Discursos

CÉSAR GAVIRIA TRUJILLO, SECRETARIO GENERAL DE LA ORGANIZACION DE LOS ESTADOS AMERICANOS
EN EL ENCUENTRO "JORNADAS CONSTITUYENTES" ORGANIZADO POR EL CONSEJO NACIONAL ELECTORAL DE VENEZUELA

15 de julio de 1999 - Caracas, Venezuela


Quiero en primer lugar agradecer esta invitación del Presidente del Consejo Nacional Electoral, doctor Andrés Caleca, para disertar sobre la experiencia de la Constituyente Colombiana. La entiendo originada en el interés de los hermanos venezolanos en conocer de primera mano la experiencia colombiana que condujo a la expedición de una nueva Constitución en 1991. Por ello, estas palabras tendrán un tono descriptivo. Quiero contarles qué pasó en Colombia y por qué las cosas salieron, a mi juicio, mejor de lo que yo mismo esperaba, a pesar de los escollos que tuvimos que superar.

Nos honra con su presencia el Señor Presidente Hugo Chávez Frías, quien ha interpretado en este proceso los anhelos de renovación política, los anhelos revolucionarios como él los denomina para que esta Nación, al final del Milenio, tenga unas instituciones políticas acordes con los significativos retos, problemas y desafíos a los que se enfrenta la Venezuela que les ha correspondido a ustedes vivir.

Antes de entrar en materia quisiera advertir que los colombianos hicimos una constituyente a la colombiana y, aunque estudiamos juiciosamente las experiencias de otros países, partimos de una premisa básica: cuando lo que está en juego es la construcción de un nuevo orden institucional que responda al carácter propio de una nación y que interprete los anhelos de un pueblo, no hay modelos que imitar, ni recetas que seguir, ni soluciones foráneas que aplicar. Y estoy seguro que el Presidente Chávez y todos los protagonistas de este proceso en Venezuela piensan igual.

De tal manera que así como conocemos los aciertos y las falencias del constitucionalismo de la cultura occidental, porque ellos conforman una fuente ineludible para no repetir los errores del pasado y derivar lecciones de gran valor, es sólo el pueblo constituyente el que sabe lo que necesita, lo que ha servido y lo que debe cambiar, rediseñar o reinventar.

Por eso no espero dar consejos que por lo demás nadie me ha pedido. Sólo vengo a compartir una experiencia. Esta es mi manera de desearles el mejor de los éxitos y expresarles que todos los pueblos representados en la OEA esperan que de este proceso surja una Venezuela que posea unas instituciones fuertes, representativas, eficaces, fruto de la voluntad mayoritaria de la nación.

Empecemos por el principio: ¿Cómo nació la Asamblea Constituyente colombiana? En nuestro caso la pregunta es importante porque el proceso constituyente incidió notablemente tanto en el funcionamiento de la Asamblea como en el contenido de la Constitución y, por su puesto, en su legitimidad.

Nuestra Asamblea Constituyente fue fruto de un sano equilibrio entre el pragmatismo político y la creatividad jurídica. Ambos se combinaron para abrir un camino nuevo que parecía inalcanzable, para movilizar políticamente a todo un país en torno a la idea de la necesidad de cambiar la Constitución por fuera del Congreso de la República. Y de que tal cambio tenía que trascender la simple operación de algunas instituciones. Lo que se requería era un cambio en los principios que fundaban la nacionalidad, en lo que comúnmente se denomina la parte dogmática de la Constitución.

Algunas sentencias poco conocidas de la Corte Suprema sobre las reformas constitucionales fueron el fundamento para la creación de una teoría constitucional que facilitaría abrir el camino hacia una Asamblea Constitucional sin violar la Constitución. De ellas, se deducía que lo menos arriesgado jurídicamente era acudir directamente al pueblo como constituyente primario o soberano. El presidente Barco, en 1988, propuso un plebiscito para abrir esta posibilidad, pero el Consejo de Estado anuló el acuerdo político en ese momento.

