Discursos

CÉSAR GAVIRIA TRUJILLO, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
INSTALACIÓN DE LA CÁTEDRA JULIO CORTÁZAR DE LA UNIVERSIDAD DE GUADALAJARA

10 de febrero de 1995 - Guadalajara, México


"Vivimos tiempos de surgimiento de una verdadera cultura universal. No quiero ser malentendido. No digo con ello que exista un proceso de ‘normalización de la cultura’ porque éste no es otra cosa que el acceso a una televisión mundial que casi nunca tiene que ver con la cultura. Me refiero a que los vasos comunicantes entre los trabajadores de la cultura ya no tienen una fácil referencia en la historia cultural de sus naciones o sus regiones. Y también a que nunca como ahora la gente del común había tenido tanto acceso a la cultura de otros pueblos como hoy."

No saben ustedes la alegría que siento, al estar aquí, al lado de amigos entrañables como Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes y de nuevos amigos como Raúl Padilla, en este homenaje cotidiano que rinde la Universidad de Guadalajara, desde el pasado 12 de octubre y gracias a la generosidad de los dos enormes escritores que nos acompañan, a ese gigante genial y bondadoso que era Julio Cortázar.
Lo digo porque llevo demasiado tiempo hablando de economía y de política, demasiado tiempo en labores de gobierno o de la OEA desde hace algunos meses, y todo ello me ha alejado de dos oficios que algún día me habrán de recibir de nuevo para alegría mía y —quién sabe— quizá para espanto de suscriptores y estudiantes: el periodismo y la academia.
Si no supiera demasiado bien que tanto García Márquez como Fuentes son en el fondo unos tímidos insuperables, haría lo que corresponde en un acto como el que nos congrega. Esto es, me guardaría estos papeles en el saco y les ofrecería el podio para que nos llevaran hasta aquel lugar en el que aún hoy -porque es un inmortal- Cortázar escribe cuentos en su máquina eléctrica en compañía de Teodoro W. Adorno, su gato, y claro, de Charlie Parker y de Louis Armstrong y de Horacio Oliveira y de la Maga, para envidia nuestra.
Pero sería un expediente demasiado fácil. Al fin y al cabo son ellos los que han conspirado con Raúl, para traerme hasta este lugar, y para medirme, quizá para saber si estoy a la altura. De una vez les digo que no, que no lo estoy, que Cortázar, amigos míos, como decía Rulfo, tenía un corazón tan grande que "Dios necesitó fabricar un cuerpo también grande para acomodar ese corazón suyo".1 Y el mío, a su lado, es pequeño. Lo que pasa es que al podio le acortaron las piernas, para que no se note tanto.
Como muchos de ustedes, y a diferencia de algunos como Gabo y Carlos, yo no conocí a Cortázar. Pero como todos los que están hoy en este Paraninfo, me dejé llevar de su mano por esas épocas de Mayo del 68, cuando los estudiantes levantaban barricadas en contra del desarrollismo, del predominio de la técnica sobre la poesía, de la industria sobre la educación, de la realidad sobre la imaginación. Y leí en sus páginas casi todas las preguntas que asaltaban el comienzo de mi vida política, y sufrí en ellas el infortunio de no contar con una sola de las respuestas para esa sed de absolutos que me agobiaba.
Sin embargo, le debo a Cortázar, no sólo la capacidad de maravillarme ante lo cotidiano, que es con frecuencia extraordinario, sino una libre disposición a hacer preguntas, a buscar el revés de lo que nos venden como verdadero, a ir más allá de las etiquetas y de los ficheros en los que con frecuencia se encajona una realidad que no es susceptible de tal parcelación.
