿usted está de acuerdo con la política del gobierno?, lo normal es que el ciudadano diga que no, que no está de acuerdo, que está en la vereda de enfrente y que, si puede, va a tratar de desacreditar al gobierno y, en su caso, al Estado mismo.

Entonces, ante esa ansiedad y ese desencanto, tenemos que actuar sobre ellos.

Y la gobernabilidad no solo la vamos a resolver mirando los factores del poder ejercido desde el gobierno, sino los factores reales de la conexión entre la sociedad y el poder. Y estos son factores reales a tener en cuenta.

Existe otro tema importante: el liderazgo, el liderazgo y la conducción de cambio. La sabiduría para elegir líderes está muchas veces de por medio en esta situación que estamos reflejando. Elegir líderes, elegir conductores, en una democracia es un acto de gran responsabilidad. Y, por lo tanto, los actores públicos y los actores privados no deben ser solo actores mediáticos, no deben ser solo aquellos que aparecen con una imagen simpática que convoque al televidente en esa nutriente de la simpatía. Cuando yo era Ministro de Interior, hace algunos años, y me ocupaba de la seguridad ciudadana y del orden público, había algunos asesores de prensa, llamados ahora asesores de imagen, a los que yo no había contratado pero que, de oficio, volcaban sus opiniones sin que se les pidiera en muchos casos. Decían “usted nunca se ríe, ríase de vez en cuando”. Entonces, yo contestaba “usted quiere que yo me ría cuando le explico a la población cómo van las rapiñas, los copamientos, el crimen organizado, las mercobandas?, ¿usted quiere que yo le diga a la gente que use la tarjeta de crédito y no el dinero para evitar que el ladrón cobre cash? Así pudimos determinarlo, por qué había tantas rapiñas menores, para robarle a la gente $5, $10, el equivalente de ese dinero: porque eso era cash. En cambio, otro tipo de robo, más organizado, etcétera, era imposible de llevarlo a cabo porque la gente era proveedora de bienes que luego se revendían y al haber sancionado al reducidor, a quien compra bienes robados, con penas muy severas se empezó a cortar el último eslabón de la cadena, que es quien recibe el bien robado y luego lo compromete comercialmente.

Yo no estoy demasiado de acuerdo, lo digo con mucha franqueza, en traspolar de tal manera los valores, que hoy día sea tan importante la imagen como el contenido. Quizá en esto pertenezco a una concepción un tanto antigua, que no me presente, por favor, como contrario a los medios, porque no lo soy en absoluto, pero sí opuesto a la deformación que a través de estos puede producirse cuando trabajan al servicio no de un valor ético, no de un concepto moral, sino cuando trabajan a favor de una pura venta de imágenes.

Otro elemento es ver la impotencia de las instituciones nacionales e internacionales. Porque ni el Estado ni las organizaciones internacionales lo pueden todo. No lo pueden todo. Y es bueno que no lo puedan todo. Porque, en definitiva, las organizaciones no suplantan a la persona humana, no la reemplazan en lo interno y en lo internacional. Las internacionales tampoco reemplazan a los Estados. Los Estados siguen viviendo, siguen siendo una unidad de base.

Por lo tanto, la tentación del autoritarismo interno, como la tentación del autoritarismo internacional, existe. ¿Cómo trabajar para convertir, en términos de gobernabilidad, como prevenir esta tentación de autoritarismo? Primero, reconociendo que el Estado no puede satisfacerlo todo, pero que tiene el rol indelegable de ser el director de tránsito. El director de tránsito es el Estado. El director de tránsito no es el gremio, no es la academia, no es la universidad, no son los sindicatos, no son las ONG. El director del tránsito es el Estado. Él es el que dice si se va por la derecha o por la izquierda, en el sentido del tránsito naturalmente. Él es el que dice cuándo hay luz roja y cuándo hay luz verde. Él es el que, de alguna manera, es responsable de que la sociedad en su conjunto practique un código de conducta, y fija las reglas.

