Resoluciones Asamblea General

LA EXPERIENCIA ESPAÑOLA DE REFORMA JUDICIAL: EL LIBRO BLANCO DE LA JUSTICIA

Luis López Guerra

Así como hoy puedo verificar que muchos de los problemas del sistema judicial español, son problemas de los países de nuestra comunidad cultural, también puedo escuchar propuestas y soluciones, que sin duda pueden resultar útiles en el contexto español. Sin embargo, mi intervención no parte de una perspectiva iberoamericana puesto que sólo puedo referirme a aquellas materias de las que tengo algún conocimiento; y aún cuando tenemos una cantidad considerable de programas de colaboración con países iberoamericanos, los problemas de la justicia en Iberoamérica no constituyen mi especialidad.

Quisiera referirme a un tema que creo tiene una cierta relación con las cuestiones que se han planteado en este evento; me refiero al proyecto llamado Libro Blanco de la Justicia, que constituye un plan, una propuesta integral de reforma del sistema de la justicia en España. El proyecto fue elaborado por el Consejo General del Poder Judicial, especie de consejo de la judicatura creado en la década de los 40 en Europa y que tiene como función gobernar y gestionar el Poder Judicial, en temas como nombramientos, régimen disciplinario, inspección, etc.

El Consejo del Poder Judicial español actual, después de su elección por el parlamento en 1996, se encontró con una situación preocupante reflejada en un creciente desprestigio de la justicia frente a la opinión pública. Desprestigio reflejado no sólo en las opiniones de los expertos, sino también, y más críticamente, en las encuestas de opinión pública. Las encuestas realizadas en los países iberoamericanos coinciden en gran parte con las de España y otros países europeos. En efecto, una encuesta del Centro de Investigaciones Sociológicas, publicada en 1996, arrojó cifras tan preocupantes como las siguientes: en una escala de 1 a 10, los encuestados (una amplia muestra en toda España), calificaban con un 3,9 a la justicia española. Esto, en términos académicos, es un claro suspenso. Pero no sólo eso; lo más grave es que de una serie de instituciones sometidas al examen de la opinión pública, la administración de justicia quedaba en el último nivel, por debajo de la prensa, los partidos políticos, la administración local, etc. El 88% de los encuestados consideraba que la justicia no se aplicaba en forma igual para todos y que existía parcialidad por parte de los órganos jurisdiccionales. Un 51%, es decir más de la mitad, expresaba que tenían poca o ninguna confianza en los jueces; un 83% estimaba que la lentitud de los procedimientos judiciales desanimaba a recurrir a los órganos de justicia para la resolución de litigios y para la resolución de conflictos. Así podría añadir una larga serie de expresiones y cifras que pueden reforzar esta preocupación. De los entrevistados, (usualmente unas 2.500 personas) uno de cada 5 había tenido algún contacto con la justicia, y 4 de cada 5 no habían tenido ninguno. Esto nos llevó a realizar otro tipo de encuestas, para los que llamamos usuarios de la justicia, sólo para aquellos que sí habían tenido un contacto con el mundo judicial. Allí nos encontramos con que la imagen de la justicia que tienen aquellos que sí han tenido relación con procedimientos judiciales, es más alta que la de aquellos que no lo han tenido.

Sin embargo, es un consuelo relativo, puesto que en cualquier caso las cifras que resultaron de las encuestas a usuarios de la justicia también eran cifras negativas. Así, partiendo de este punto, de la constatación de la mala opinión sobre la justicia en amplios círculos, el Consejo decidió crear una comisión que se encargara de llevar a cabo un diagnóstico sobre lo que estaba funcionando mal en el mundo de la justicia y que propusiera a todos los poderes una solución a estos problemas y, finalmente, planteara un programa para la propia actividad del Consejo durante el período de su mandato de 5 años. En septiembre de 1996 constituyó esta comisión para efectuar un examen integral sobre la justicia en España.