A finales de 1989 un movimiento estudiantil, que nació a raíz del asesinato del líder político Luis Carlos Galán, recogió miles de firmas y, con el beneplácito del Gobierno, promovió una campaña que se conoció como la "Séptima Papeleta". Con ella los votantes que participaron en las elecciones del 11 de marzo de 1990 incluyeron una papeleta elaborada personalmente por los electores, con la que expresaron su acuerdo o desacuerdo sobre la convocatoria de una Asamblea Constitucional. Dicho movimiento recibió en las urnas un apoyo significativo en desarrollo de las elecciones para la escogencia de cuerpos colegiados. El Gobierno expidió, entonces, un decreto de estado de sitio con el cual permitió el escrutinio de los votos por la Asamblea Constitucional durante elecciones de Presidente de la República. El decreto de estado de sitio fue enviado a la Corte Suprema con suficiente antelación para que dijera si se estaba violando la Constitución. La Corte no encontró vicios en el decreto.

En mayo de 1990, 5´095.631ciudadanos, es decir, el 89% de los votantes, se pronunciaron a favor de la convocatoria de la Asamblea Constitucional. Esa contundente decisión popular empezó a ampliar el camino para reformar la Constitución por un mecanismo de reforma alternativo: la Asamblea Constitucional. Pero era notorio un hecho contundente: aún no había un procedimiento para escogerla, ni se había definido su alcance y características.

Apelamos entonces al mecanismo que fue usado para regresar a la democracia y hacerle frente a la violencia partidista, después de la ruptura constitucional del General Rojas, de crear el Frente Nacional. Ello fue un Acuerdo político que esta vez incluiría no solo a los partidos tradicionales de Colombia, el liberal y el Conservador, sino a las nuevas fuerzas políticas, el Movimiento de Salvación Nacional y el movimiento de la recién desmovilizada guerrilla, el M-19.

Después de una extensa negociación suscribimos dos acuerdos políticos con los jefes de los partidos y fuerzas políticas que obtuvieron en esas mismas elecciones más del 96% de los votos. En ellos se definieron los lineamientos generales para la convocación, elección, integración y organización de la Asamblea Constitucional. También se fijaron el número de sus delegatarios, sus poderes y su competencia, que estaba limitada a los temas de reforma señalados expresamente en él. Además, mediante esos acuerdos se convocó a la ciudadanía a votar el 8 de diciembre de 1990. Así, las fuerzas políticas eran las que respaldaban, en representación del pueblo, esta segunda etapa de auto convocatoria.

Luego, el Gobierno incorporó los acuerdos en otro decreto de estado de sitio en el cual se facilitaba que el pueblo convocara y eligiera la Asamblea en un mismo acto electoral. La Corte declaró la inconstitucionalidad del temario y sostuvo que la competencia de la Asamblea Constitucional no podía ser limitada por un acuerdo político incorporado en un decreto, pues las únicas limitaciones admisibles eran las que el pueblo mismo había impuesto en las elecciones del 27 de mayo, es decir, procurar el fortalecimiento de la democracia participativa. De contera, la Asamblea se volvió delegada de la soberanía popular y pasó de ser constitucional a ser Constituyente.

Terminó así, después de una consulta popular, un referendo y dos acuerdos políticos nacionales, una verdadera odisea jurídico-política que permitió la convocatoria de la aun llamada Asamblea Constitucional.

Como conozco su experticio en temas electorales, quiero resaltar algunos detalles de las reglas de juego aplicadas en la elección de los delegatarios a la Asamblea Constituyente. Lo fundamental es que fueron radicalmente diferentes a las tradicionales y pusieron a prueba la modernización de algunos aspectos claves de nuestro régimen electoral.

Estas elecciones presentaron nuevos elementos. No se utilizó la tinta indeleble para identificar al votante; las tarjetas electorales proporcionadas por el Estado reemplazaron la tradicional papeleta distribuida por los mismos partidos; y se instalaron cubículos para asegurar el secreto y la intimidad en el ejercicio del sufragio. Por primera vez en nuestra historia se financiaron con dineros públicos las campañas para la integración de un cuerpo colegiado. Siguiendo un acuerdo político, el Consejo de Televisión distribuyó los espacios publicitarios gratuitos. Algunos de estos aspectos que no son novedosos en la Venezuela de hoy, si lo eran en la Colombia del 91, que a pesar de su tradición electoral tenia vetustos sistemas proclives a la manipulación del ciudadano y a otros vicios políticos.