De manera que, quizá por la misma razón, cuando al salir de la Facultad de Economía, en esa época en que se daba por hecho que la política no era un arte menor sino el más bajo de los oficios, yo, con el pelo largo y lleno de dudas existenciales, y sin duda con más fe que conocimiento, decidí darle vuelta al cliché, le busqué en su interior los remiendos patafísicos y tomé la decisión de regresar a mi ciudad natal y dedicar mi vida a la política. Uno de mis profesores de Economía no podía creer tamaña estupidez. Enfurecido, me pateaba y me trataba de insensato. Supondrán que tomé las represalias de rigor contra él cuando me eligieron Presidente o, al menos, cuando estuve al frente del Ministerio de Hacienda en Colombia, sólo que ya para ese entonces me asaltaba la duda sobre quién había tenido la razón. Lo digo, porque la política pone a prueba el corazón del hombre, y sólo cuando se ejerce con honestidad y con decencia, con confianza en sus capacidades para transformar la realidad y en su fuerza para promover la justicia y el bienestar de los hombres, recupera de verdad su grandeza y su importancia.
Pero algunos de ustedes, amigos míos, se preparan para un oficio más terrible. Como Dios, tendrán en su mano la vida y la muerte de quienes llenarán de dudas las páginas que escriban.
Pues bien, permítanme, ya que me es vedado el privilegio de entregar la palabra a quienes de veras conocen sus esquinas de colores, hablarles del mundo que nos ha tocado en suerte, de sus inmensas contradicciones, siguiendo una forma de dialéctica cortazariana y, donde sea posible, haciendo uso de su capacidad de juego. Hablaré también del papel que pueden jugar las organizaciones como la OEA, en este llamado nuevo orden mundial, y haré una breve referencia al reto que tienen ustedes por delante y el compromiso que implica para su futuro hacer parte de esta cátedra.
Vivimos tiempos de integración. El mundo se integra en bloques cuyas características no igualan aún lo imaginado por Orwell pero cuya dinámica interna es, quizá imparable. Y ello está bien. El reconocimiento de la interdependencia como una realidad de nuestro tiempo nos aleja de las épocas en que la frontera era el pretexto para iniciar las más terribles guerras.
Para fortalecer esa integración debemos perseverar en abrir nuestros mercados, en generar competencia, en crear riqueza y en promover mecanismos de distribución de la misma que aseguren la consecución del principal objetivo de la economía: el bienestar de la colectividad. Algunos obstáculos en el camino no deben llevarnos de regreso a los tiempos en que creímos erróneamente que, al cerrar nuestras fronteras, progresaríamos, y que sólo distribuir más eficazmente nuestra pobreza nos ayudaría a salir de ella.
Hacia esa dirección hemos dado pasos contundentes. Ustedes han sido los más audaces, con los Estados Unidos y Canadá, en asumir con coraje esa integración. Y hay hoy poco menos de 30 acuerdos de libre comercio en la región que cimentan el camino hacia la meta prevista por los Presidentes en la Cumbre de Miami: el Área de Libre Comercio Americana que tendrá nacimiento en el 2005.
Pero a la integración se le enfrentan muchos peligros, como si las Américas se aferraran al pasado. El regreso al proteccionismo. El nuevo llamado al regreso de una fuerte intervención del Estado paternalista. La xenofobia y el cierre de fronteras, que desconoce la riqueza de la mezcla, la dinámica de la fusión de las culturas, la fuerza del mestizaje.
Una caricatura en estos días ironizaba el contenido de una controvertida decisión de frontera en uno de nuestros países. Al escuchar la frase de un político moderno contra la inmigración y solicitar la inmediata expulsión de ilegales, un aborigen americano le dice con severidad: "estoy de acuerdo, me permite su pasaporte antes de proceder a deportarlo?"
A la integración se le opone el resurgimiento del nacionalismo con su combustible facilista. Y un nuevo aislacionismo y la vieja discriminación, en sus nuevas formas ingeniosas.
Al fin de las fronteras que significa el progreso de las comunicaciones y la integración comercial del Hemisferio se le oponen antiguos criterios de seguridad nacional.
A la acción colectiva en la defensa de principios que nos son comunes —la democracia, el respeto por los derechos humanos, la tolerancia— o por tesoros que damos por perpetuos —el agua y el aire— se le enfrenta la arrogancia y el unilateralismo, el maltrato de la soberanía y la tendencia a imaginar que un mundo unipolar significa una patente de corso para imponer una verdad supuestamente incuestionable.