El examen constaba de dos aspectos principales; el primer punto era averiguar qué queríamos efectivamente ver y desde qué perspectiva queríamos examinar el funcionamiento de la justicia. Así, decidimos considerar la justicia como un servicio público, es decir; como una prestación que el Estado da a los ciudadanos respondiendo a una demanda. Este punto de vista encaja con las modernas perspectivas del Estado Social. El Estado se compromete, para generar una mínima dignidad de vida y una mínima solidaridad entre los ciudadanos, a una serie de prestaciones ya tradicionales: educación, salud, seguridad social. Entre estas prestaciones, la justicia está sometida ya que depende de las demandas que plantean los ciudadanos. Este planteamiento de la justicia como servicio público puede parecer trivial, y sin embargo, no lo es. En este punto llamo la atención sobre la muy interesante intervención de una colega del Perú que decía que algunos jueces, cuando se encuentran en un litigio, parecen dar más importancia a aplicar la ley que a resolver el conflicto.

Lo que la justicia tiene que hacer (o por lo menos su función social aparente) es responder a la demanda ciudadana de resolución de conflictos. Si lo vemos desde una perspectiva estrictamente teórica de aplicación de la ley, el elemento de servicio público, en gran parte, desaparece. ¿Para qué darse prisa en resolver un caso, si lo importante es llevar a cabo una aplicación teóricamente correcta de la ley, y que los tribunales elaboren grandes esquemas teóricos?. Al contrario, si lo vemos desde la perspectiva del ciudadano, cuando éste va a los tribunales, lo que quiere es que se resuelva su caso y se resuelva de la forma más inmediata y más justa posible. Esta insistencia en el concepto de servicio público se derivó también de las cifras ante las que nos encontrábamos; cifras que venían a mostrar que en España, en los últimos 15 años, se había producido una auténtica explosión de la demanda de servicio público de la justicia, lo que era más perceptible en una jurisdicciones que en otras.

Una de las cosas que tuvimos clara fue que no se puede hablar del problema de la justicia en general ya que cada una de las jurisdicciones es un mundo aparte: los problemas del orden jurisdiccional penal no son los mismos que los del orden civil, los del orden laboral o los del orden contencioso administrativo.

De otra parte, había un dato clave: si bien había aumentado el número de demandas, no se había mantenido el ritmo en las respuestas. Por el contrario, se habían producido dilaciones en la justicia y en nuestro estudio inicial (insisto en que estábamos en una fase muy inicial) fue muy desoladora la conclusión a la que llegamos. Utilizando un índice elaborado por el profesor Santos Pastor de la Universidad Carlos III de Madrid intentamos ver cuál era la dilación, la tardanza inicial de un procedimiento de cada jurisdicción. Santos Pastor propone simplemente verificar el número de asuntos pendientes ante una jurisdicción al final de un año, ver cuántos se resolvieron a lo largo de ese año y así calcular cuánto tiempo adicional haría falta para resolver estos casos pendientes. En teoría, cualquier caso nuevo que entrara tendría que esperar a que se resolvieran los casos acumulados. Este tiempo de espera serviría para establecer una dilación mínima inicial, es decir; lo que tiene que esperar un caso (suponiendo que se vaya por orden cronológico) que entre al 1 de enero, cuándo le tocaría, ser estudiado por el juez. Los resultados son alarmantes. Por ejemplo, en el área civil, en la primera instancia, la dilación mínima inicial con que debía contar un caso, era de 11 meses; en la segunda instancia era de 10 meses, y en el Tribunal Supremo, la dilación mínima inicial era de 31 meses. Es decir, que un caso que se iniciara en primera instancia, que luego se viera en apelación y que pasara a la casación, por lo menos debía contar con una dilación mínima inicial de 4 años, es decir de 52 meses y esto sólo como dilación inicial, siendo muy optimista.