Para 70 curules, que era el número total de miembros de la Asamblea, se inscribieron 119 listas, no tantas como se esperaba. La postulación de candidatos incluyó, además de los partidos, a organizaciones de indígenas y de evangélicos, a gremios de la producción, a movimientos comunales y cívicos, a estudiantes, a periodistas, a muchos dirigentes sin trayectoria política previa, entre otros.

La elección se efectuó en una sola circunscripción nacional por el sistema de representación proporcional, con el fin de otorgar mayores oportunidades a las nuevas fuerzas, a las organizaciones no partidistas y a las minorías. Con ello también se buscó promover una visión nacional en el tratamiento de los problemas. Esta medida marcó un cambio sin precedentes puesto que en Colombia las prácticas viciadas se nutrian de las circunscripciones departamentales, usualmente aplicadas para la elección de congresistas. Las reglas del juego fueron entonces muy abiertas, igualitarias y renovadoras. Ello fue y es un pilar de la legitimidad de la Constitución.

La participación electoral fue baja, del 26%, pero no se exigió para su vigencia jurídica ni un mínimo de participación ni de votos favorables. A los 70 delegatarios elegidos se sumaron cuatro ex guerrilleros después de iniciada la Asamblea, fruto del éxito de los procesos de paz en marcha y como consecuencia de las significativas perspectivas de cambio politico. Sólo dos tuvieron derecho a voto. Ningún grupo en la Asamblea logró la mayoría absoluta de curules, lo cual creó un contexto propicio para buscar consensos.

El voto consciente, la poca influencia de la política tradicional, la presencia de nuevos movimientos politicos y de sectores tradicionalmente contestatarios y marginados de la vida electoral del pais, la amplitud y equilibrio del proceso electoral, la casi inexistencia de votos por el No, la composición pluralista de la Asamblea y el fallo de la Corte Suprema, le dieron suficiente legitimidad a la Constituyente.

También aportó a esa legitimidad el proceso de participación ciudadana que acompañó la elección de los delegatarios. Este se llevó a cabo con las llamadas mesas de trabajo ubicadas en todos los municipios del país y promovidas mediante una intensa campaña televisiva. No se sabe cuantos colombianos concurrieron a estas mesas a deliberar sobre las reformas más necesarias para el país pero fueron muchos, centenares de miles de colombianos esperanzados en que la nueva Constitución solucionaría problemas concretos y muy relevantes para ellos.

La Asamblea Nacional Constituyente pudo iniciar tareas después de realizar acuerdos básicos sobre su funcionamiento, lo que también fortaleció su legitimidad. El Partido Liberal, el M-19 y el Movimiento de Salvación Nacional acordaron elegir una mesa directiva colegiada integrada por tres presidentes, dado que ningún sector obtuvo una mayoría, y se quiso iniciar el trabajo bajo la idea de que no habría la voluntad de integrar coaliciones circunstanciales para imponer la visión de un sector partidista.

Se crearon cinco comisiones a las cuales se les asignaron temas específicos. Estas, a su turno, se dividieron en subcomisiones. Para reducir los efectos de la dispersión, se inició el trabajo con un debate general en el cual cada delegatario expuso sus propuestas de reforma.

Tuvieron iniciativa para presentar proyectos de reforma los Constituyentes, el Gobierno, las Comisiones Primeras (Aspectos Constitucionales) de Senado y Cámara, la Corte Suprema de Justicia y el Consejo de Estado. Las organizaciones no gubernamentales, las universidades y los grupos guerrilleros vinculados al proceso de paz, pudieron presentar "propuestas" que no fueron tramitadas como proyectos reformatorios, pero sí tenidas en cuenta por los ponentes. Las votaciones en las comisiones no tuvieron carácter decisivo ni el valor de primer debate, para dejar en plena libertad a la plenaria. Se presentaron 131 proyectos de reforma y 26 propuestas. El Gobierno presentó un día después de la instalación un proyecto de nueva Constitución de 260 artículos con una detallada exposición de motivos. Sin que fuera exigido, éste se convirtió en un punto de referencia a lo largo de todo el proceso, señalando un rumbo y fijando un horizonte ambicioso.