A la amistad entre los mandatarios y los pueblos, se opone, como un fantasma que surge de un pasado de pesadilla, la intención militarista, el chocar de los talones, los informes de patrullaje y defensa del llamado honor nacional.
Vivimos tiempos de apertura económica, es cierto. Yo soy un firme defensor de esa apertura porque termina con los privilegios que entregaba el proteccionismo. Creo en sus ventajas y posibilidades para las naciones que se atreven al esfuerzo. Pero a ella se le enfrenta un nuevo proteccionismo, y en el horizonte se ven guerras comerciales cuya gravedad nadie puede describir.
Vivimos tiempos de surgimiento de una verdadera cultura universal. No quiero ser malentendido. No digo con ello que exista un proceso de "normalización de la cultura" porque éste no es otra cosa que el acceso a una televisión mundial que casi nunca tiene que ver con la cultura. Me refiero a que los vasos comunicantes entre los trabajadores de la cultura ya no tienen una fácil referencia en la historia cultural de sus naciones o sus regiones. Y también a que nunca como ahora la gente del común había tenido tanto acceso a la cultura de otros pueblos como hoy.
Los taxistas de Belgrado leen las novelas de Gabo y saben quién fue -quién es- Artemio Cruz. En días pasados, un conductor que me recibió en Nueva York me habló de El Perseguidor. Alguien le había enviado el famoso cuento de Cortázar sobre Charlie Parker porque en el trayecto habían hablado de jazz.
Y el jazz, es de alguna parte? Lo tienen escriturado en alguna notaría? Ello, para no hablar del rock. Sting en Estados Unidos, Maná, aquí en México, Soda Stéreo en Argentina, RPM en Brasil.... Quién llamaba al rock el folclore de la juventud mundial?
Y las rancheras, son de México? No serán ya de todos los latinoamericanos?
Pero a esta cultura universal le surgen sus demonios. En estos tiempos de apertura cultural, un fantasma asusta a los artistas y a los creadores: el fanatismo religioso, el fundamentalismo, el resurgimiento de una ortodoxia que sirve, a veces, no para acercarse a Dios, sino para lo contrario, para alejarlo, para hacerlo imposible en este mundo.
Vivimos tiempos de democracia. Nunca como antes tantos países tenían gobiernos democráticamente elegidos, es cierto, y eso motiva nuestra alegría. Pero quien haga suyo el optimismo exagerado se verá frente a sorpresas ingratas en el futuro. No lo digo porque tema el regreso de las charreteras a los palacios presidenciales —y créanme que a veces lo temo en algunos casos— sino porque algunas de nuestras democracias son jóvenes y si no reciben alimento pronto su crecimiento estará en peligro.
A la democracia en la América Latina la amenazan los sistemas judiciales ineficientes, los cuerpos legislativos desprestigiados, la ausencia de mecanismos de participación democrática, de instrumentos para una eficaz defensa de los derechos humanos y de fiscalización comunitaria de los recursos públicos, entre otros. La amenaza, en fin, un Estado que ya no sólo es corrupto e ineficiente, sino que, tras su desmantelamiento, puede ser débil, impotente y raquítico. Es decir, el peor de los mundos, porque sin un Estado fuerte, no hay democracia.
Vivimos tiempos de comunidades electrónicas. La Internet creada como un instrumento para que no fuera vulnerable el sistema de lanzamiento de ojivas nucleares, al impedir que un ataque en un punto de la transmisión de datos echara a perder todo el sistema, ha terminado asegurando el crecimiento a tasas exorbitantes de una comunidad de más de 20 millones de científicos y humanistas, de investigadores y periodistas, quienes, sin distingos de raza, nacionalidad o religión, se reúnen en esa gigantesca biblioteca benedictina del siglo XXI para hablar y para pensar el mundo posible y también el imposible.
Una comunidad —casi— invulnerable a las ojivas nucleares que asegura proteger sólo por el hecho de estar conectada.