Todavía más llamativa es la dilación inicial en la jurisdicción contencioso-administrativa en la que las demandas se habían multiplicado por 7. Había unas 23.000 demandas en el año 1983 y 141.000 en el año 1996. Como consecuencia, en este supuesto, las dilaciones iniciales eran también enormes. En la primera instancia de la jurisdicción contencioso-administrativa, la dilación mínima inicial era de 48 meses; en la Audiencia Nacional de 21 meses, y en la Sala Tercera del Tribunal Supremo de 23 meses. Estas cifras, obtenidas por una simple operación matemática, mostraban la dimensión de los problemas para contestar a esta demanda social de justicia.

¿A qué se debe esta demanda?. Se pueden señalar todo tipo de hipótesis; atribuirla al aumento de las actividades económicas, o a un aumento de la conciencia constitucional de los ciudadanos sobre sus derechos, o a otros factores. Sin embargo, nuestro problema era saber cómo estaba reaccionando la administración de justicia; por qué reaccionaba mal, en qué consistía esta reacción errada y cómo podía evitarse.

Hubiéramos podido realizar nuestro análisis partiendo de conocimientos propios, o hacerlo mediante consultas a expertos. Sin embargo, decidimos llevar a cabo el estudio partiendo del conocimiento y la opinión de todos los sectores implicados en el mundo de la justicia; es decir, decidimos llevar a cabo un análisis que no fuera estrictamente subjetivo, sino que partiera de las opiniones y las consideraciones de todos aquellos que tienen que ver con la administración de justicia. Así, seleccionamos los temas que nos parecieron más importantes, elaboramos amplios cuestionarios sobre ellos y se los enviamos a todos los sectores relacionados con la justicia; a las asociaciones de jueces, de fiscales, a los colegios de abogados, a los sindicatos de trabajadores de la justicia, a los jueces de todos los niveles y de todas las instancias, a las autoridades del poder ejecutivo, y a las autoridades autonómicas.

Después de elaborar amplias encuestas sobre distintos aspectos de la justicia se convocó a los diferentes sectores para discutir sus puntos de vista. En conjunto fue un trabajo intenso; supuso cientos de entrevistas estructuradas previamente de acuerdo con el cuestionario que habíamos mandado y llevadas a cabo con representantes de organizaciones que a su vez habían tenido una discusión interna. Una vez que tuvimos todas las respuestas, tuvimos una gran cantidad de discusiones sobre cómo exponer aquellas conclusiones que se habían derivado de las entrevistas y lo hicimos en una forma cronológica: en primer lugar, exponiendo los problemas que tienen aquellos que se acercan a la justicia; los problemas de los demandantes, en relación con la búsqueda de información, de nombramiento de abogados, de acceso a los tribunales, etc. En segundo lugar, los problemas que se plantean desde la perspectiva del órgano que recibe la demanda; sobre todo, los problemas de personal, tanto jurisdiccional como personal administrativo no jurisdiccional; es decir, un análisis orgánico. En tercer lugar, los problemas de procedimiento desde una perspectiva dinámica, una vez que ha entrado la demanda; qué es lo que ocurre con ella, dónde están "los puntos negros," o los cuellos de botella que pueden suponer un retraso en la tramitación judicial. Ello implicaba un análisis procesal. En cuarto lugar, analizamos el aspecto administrativo; cómo funcionan los mecanismos de gestión, los mecanismos administrativos que impulsan y van moviendo los papeles dentro de la oficina judicial. Y en último lugar, los problemas políticos relativos al gobierno o a la distribución del poder dentro de la justicia.

Obviamente las conclusiones a que se llegó son demasiado amplias para exponerlas incluso someramente, pero por lo menos quisiera hacer algunas aclaraciones. La primera conclusión es que no es posible llevar a cabo un análisis unitario de toda la justicia; hay jurisdicciones, como la jurisdicción laboral, que por su relativa novedad, y por no haber experimentado el enorme aumento en la demanda, funcionaba razonablemente bien; las dilaciones eran pequeñas en términos absolutos y relativos. En todo el mundo han aumentado en los últimos 20 años la actividad económica y la inflación; lo que no ha aumentado es la fuerza de trabajo, es decir; el porcentaje de población ocupada se ha mantenido estable y el fenómeno del desempleo es uno de los más llamativos en nuestras sociedades. Como resultado, en 1980, el número de personas ocupadas en España era superior al número de personas ocupadas en 1996. Esto hizo que no se produjera un crecimiento de la demanda en la jurisdicción laboral. Además, la jurisdicción laboral es una jurisdicción relativamente nueva, que ha adaptado procedimientos más informales y menos rígidos que en otras jurisdicciones y, por lo tanto, ha podido dar respuesta, por lo menos en España, a las demandas en una forma más ágil.