El quórum deliberativo fue de un tercio de los constituyentes. Para decidir se requería la mayoría de miembros, pero en el segundo debate todas las nuevas propuestas debían ser aprobadas por una mayoría calificada de dos terceras partes de los delegatarios. Para que un artículo fuera parte de la nueva Constitución debía ser aprobado en dos debates en Plenaria y por mayoría de miembros. Esto también propició los consensos.

La gran conclusión es que predominó un espíritu de consenso, lo cual es otro pilar de la legitimidad de la Constitución, y no hubo mayores enfrentamientos entre las fuerzas políticas como tales.

Hay otro aspecto que vale la pena resaltar. La Asamblea obró libre de presiones indebidas y de lealtades con el pasado. Es más, sobresalió una gran tolerancia por las diferencias, tanto por la presencia de minorías étnicas y religiosas, como por la aceptación del pasado violento del M-19 que de alguna manera pareció diluirse en el intento de construir un nuevo país. La presidencia colegiada se convirtió en un símbolo del pluralismo. Todo ello también fue una base de legitimidad de la nueva Constitución.

A estas alturas de nuestra disertación, es bueno señalar que partíamos de un diagnóstico que sólo puedo ahora resumir. Pensábamos que las profundas transformaciones de nuestro país habían creado una brecha entre la realidad y las instituciones, entre el desarrollo socioeconómico y el desarrollo político, entre la sociedad civil y el Estado. La reforma debía cerrar esta brecha. En esa tarea examinamos algunas de las instituciones que le dieron vitalidad a las democracias, tanto de las surgidas despues de la guerra mundial como de las que se originaron con el fin de la guerra fría derrumbando muros y rescatando libertades. Estas podían servirnos de inspiración para construir una sociedad más abierta y menos desigual, una democracia más participativa, un Estado más eficiente y responsable, una comunidad más solidaria.

Pero al reformar la Constitución también era preciso tener presente el horizonte del siglo XXI. Colombia necesitaba una Constitución para asumir un papel preponderante en el nuevo orden internacional que se está gestando; para la nueva era de las revoluciones tecnológicas que se suceden con pasmosa rapidez; para una economía que se está abriendo a un escenario mundial cada vez más interdependiente. También debía preparar sus instituciones para una sociedad pluralista cada vez más compleja; para un ciudadano que quiere tener mayor participación en las decisiones, comprometerse con los cambios y no depender del paternalismo; para un Estado servidor que debe responder con dinamismo a las numerosas peticiones y grandes expectativas de la comunidad; para una nueva política en la cual el debate abierto de las ideas sea predominante.

Ante la crisis de confianza institucional, el otro problema central que teníamos que afrontar era, por supuesto, cómo construir instituciones legítimas. Había que sellar un nuevo pacto social, construir un nuevo acuerdo sobre lo fundamental, establecer nuevas reglas básicas de juego.

El problema era, y sigue siendo, aún mayor si tenemos en cuenta que cuando se consolidó la idea de la democracia representativa el Estado no intervenía en la vida de sus habitantes con la frecuencia y la intensidad de hoy. Buena parte de las actividades de los ciudadanos eran realmente privadas en el sentido de que no estaban sujetas a las regulaciones de entidades públicas. El Congreso era el foro de los debates de interés nacional y adoptaba anualmente sólo unas cuantas decisiones de gran relevancia para los ciudadanos.

Aún cuando la representación agilizaba el proceso de toma de decisiones y, en ocasiones, éstas reflejaban los anhelos de los electores, se produjo un grave distanciamiento entre los ciudadanos y los centros de poder. Ese distanciamiento provocó no sólo que las decisiones adoptadas por un grupo reducido de personas no correspondieran a los deseos del pueblo sino que aumentó la desconfianza del ciudadano común en sus representantes. Las reglas de juego que se fijaban día a día carecían entonces de la legitimidad suficiente para recibir el acatamiento voluntario de todos.