Naturalmente esto no excluye las reglas espontáneas, aquellas que son asumidas libremente por cada grupo social. Hay un famoso libro de Didier Anzier, que se llama “La dynamique des petits groupes”, “La dinámica de los pequeños grupos”, que está editado por Pedro Lafourcade, que habla de la dinámica de los pequeños grupos y dice que los pequeños grupos todos tienen unas reglas de juego propias (los presos en la cárcel tienen sus propias reglas), todos los pequeños grupos tienen sus reglas, sus códigos de conducta. Pero, justamente, son reglas de los pequeños grupos, no son reglas del colectivo, no son reglas de la totalidad.



Es necesario, pues preservar para el Estado la creación de las reglas para todos, no ajeno a la economía, por supuesto, no divorciado de ella pero tampoco divorciado de los valores. Desconfío mucho de los Estados que abandonan en su discurso público, a través de los gobiernos, la referencia de los valores. Los valores son la razón de ser de la organización político-democrática, la razón misma. Porque sin valores crece en exceso el intermediario mediático, crece el corporativismo exacerbado; crece el consumidor y desciende el ciudadano; pasan a un primer lugar los medios y no los fines. Y es necesario distinguirlos unos de otros claramente.

Yo voy a concluir, porque creo que me he extendido en exceso. Las caras de algunos de ustedes podrían así indicarlo. Seguramente no se da el caso de aquel profesor de literatura española que cuando miraba a sus oyentes y veía que miraban la hora se preocupaba un poco, pero mucho más se preocupaba cuando alguno de sus oyentes golpeaba su reloj para saber si se había detenido. [Risas.]

Adam Smith en su historia de la astronomía dice algo que yo voy a leer nuevamente, porque me parece que no podemos ustedes y yo darnos el lujo de perder ni una sola palabra ni una sola coma de lo que ha dicho Adam Smith a este propósito. Dice así:

"El propósito de la filosofía es introducir el orden en el caos de las apariencias discordantes para sosegar el tumulto de la imaginación y devolverlo, cuando examina las grandes revoluciones del universo, a ese tono de tranquilidad y compostura que es más agradable para sí mismo y más adecuado a su naturaleza".

Esto de "sosegar el tumulto de la imaginación" me parece que es el mandato superior que está presente en la Declaración de Santiago y en la resolución 1960. Sosegar el tumulto significa que cada sector comprenda que pertenece a un grupo mayor, que cada individuo comprenda que pertenece en lo inmediato a un núcleo también mayor, que es su pareja, su familia, su descendencia, su escuela, su barrio, su ciudad, su pueblo, su Estado, su nación. Si se comprende eso, es necesario por lo tanto que trabajemos mucho sobre el ciudadano. Tenemos que trabajar sobre los fines, sobre los valores; no tenemos que detenernos tanto en los instrumentos de “si esto da ‘tanto’” o “esto da ‘cuanto’”. Eso es necesario, es imprescindible, pero tenemos que "reorganizar el concepto del ciudadano". Y yo creo, lo digo sin ningún gesto de soberbia o de –diría yo– orgullo desmedido, sino desde la plena conciencia de lo relativo de las cosas y de lo relativo de cada acción humana, que la OEA ha hecho un camino. Y se habla de "los nuevos caminos". Y hay quienes hablan de la "tercera vía", y hoy día se habla mucho de la tercera vía.

Yo no quiero aquí terciar entre socialdemócratas y liberales, viejos o nuevos, ni quiero tampoco tomar el discurso de Anthony Guidens -sociólogo inglés- para convertirlo en el discurso de la OEA. Pero sí digo que tanto en el mundo de las naciones como en el mundo internacional hay que pensar en las terceras vías, en sentido amplio, en "los nuevos caminos" que nos sugieren intelectuales, expertos y políticos. Yo creo que tenemos la obligación de diseñar una nueva hoja de ruta, como se dice ahora. Y alguna de esas estaciones somos nosotros mismos, aunque el destino no seamos nosotros solamente.




En definitiva, creo que esta es una responsabilidad que tenemos: certidumbre para los ciudadanos, confianza en que la sociedad estará junto a ellos y con ellos, y confianza en la organización internacional para saber que ésta no legitimará aquello que se haga sin tomarla en cuenta.

Muchas gracias. [Aplausos.]