En lo que se refiere al acceso a la justicia, en cómo se siente el ciudadano que se acerca a la justicia, y en qué punto se puede ver dificultada su defensa por el mal funcionamiento del sistema, uno de los problemas identificados fue el de la calidad de los abogados. Para la buena marcha de un proceso es fundamental la capacidad, la calidad técnica de la defensa. Un abogado que no conoce su trabajo y con poca capacidad técnica es capaz de complicarlo todo. España es el único país de la Unión Europea en el que era posible pasar de una licenciatura en derecho al colegio de abogados, sin necesidad de pasar un examen o un proceso de depuración. De otra parte, la proliferación de abogados ha sido enorme. En el Libro Blanco señalamos que la introducción de algún tipo de filtro, de procedimiento de selección entre los licenciados universitarios antes de acceder a la abogacía, resultaba absolutamente imprescindible, si se quería dar una mínima garantía de calidad al ciudadano con respecto a quién iba a llevar su caso. Eramos conscientes del costo político que puede suponer una demanda de este tipo. Cuando en ocasiones los colegios de abogados han propuesto que se establezcan estos mecanismos en forma de exámenes o en forma de pasantías obligatorias, la reacción de los estudiantes de derecho de las universidades ha sido contundente.

En lo que atañe al segundo punto, es decir; el que se refiere a los que están encargados de impartir justicia, aparece en primer lugar el factor profesional, es decir el factor juez. Los dos problemas que nos planteábamos eran uno cuantitativo: ¿Cuantos jueces tenemos? ¿Son suficientes? Y uno problema cualitativo: ¿Están esos jueces efectivamente preparados para desempeñar su función?

Ambos temas se encuentran en gran parte vinculados. En primer lugar nos enfrentamos con el procedimiento de selección. Desde una perspectiva técnica, cabe preguntarse si nuestros jueces están seleccionados adecuadamente; si podemos garantizar que el individuo que va a acceder al inmenso poder que tiene un tribunal, va a administrar justicia, no sólo en forma razonable y justa, sino también en forma técnicamente rápida y eficaz. El sistema de selección en España, es distinto al de otros países; es un sistema de selección por capacidad mediante exámenes competitivos. El Consejo General del Poder Judicial publica en la Gaceta Oficial del Estado, un programa, que suele ser de unos 450 temas o lecciones, señalando los elementos que un juez, en principio, debe conocer. Son 450 temas que engloban el derecho procesal, civil, penal, administrativo, etc. Se entiende que el que quiere ser juez tiene que preparar estos temas, para lo cual suelen emplear de 2 a 5 años estudiando. El temario suele ser permanente y vale aproximadamente para 5 a 8 años. No cambia mucho, excepto si se quiere hacer énfasis en algunos aspectos del derecho. El Consejo convoca a un número de plazas vacantes y anuncia exámenes para estas plazas. A estos exámenes suelen presentarse unos 5.000 candidatos. Una vez nombrados los tribunales, compuestos por expertos del derecho, los candidatos se presentan a un primer ejercicio de selección que consiste en exponer en hora y cuarto cinco de los cuatrocientos cincuenta temas. Estos son exámenes públicos e imparciales. Una vez seleccionados los postulantes van a la escuela judicial, donde tienen que cursar un año de estudios teóricos y, posteriormente, un año de práctica jurídica; mientras tanto son funcionarios en prácticas, y se les paga un porcentaje de sueldo.