La clave de la legitimidad es la participación. Por eso propusimos que se abrieran nuevos espacios a la participación ciudadana para que las decisiones fueran percibidas como fuente de un compromiso justo en el cual todos tuvieron igual oportunidad de intervenir y de ser considerados.

Sin embargo, en un país donde prevalece la impunidad, donde las organizaciones criminales y el terrorismo desafían al Estado, donde la violencia brota en ocasiones con fuerza desestabilizadora, la reforma a la Justicia y al Estado de Sitio cobró especial relevancia. La dignificación y el fortalecimiento de la justicia eran tareas de supervivencia nacional.

Como saben, la Asamblea elaboró en cinco meses una nueva Constitución bien distinta de la de 1886. Ella busca que el país se exprese por medio de una democracia participativa, sea gobernado con instituciones sólidas y eficaces y esté habitado por ciudadanos activos, interesados por decidir cuál será su porvenir. Permítanme que brevemente me refiera a cada uno de estos temas.

Una de las principales características de la nueva Constitución es que no nació de unas pocas plumas sino de un gran debate democrático en el que participó todo el país. La Constitución de 1991 no es de nadie en particular. Por eso –como pocas en la historia- es de todos y para todos. Es una obra de creación colectiva que desde ahora y por muchas décadas nos pertenece por igual a cada uno de los colombianos.

La Constitución de 1991 también es un espejo del nuevo país, de esa Colombia en la que cabemos todos: los niños, los jóvenes, los adultos y los ancianos; en la que la mujer tiene un lugar preponderante en la vida nacional, en la que los indígenas y los demás grupos étnicos minoritarios en verdad cuentan; de esa Colombia predominantemente urbana pero que reconoce la importancia de promover el desarrollo del campo, en ese país de regiones que reclaman con razón facultades y poderes para abandonar un asfixiante centralismo y promover el verdadero progreso regional y el renacimiento de la actividad local.

Por eso la Constitución de 1991 es como es. Tan extensa como democrática. Detallada para recoger la diversidad y ofrecer garantías a todos los grupos políticos y sociales. Redactada a muchas manos y estilos porque se hizo en un foro pluralista donde había representantes de todos los sectores de la sociedad. Generosa en materia de derechos; amplia, participativa y democrática en cuanto a lo político; fuerte y sólida en lo que se refiere a la justicia; sana y responsable en lo económico; revolucionaria en lo social.

La nueva Constitución no es un ejercicio académico ni un invento de laboratorio. Es la expresión de la realidad viviente, como ella es, llena de formas distintas, compleja, imbuida de necesidades de variada índole y movida por las ilusiones de millones de compatriotas. En síntesis, como dijera Bolívar, "apropiada a la naturaleza y al carácter de la Nación".

Pero sobre todo, al fundar un nuevo orden, la Constitución de 1991 ha querido reconocer la existencia de los protagonistas de la República naciente.

Millones de colombianos que nunca se habían interesado, con razón, en las teorías constitucionales hoy se identifican con la Carta de 1991 y están dispuestos a exigir que se cumpla, que no se quede escrita, que sea un instrumento para transformar la realidad.

De este proceso nació una Carta Política. Pero debemos tener muy presente que se creó además una democracia participativa. Todos repetimos esa expresión. Ya no se habla en Colombia de la democracia a secas, sino de la democracia participativa o de una democracia de participación popular. No es éste un problema semántico, una redundancia ni una expresión de moda. Estamos frente a una nueva concepción de la democracia. Así como hace 200 años Montesquieu era revolucionario para su época, hoy los inspiradores de la democracia participativa han desafiado las instituciones tradicionales, no para destruirlas sino para tomarlas como pilares de un nuevo orden político, más legítimo, más respetuoso de la autonomía, de los derechos y de la libertad de cada persona, menos desigual y más justo, abierto a la convivencia pacífica de todos los grupos que conforman una comunidad.