Pero frente a la realidad de esta comunidad que puede trabajar desde su casa y hacer de su vida una más integral y unida con sus hijos y sus padres y abuelos, hay otra, que es terrible. Me refiero a las inmensas "ciudades interiores" que surgen en los apéndices cancerigenos de las grandes metrópolis, donde el crimen y las drogas, son apenas pálidos síntomas de algo terrible que enferma nuestras capitales. Las "ciudades interiores" son hoy el lugar en el que no es posible el futuro, donde no hay esperanza que no sea un inútil espejismo. Allí lo que llamaba Umberto Eco "la medievalización de las ciudades" ha sido superado hace tiempo por una incontenible desintegración social y por el imperio de la violencia.
Vivimos tiempos de esperanza por una nueva forma de hacer política en nuestros países. Una nueva generación de jóvenes latinoamericanos ha ingresado, siguiendo el llamado que escuchara Ulises y que siguiera Héctor sin dudarlo, a esa lucha inaplazable por devolverle a la política su majestad, su capacidad para transformar a la sociedad.
Pero al mismo tiempo, nunca como antes la clase política traía a las instituciones democráticas tanto desprestigio y tanta corrupción. Y nunca como antes la gente votaba con tanto malestar y con tanta rabia contenida. Hoy sabemos apenas quién ganó y quién perdió, pero ese voto de protesta lleva casi siempre sólo su contenido de rechazo, y no una propuesta positiva, o un mandato transparente.
Vivimos tiempos de paz, es cierto. Para quien conoció los discursos durante los días de la guerra fría, las palabras de Gabo hace apenas ocho años, eran exactas. Decía nuestro amigo Gabo entonces:
Cada ser humano, sin excluir a los niños, está sentado en un barril con unas cuatro toneladas de dinamita, cuya explosión total puede eliminar doce veces todo rastro de vida en la Tierra. La potencia de esta amenaza colosal, que pende sobre nuestras cabezas como un cataclismo de Damocles, plantea la posibilidad de inutilizar cuatro planetas más que los que giran alrededor del sol y de influir en el equilibrio del sistema solar.2
Eso no es cierto hoy día. No del todo, quiero decir, Quizá aún estemos sentados en cuatro o quizá hasta más toneladas de dinamita, pero con el llamado fin de la bipolaridad por el colapso de la Unión Soviética, ya no resulta inminente un riesgo semejante.
Pero aunque ya no vivimos al borde de la guerra, surge ésta con todo su poder destructor. La fotografía del niño asesinado con un tiro en la cabeza, caído al lado de una tanqueta de las Naciones Unidas, es el retrato de la tragedia que pesa sobre Sarajevo y lo que antes fuera Yugoslavia.
Los soldados que hoy patrullan la frontera amazónica entre Ecuador y Perú podrían ser hijos de las mismas familias. Tienen nuestras mismas costumbres, los mismos dichos, similares mezclas raciales. Sin embargo caminan en la noche aferrados a su fusil, atenazados por el miedo.
Y los conflictos internos de algunos de nuestros países, el mío, para no ir más lejos, producen más muertos al año que muchas de las guerras anteriores a las del 14 y el 39.
Hay tantas veces, sin embargo, en que los tiempos que vivimos son de confusión y de violencia. Sugiero aplicar siempre, para hacer de la confusión una participación creativa, la regla que sugería Carlos Fuentes, al recibir hace poco el Premio Príncipe de Asturias, para disipar el imperio de la violencia: "no admires el poder, no desprecies al enemigo y no desprecies a los que sufren".3
Y sugiero insistir siempre en una idea fundamental: no justificar jamás el uso de la violencia.
Se preguntarán ustedes: qué pueden hacer las Organizaciones Internacionales? No crean que ignoro el desgaste de la Organización de los Estados Americanos y su incapacidad para convertirse en catalizador de los procesos de transformación del Hemisferio y en instrumento disuasivo de los procesos de amenaza a la democracia del Hemisferio o de los conflictos fronterizos. Pero el mandato que han dado los Presidentes de las Américas es claro y los tiempos que vivimos abren sin duda un espacio para la acción colectiva, para el trabajo conjunto, para la búsqueda de las metas comunes. Y si hubiese sido elegido a ese cargo para administrar la rutina, habría preferido un amable y enriquecedor retiro académico que esta nueva cruzada que he asumido, a veces para espanto de mi mujer y de mis hijos que me han sentido durante tantos años lejos de la casa.