Este sistema garantiza de alguna forma el conocimiento y la capacidad técnica de los seleccionados, pero no garantiza la experiencia jurídica concreta ya que son personas que no han tenido ninguna relación práctica con el mundo del derecho. Por ello, en el Libro Blanco proponemos que la escuela judicial se centre en la puesta en práctica de los conocimientos adquiridos; y junto a esto que se potencie otra vía de acceso al poder judicial, prevista en la ley. Esto es; que la provisión de una de cada tres o cuatro plazas, no se lleve a cabo mediante este sistema tan rígido de selección, sino entre personas que hayan tenido ya experiencia en las diversas profesiones jurídicas: abogados, funcionarios, profesores, etc., y que su selección se haga con un concurso de méritos. De forma tal que manteniendo un sistema de selección basado fundamentalmente en la calidad y el conocimiento técnico, se potencie también en la fase de formación, y parcialmente en la fase de selección, alguna consideración sobre los conocimientos prácticos.

Frente al número de jueces, nos hacía falta establecer cuál era el número ideal ver si coincidía con el que teníamos. Llevamos el cálculo con la elaboración de unos módulos de productividad basado en cuántos casos puede resolver razonablemente un juez en un año. En España hay ahora 3.500 jueces, (excluyendo los jueces de paz) para 40 millones de habitantes, lo cual supone unos ocho jueces por cada 100.000 habitantes. Este número es bastante inferior al alemán o francés. En forma inicial, y en un cálculo comparativo con otros países, el Libro Blanco estima que son necesarios 800 o 1.000 jueces más para tener una proporción similar a la de otros países europeos.

Elaborar módulos de productividad judicial ha sido un trabajo complicado porque el módulo varía según la jurisdicción, según los niveles, y según el tipo de órgano que se trate; si es unipersonal o colegiado. Sin embargo, con ellos hemos podido averiguar con mayor precisión cuántos jueces realmente hacen falta, y hemos podido verificar si la carga existente en cada juzgado es demasiado pequeña o demasiado grande, además de evaluar la actuación de los jueces y verificar si efectivamente están llevando a cabo su labor.

El tercer punto en relación con el personal de la justicia es la dificultad que implica producir 800 jueces. En España el proceso de selección de jueces tarda normalmente un año, además, la escuela judicial en estudios teóricos dura otro año y, teóricamente, la práctica como jueces adjuntos o como jueces sustitutos dura un año más. Es decir; si decidiéramos convocar 500 plazas, tardaríamos por lo menos 3 años en tener los 500 jueces en sus puestos respectivos. Y, naturalmente, nuestra capacidad de formación inicial, no es de 500 jueces al año; quizás sea de 250 o 300 jueces.

La Comisión tuvo que ocuparse además de la reforma de los procedimientos. En España, en especial en el ámbito civil, tenemos procedimientos heredados del siglo XVIII, incluso anteriores. Son procedimientos escritos en los que se da escasamente oportunidad a la inmediación, al contacto directo de juez con las partes. Un diputado en el parlamento español, a finales de siglo, señalando la complicación de los procedimientos y su dilación, decía: "véanse las estadísticas de las casas de dementes y se verá que la parte de estos desgraciados viene de los que tuvieron negocios con los tribunales de justicia".

El problema es que los procedimientos judiciales tienen rigideces inevitables, porque el procedimiento jurisdiccional tiene que garantizar la justicia y una igual oportunidad a las partes para hacer valer sus argumentos, proponer pruebas, practicarlas y efectuar alegaciones. La rapidez de la justicia no puede extenderse más allá de cierto punto. Sin embargo, hay rigideces que se derivan de errores, de tradiciones que se mantienen por inercia, debido a un enfoque erróneo sobre dónde deben estar las prioridades del legislador. Es sobre estas rigideces que posible llevar a cabo algún tipo de reforma. En este sentido, el Libro Blanco se centra en dos aspectos: primero, la oralidad y la inmediación en el procedimiento, sobre todo en el procedimiento civil. Se propone una reforma a la ley de enjuiciamiento civil que elimine en lo posible los aspectos escritos y acentúe la comparecencia directa de las partes ante el juez. Segundo, los problemas de ejecución de las sentencias. Si es difícil conseguir una declaración de un juez, ejecutarla es un auténtico trauma. Así, insistimos en la agilización de los procedimientos de ejecución.