En esta democracia participativa grupos de ciudadanos pueden presentar directamente proyectos de ley al Congreso, de ordenanzas a las Asambleas, de acuerdos a los Concejos. Pueden designar un vocero que los represente en el trámite de sus propuestas, que deberán seguir un procedimiento rápido. Así como pueden proponer sin intermediarios los cambios que requieran, también pueden vetar aquellas decisiones que consideren altamente perjudiciales. Si un 10% de ciudadanos solicita que una ley aprobada por el Congreso sea sometida a referendo, éste debe ser convocado para que el pueblo escoja si la ratifica o la deroga.

También pueden tomar decisiones por sí mismos sobre asuntos de trascendencia en consultas populares de todo el país, en su departamento o en su municipio. Inclusive cuando se vaya a reformar algún aspecto particular de la Constitución de 1991, se podrá acudir –si se quiere- al constituyente primario de donde se originó, sea para que se someta a referendo un texto determinado, sea para que las reformas que haya aprobado el Congreso vayan a ratificación popular o para convocar una Asamblea Constituyente.

Además de votar en las elecciones, en esta democracia participativa, los ciudadanos pueden exigir el respeto a su derecho a intervenir en otros foros, para que sus opiniones sean consideradas cuando se vayan a tomar decisiones que los afecten: los estudiantes en las universidades, los trabajadores en las empresas, los afiliados en los sindicatos y gremios, los profesionales en sus colegios, los campesinos en sus organizaciones, los consumidores y las asociaciones cívicas ante las entidades del Estado, los jóvenes en los organismos públicos que les interesen, las mujeres en las altas esferas de decisión, para citar tan sólo algunos ejemplos.

En esta democracia participativa lo más importante es el poder de cada ciudadano. El mensaje, así suene ideal, es claro: No más injusticia. No más privilegios. No más atropellos. Respetemos la dignidad de todos. Vivamos juntos en paz. Eso es lo que busca, en últimas, la Carta de Derechos. Pero además de enunciarlos, le ofrece a cualquier persona mecanismos como la Acción de Tutela –una versión muy eficaz del amparo- y el Defensor del Pueblo, para que el Estado los respete y para que nadie tenga que sublevarse contra las instituciones para defender esos derechos.

Una Nueva Carta. Una nueva democracia. Y también nuevas instituciones sólidas y eficaces. Una Corte Constitucional, para hacer de la Carta de 1991 un documento viviente, relevante para todos, sintonizado con la realidad del país, promotor del cambio y protector de los valores fundamentales de la democracia. Un poder judicial fuerte, ágil y autónomo para que la justicia no se pierda entre montones de expedientes, salga de los anaqueles y se ponga al alcance de todos los colombianos que podrán acudir a ella y recibir pronta respuesta. Una Fiscalía General de la Nación para coordinar e impulsar la acción del Estado contra la delincuencia y luchar contra la impunidad, capaz de afrontar poderosas organizaciones criminales. La Fiscalía General ha nacido con un pie en el Ejecutivo, que envía la terna de la cual se escogerá el Fiscal, y otro pie en la Rama Judicial, puesto que pertenece a ella y tiene facultades semejantes a las de un juez para adelantar investigaciones y adoptar medias precautelativas.

Además, se trató de construir un Congreso de la República diferente, donde todos los colombianos se sintieran representados. Un Congreso con asiento para las diversas fuerzas políticas y sociales, con un Senado elegido por circunscripción nacional. Depurado de los vicios que, como los auxilios y el turismo parlamentarios, empañaron sus logros ante la opinión pública. Preservado de prácticas indebidas por un severo Estatuto del Congresista y una ampliación del régimen de inhabilidades e incompatibilidades. Habilitado para discutir, de cara a la Nación, cómo invertir los recursos del Estado mediante un proceso democrático, transparente y deliberativo. Dotado de mecanismos para hacer más responsables a los funcionarios públicos y convertirse en la caja de resonancia de los grandes problemas nacionales. Y también, con la misión histórica de impulsar el desarrollo de la nueva Constitución expidiendo las leyes para su desarrollo.

En cuanto al Ejecutivo, buscó restablecer un sano equilibrio entre los poderes públicos. El Presidente sigue siendo el único representante de la Nación entera, el símbolo de la unidad nacional, el líder de la democracia, el permanente interlocutor del pueblo y de todas las fuerzas políticas, el Jefe del Estado, el Jefe del Gobierno y la Suprema Autoridad Administrativa. Pero no puede ya gobernar por decreto, salvo en situaciones de crisis. Además, los ministros están sometidos a un mayor control político, que incluye la posibilidad de votar mociones de censura.