En el proceso de cambio en el que estamos, la OEA deberá salir renovada y desempeñará un papel trascendental en la integración comercial del Hemisferio y en el fortalecimiento de aquellos elementos que hacen aún hoy débiles a nuestras democracias —los aparatos de justicia, las instituciones electorales, los cuerpos legislativos, los mecanismos de participación democrática, en fin— acudiendo siempre al conocimiento que tienen los propios países y propiciando, desde adentro, la reflexión que lleva al cambio, no buscando imponerlo en modo alguno.
Propiciaremos un nuevo encuentro cultural no para buscar con ello devolver el brillo que tuvo la OEA en los 70s en este aspecto —quizá un poco elitista para mi gusto— sino haciendo de cruce de caminos de la vitalidad que traen nuestros pueblos, devolviendo importancia al foro natural en el que se encuentran nuestros países para conversar, para hablar de sus asuntos, para mediar en sus diferencias y, por qué no, para hacerse al fin y de verdad amigos, como lo imaginaría Cortázar.
Desempeñaremos un papel trascendental en la integración tecnológica de las comunidades de investigadores y de humanistas y de científicos, mediante el apoyo a las Redes Universitarias de tal suerte que sean estas comunicaciones y estas tecnologías los puentes que cierren la brecha abierta entre los pueblos del Primer y del llamado Tercer Mundo. Eso, para mencionar apenas unos pocos temas.
Amigos de la Cátedra Cortázar:
Qué pueden hacer ustedes?
Permítanme traer a cuento una anécdota de mi país para ilustrar de un sólo golpe el por qué son tan importantes ustedes y la razón fundamental por la cual estos meses de Cátedra tienen que llegar al fondo de su corazón y cambiarlos para siempre. Durante muchos meses, años quizá, Medellín sufrió la violencia desatada por una de las organizaciones criminales más terribles de la historia de mi país. La persecución de sus cabecillas fue terrible. Los delincuentes llegaron al extremo de ponerle precio a la cabeza de los policías y los sicarios cobraban mil quinientos dólares por cada muchacho uniformado que mataban: en pocas semanas hubo cuatrocientos muertos en las filas de la Policía de Medellín.
Decenas de jueces cayeron por la fórmula trágica de "plata o plomo"; enfrentados a las fuerzas morales, los que caían lo hacían porque habían optado por salvar su integridad para poder mirar a sus hijos a los ojos. Yo mismo, como el actual Presidente de México, reemplacé a quien fuera un líder muy querido por mi país y quien, sin no hubiese caído asesinado por los narcotraficantes, sin duda habría sido Presidente: Luis Carlos Galán.
Por qué traigo a cuento esto y por qué tiene que ver con ustedes?
Porque desde 1988, cuando se desató la peor parte de esta violencia, los jóvenes escritores de Medellín decidieron hacerle frente a la muerte con la vida, a Tánatos y su metralleta silenciosa con la fuerza de Eros y sus endecasílabos irreverentes. Desde entonces hay más poetas en Medellín que nunca en su historia y en los festivales anuales que se organizan desde entonces se agotan las entradas a los teatros de mil y mil quinientos puestos y los autores que vienen de muy lejos no pueden creer lo que ven sus ojos y cuando se despiertan, en un avión que los lleva de regreso a casa, saben por fin que la palabra y la imaginación, como bien lo sabía Cortázar, son aquello que nos permite salir de esa prehistoria de nosotros mismos en la que a veces nos empeñamos en vivir.4
He ahí, amigos míos, la cruzada que les espera.
Muchas gracias.
NOTAS
1. Varios autores, Queremos tanto a Julio (Editorial Nueva Nicaragua, 1984) 159.
2. Gabriel García Márquez, El cataclismo de Damocles, 1a ed. (Editorial Oveja Negra, 1986) 8.
3. Carlos Fuentes, "El abrazo de las culturas", Diario El País [Madrid] 25 de noviembre de 1994.
4. Ernesto González B., Conversaciones con Cortázar, 1a ed. (Barcelona: Edhasa, 1978) 8.