Finalmente, quiero referirme al aspecto instrumental, al aspecto administrativo de la justicia, es decir; a los órganos que deben efectivamente impulsar el procedimiento, escribir las notas, notificarlas, etc. Comprobamos que en una cantidad notable de casos los cuellos de botella se producían en llevar a la práctica cada una de las instancias del procedimiento. Un buen ejemplo es el de las notificaciones. En el Libro Blanco propusimos dos tipos de medidas referente a la oficina judicial: por una parte la potenciación de lo que nosotros llamamos servicios comunes, por otra, la especialización en la gestión. La tradición española consiste en que cada juez, cada juzgado, tenga su propia organización administrativa, su propio secretario, auxiliares, agentes y que todo su trabajo administrativo de notificaciones, emplazamientos, comunicaciones, etc., lo lleven a cabo estos funcionarios. En las grandes ciudades (y cada vez quedan menos pueblos pequeños) se produce la multiplicación de un sinnúmero de oficinas judiciales que realizan muchas veces similares notificaciones a las mismas personas, pero siguiendo procedimientos distintos; en las oficinas de compañías de seguros, grandes empresas, etc., no es infrecuente encontrarse agentes judiciales que vienen de juzgados distintos, para llevar a cabo notificaciones sobre procesos diversos, todos afectando a la misma compañía. Así la propuesta fue romper la unidad tradicional entre un juzgado y una oficina judicial, creando servicios judiciales comunes encargados de la tramitación administrativa y crear un cuerpo de gestores administrativos de la justicia. La oficina judicial necesita es eficacia administrativa, es decir; debe funcionar con celeridad, debe estar compuesta por personas que sepan no solamente como organizar al personal, sino como establecer el flujo de entrada de papeles, la toma de decisiones, etc.

En breve, estas fueron las grandes propuestas del Libro Blanco. Omito las referentes al gobierno, puesto que tienen que ver más con la situación específica de España.

El Libro Blanco de la Justicia supone un programa. Sin embargo, el Parlamento tiene que laborar las leyes procesales y las leyes de organización y el poder ejecutivo tiene un papel que jugar ya que tiene aún muchas competencias a través del Ministerio de Justicia. El Consejo General del Poder Judicial, e incluso los mismos órganos de gobierno de los tribunales tienen que llevar a cabo este programa. Por otra parte, no hay que olvidar que nos movemos en un mundo donde el poder político es ocupado en virtud de enfrentamientos ideológicos, entre partidos y en los que se suele producir una cierta alternancia en el poder y, al mismo tiempo, una critica de las propuestas de gobierno por parte de la oposición. Sin embargo, dada la complejidad y la necesidad de actuar a largo plazo en la reforma de la justicia, esta reforma sólo es posible si existe un acuerdo nacional o un pacto nacional suprapolítico.

Si la reforma de la justicia es el programa de un partido será combatida y anulada por el partido de la oposición. Si se intenta llevar a cabo una reforma a la justicia, hay que hacerla contando con el factor tiempo y, por ello, con la posibilidad, bastante alta, de un cambio en las élites políticas, de un cambio en el partido en el poder. Por este motivo, el Consejo General del Poder Judicial, propuso al Parlamento, al Gobierno y a la sociedad española la realización de un pacto suprapartidista por la justicia, en el que los grandes partidos de gobierno y oposición se pusieran de acuerdo en cuanto a los recursos a invertir en un plazo de 10 a 15 años. Hay que ser optimista con respecto a la responsabilidad de nuestros gobernantes y esperemos que tanto en España como en el resto de los países de la comunidad cultural iberoamericana, los líderes políticos tomen conciencia de la necesidad de contar, no sólo con un acuerdo interpartidista, sino también con la colaboración y los aportes de la sociedad civil.