Otro de los principales avances fue el de establecer un régimen de organización territorial que superara el excesivo centralismo que había llevado a que autoridades lejanas, sin contacto permanente e inmediato con los problemas locales y regionales, adoptaran decisiones que en una democracia participativa corresponden a los intereses o afectados por la correspondiente decisión. El Gobierno fue impulsor de esta idea fundamental bajo el calificativo de "federalización". El resultado fue la promoción de la autonomía de las entidades territoriales sin pasar a un régimen federal sino preservando el carácter unitario de la República.

Es apresurado saber si algunas normas resistirán el análisis del tiempo. Pero no me cabe la menor duda de que la concepción política y las instituciones en que se funda el nuevo Estado tienen vocación de permanencia.

La tarea, claro está, aún no culmina. Colombia aún tiene que demostrar que aquello que soñamos, aquello por lo cual tanto luchamos, no sólo es posible en un texto constitucional, sino también en la realidad. Se requieren todavía mucho trabajo y mucha imaginación para utilizar debidamente los nuevos instrumentos que tenemos en las manos para luchar contra la violencia y para combatir las desigualdades Y desde luego nos falta hacer la paz con dos grandes grupos guerrilleros. El significativo cambio político que trajo la nueva constitución será un elemento de convergencia. El pluralismo, la tolerancia, el respeto por las diferencias y la diversidad son bases para cualquier nuevo ejercicio de negociación del conflicto armado. El que los grupos guerrilleros reclamen una nueva Asamblea es posiblemente una consecuencia del exitoso proceso que se dio en Colombia para el diseño de una nueva Constitución.

El debate sobre los aciertos y falencias de la Constitución de 1991 ha sido profundo y permanente. No es este el momento de intentar hacer un balance de los resultados. Sin embargo, parece haber acuerdo sobre tres puntos generales.

Primero, en pocos años se consiguió lo que no se había podido en 100: hacer de la Constitución algo relevante para la vida política y cotidiana de los colombianos. En otras palabras, un texto verdaderamente fundamental y, lo que es más importante, un documento que tiene legitimidad, a pesar de que no ha sido desarrollado en su integridad. Hoy los jóvenes, los contestatarios, los marginados, todos los que son objeto de alguna forma de discriminación sienten que no tienen que alzarse contra la Constitución para defender sus derechos. Ojalá esa no sea una consideración menor para quienes están aun alzados en armas.

Segundo, las reforma para depurar la política han logrado su cometido tan sólo parcialmente; de ahí que se este tratando de avanzar más en este campo.

Tercero, la paz alcanzada fue parcial y la incorporación a la vida civil de otros grupos como la FARC y el ELN pasa por reformas sociales, económicas y políticas.

Finalmente, es claro que una contrarreforma sería impopular y que la paz se puede hacer dentro del marco de la actual Constitución, que no se concibe a sí misma como pétrea e infalible. Además, la Carta permite que haya referendos para ratificar las reformas acordadas en el evento de que Colombia, al fin, encuentre la paz.

Tanto Colombia como Venezuela se encuentran, al culminar el segundo milenio, en momentos cruciales de su devenir histórico. Pero cada problema es una oportunidad, si un país todo asume el desafío de levantar la mirada hacia un nuevo horizonte y se compromete a fondo en construir el futuro que anhela y merece.

Y en ese empeño no hay que ver los procesos constituyentes como cajas de pandora sino como cajas de herramientas. Su valor, su impacto, su significado histórico dependen de los actores políticos, sociales y económicos que la desarrollen, más que de la letra de la nueva Constitución. Pero es igualmente cierto que los complejos y dinámicos problemas de estas latitudes requieren para su solución de una buena caja de herramientas. Encontrarla es cuestión de sabiduría, prudencia y visión. Y claro de fe. Los acompaño en esa fe en un futuro brillante y despejado para Venezuela.



Muchas gracias